Paga el que sigue. La vieja broma de amigos en el bar que resume esa frase popular parece ser la fórmula concreta que los gobiernos vienen aplicando desde 2003, con mayor o menor intensidad, por decisión consciente o por ineficacia, según el caso. El problema para Alberto Fernández y Cristina Kirchner es que la bomba, ahora, amenaza con estallar en sus propias manos y la hora de pagar se adelantó en medio del año electoral.
Años de procrastinación con ese objetivo no hacen más que confirmar que los problemas son más difíciles de resolver si no se los encara a tiempo, más allá de los costos políticos (que nadie quiere pagar) y económicos (que, los argentinos lo saben bien, los pagamos entre todos).
Llegamos así al momento en que cualquier cable que se corte puede provocar una explosión. Sergio Massa y, por extensión, el Presidente y la vice tienen por delante varios problemas, ya conocidos de sobra: a la economía argentina le faltan dólares (muchos), le sobran pesos (muchos), la acosa el aumento cada vez más galopante de los precios, los gobiernos de distinto nivel, salvo excepciones, gastan más de lo que recaudan y no tienen casi nada de crédito (más allá del estrictamente necesario para financiar el rollover de la deuda).
Resultado: la economía no crece desde hace más de diez años (más allá de algunos rebotes coyunturales), el empleo apenas repunta en el sector público y en la informalidad y la inflación crónica y creciente condena a la pobreza y la indigencia a cada vez más argentinos, como lo confirman los datos del Indec conocidos ayer.
La postergación de los ajustes tiene en sí misma una trampa obvia: es posible de aplicar cuando algunas variables permiten financiar la coyuntura (por ejemplo, la vigencia de precios internacionales altísimos para los principales productos de exportación del país en los primeros años de Néstor Kirchner en la Casa Rosada). Pero se complica sobremanera cuando esas condiciones desaparecen o, mucho más, ante los tan temidos “cisnes negros”.
Aquí entran los argumentos del Gobierno: la pandemia, la invasión rusa a Ucrania y la terrible sequía que asola al campo. ¿Son problemas reales? Obvio que sí. Pero el camino y la gestión estuvo y está repleto de mala praxis, lo que reduce sensiblemente los márgenes de maniobra, sobre todo cuando la posibilidad de regenerar confianza en la política pública está prácticamente agotada.
Un repaso de las distintas herramientas puestas en marcha muestra lo siguiente: contra la inflación, se vienen aplicando distintos mecanismos de control de precios (con nombres que tratan de disimularlo), como si alguna vez eso haya tenido algún éxito en la larga historia inflacionaria argentina. Ante la escasez de reservas, la gestión Massa ya va por la tercera versión del dólar soja/agro. Pero una vez agotado el parche, no solo el Banco Central no sumó demasiados dólares (al contrario), sino que lo que se liquidó anticipadamente en un momento redujo los recursos meses más adelante. El también famoso pan para hoy, hambre para mañana.
“Se persiste en un mecanismo que termina de quebrar al Banco Central… que compra dólares a 300 pesos y los vende, por ahora, a 215. Las pérdidas son tanto más altas cuanto más exitoso es el mecanismo: si se liquidan US$9000 millones, la diferencia supera los $750.000 millones. Si es un ‘fracaso’ con solo US$5000 millones, la pérdida se limita a poco más de $400.000 millones”, explica Juan Luis Bour, director de FIEL, en sus Indicadores de Coyuntura.
La diferencia, coinciden todos los economistas, se cubre con más emisión monetaria, lo que mete más presión a la inflación y, peor aún, acelera las expectativas sobre esa curva. “Resulta claro que tanto las autoridades como el mercado saben que el mecanismo de ajuste del tipo de cambio ‘especial’ es aplicar una tasa muy próxima a la inflación”, dice Bour. Si se toma como base los $200 del tipo de cambio del dólar soja I, de septiembre pasado, los $300 de la edición vigente es un ajuste muy cercano a la tasa de inflación de estos meses, “de alrededor de 52%”. En consecuencia, calcula el economista, “todos deberían esperar para diciembre enfrentar un tipo de cambio nominal bien por arriba de los 450 pesos”. Incluso podría superar ese valor, a la luz de los números conocidos.
Esta realidad, y la profunda dispersión política en el oficialismo como en la oposición, está detrás de lo sucedido esta semana en el mercado cambiario. Las versiones que habría echado a rodar el hoy exasesor Antonio Aracre solo alimentaron la hoguera.
Por lo pronto, los datos de la balanza comercial no hacen más que adelantar que la falta de dólares seguirá golpeando a la economía: las exportaciones de marzo cayeron 22,2% interanual y las importaciones, 4,2%, con un déficit de US$1059 millones, el peor nivel desde agosto de 2018, “evidenciando que el déficit comercial es cada vez más frecuente y profundo”, consignó la consultora Abeceb en su informe.
Menos dólares, más inflación, más recesión. El resumen de un año con todas las cartas abiertas.