¿Tiene futuro la Argentina sin políticas de largo plazo y sin acuerdos que permitan concretar reformas profundas y estructurales? La respuesta es categórica y la conocemos todos. El cortoplacismo patológico y la polarización improductiva nos han conducido hasta aquí y se levantan como un muro cada vez más alto que nos encierra en un laberinto de degradación y decadencia.
No existe un único remedio para combatir esos flagelos de la estrechez de miras y la confrontación extrema, pero una reforma que suprima las elecciones de mitad de mandato podría ser una valiosa contribución para propiciar acuerdos y políticas de largo alcance, alejándonos de una campaña permanente que conspira contra el diálogo democrático y contra la propia acción de gobierno.
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La Argentina celebra sus 40 años de democracia en medio de una tragedia social. Casi 19 millones de habitantes (más del 40 por ciento de la población) son pobres y una cuarta parte de ese universo está sumergida en una situación extrema, sin recursos suficientes para garantizar su alimentación básica. En los últimos 20 años, el 50 por ciento de la creación de puestos de trabajo se ha dado en un mercado laboral precario o en el Estado. El empleo informal, sin cobertura social ni aporte jubilatorio, se ubica en un nivel récord del 37 por ciento, según los últimos datos del Indec. La inflación de este año ya está muy por encima del 100 por ciento y el gasto público supera los 40 puntos del PBI, lo que genera a la vez una exorbitante presión tributaria sobre el sector formal de la economía que condiciona muchas actividades y hace que otras sean directamente inviables. A eso hay que sumarle el avance de la inseguridad urbana y del narcotráfico, que ha deteriorado dramáticamente la calidad de vida en las ciudades.
¿Cómo se para la democracia frente a esa inmensa deuda con la sociedad? Es una pregunta crucial, frente a la amenaza de brotes antisistema y de populismos de uno u otro signo ideológico que germinan en un contexto global en el que la posverdad se impone al valor de los hechos.
Revisar algunos aspectos de nuestro sistema electoral podría ser un primer paso para generar, al menos, las condiciones para un diálogo constructivo y para el diseño de políticas públicas que miren más allá de las urgencias y presiones que plantea la campaña permanente.
No se trata de cambiar reglas al compás de necesidades coyunturales; mucho menos de manosear la Constitución como si fuera un eterno borrador. Se trata, sí, de proponer una reforma a partir de un diagnóstico honesto de nuestro propio fracaso y de no aferrarnos a esquemas rígidos si no garantizan buenos resultados. Más votaciones no es más democracia. Y pueden ser, en cambio, más gasto, más polarización y mayor condicionamiento de la gestión gubernamental por un permanente cálculo electoral.
El análisis comparado de sistemas institucionales abona la necesidad de este debate: las elecciones de mitad de mandato con renovación parcial de las cámaras legislativas son casi una excentricidad argentina: es un sistema que no existe en casi ninguna de las naciones del mundo con sólidos sistemas republicanos. Solo cinco de los veinticuatro países catalogados como democracias plenas en el Índice de Democracia 2022 celebran elecciones de mitad de mandato. Estados Unidos vota cada dos años, pero renueva la totalidad, no la mitad del Congreso. Doce de las veinticuatro jurisdicciones argentinas no celebran comicios de mitad de mandato: contemplan la renovación completa de sus legislaturas en una elección unificada con la de cargos ejecutivos. Pero la Argentina, además, es el único país que celebra elecciones primarias abiertas simultáneas y obligatorias (PASO), lo que recarga el calendario electoral y embarca a los gobiernos en una campaña continua y prematura.
El filósofo y ensayista español Daniel Innerarity lo expresa con claridad meridiana: “Nos preguntamos con frecuencia por qué son tan difíciles los acuerdos y solemos echarle la culpa a la fragmentación política, pero la causa de fondo no es esa sino la dominación de la lógica de la campaña sobre todo el proceso político. Hay una oposición estructural entre hacer campaña y gobernar; actitudes que sirven para lo uno dificultan lo otro. El hecho de que hayamos convertido la política en una campaña permanente es una de las razones que explican que en nuestras sociedades se haya fortalecido la mentalidad contraria a los acuerdos”, explica en un breve ensayo titulado La campaña permanente.
La Argentina ha llevado esta deformación a niveles extremos. Un gobierno no termina de instalarse cuando ya debe embarcarse en una campaña para la elección de mitad de mandato. No puede pensar políticas ni estrategias que impliquen costos coyunturales, pero con beneficios de largo plazo, porque eso podría atentar contra sus chances electorales inmediatas y asimilarse, por lo tanto, a una suerte de suicidio político. Los procesos preelectorales –como se sabe– tienden a encapsular a la dirigencia en el fragor del internismo, demoran decisiones de gestión y distraen las energías que deberían concentrarse en gobernar. Como si fuera poco, fomentan inexorablemente la expansión del gasto y traban la labor legislativa.
Un gobierno que pierde sus elecciones de mitad de mandato queda inevitablemente herido y debilitado, con poco margen para proponer acuerdos o tomar decisiones difíciles. Para aprobar ese test electoral deberá evitar, probablemente, asumir riesgos. También deberá acentuar la polarización. Se genera así un círculo vicioso que nos conduce a un déficit cada vez mayor, a una agudización de la crisis económica y social y a una erosión, incluso, de nuestra calidad institucional y democrática.
Hablar de reforma constitucional puede sonar abrumador y hasta quizás inoportuno, además de generar reparos bienintencionados. Sin embargo, una “microcirugía” sobre la carta magna del 94 tal vez podría abrir la puerta a un sistema institucional más propicio para proveer las respuestas de fondo que exige la sociedad. Se trataría de una reforma parcial en los artículos 50 y 56, tanto para hacer coincidir las elecciones legislativas con las de cargos ejecutivos como para unificar los mandatos de senadores y diputados nacionales, que ahora obligan a un intrincado cronograma de votaciones provinciales y generan un desequilibrio entre ambas cámaras del Congreso. No solo se simplificaría así el calendario electoral, sino que también se haría un aporte decisivo a un clima de mayor estabilidad política y a la construcción de un horizonte más propicio y previsible para trabajar en la solución de problemas de largo plazo.
Es indispensable que superemos las discusiones y reyertas coyunturales para pensar, con coraje y espíritu de grandeza, la Argentina del futuro. Los 40 años de democracia son, sin duda, un motivo de celebración en un país que despreció, durante décadas, los valores republicanos. Pero también es un motivo de autocrítica y de profunda revisión. Cuidar y fortalecer la democracia es proveer soluciones. Y no podremos dar esas respuestas si las tácticas de campaña devoran las estrategias de gobierno y si el poder compartido se sustituye, a través de la polarización, por una impotencia compartida.
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La polarización y los antagonismos extremos excluyen, como se sabe, las principales características de una democracia: la tolerancia, el respeto hacia el adversario, el diálogo, la negociación y el acuerdo.
No podemos persistir en los errores del pasado y del presente. La generación de la democracia tiene un logro para celebrar, el de la estabilidad institucional, pero también, una enorme deuda que saldar. Pensar nuevas herramientas para construir el futuro es parte de ese desafío que debemos asumir.