“Me voy a marchar. Me buscaré un rincón en lo más profundo y voy a desaparecer”.
Rick no habla en sentido figurado. Sentado sobre un colchón, señala una oscuridad cavernosa que la linterna no permite descifrar y que, si todo sale según sus planes, terminará por borrarlo definitivamente del mapa.
“No me llevo bien con la gente”, confiesa. “Quiero que me dejen en paz”.
Esto es Las Vegas. Pero no la “fabulosa” Las Vegas que anuncia el famoso cartel, la del neón, las apuestas, el cartón piedra.
Esta es la Las Vegas subterránea, y para conocer a sus cientos de habitantes hay que descender a los infiernos.
Rick, las pesadillas y un plan
A sus 72 años, Rick es uno de los residentes más antiguos del subsuelo de la llamada “capital mundial del vicio”. Dice que lleva viviendo aquí, de forma intermitente, 35 años.
Para llegar hasta este hombre canoso, de bigote poblado y voz calma y profunda, hay que bajar al canal situado frente al casino Rio, esquivar las piedras y basura acumulada por las riadas y adentrarse por la boca de uno de los túneles que empiezan allí.
Estos forman parte del sistema de control de inundaciones de la ciudad estadounidense, un intrincado laberinto que se extiende de una cordillera a otra en el valle y cuya misión es capturar y redirigir el agua de lluvia.
Y es que las precipitaciones son escasas en esta árida urbe erigida en medio del desierto de Mojave —apenas se registran cuatro pulgadas al año—, pero cuando caen, lo hacen sin clemencia.
Los aguaceros más fuertes ocurren sobre todo entre julio y septiembre, época de monzones y un tiempo particularmente peligroso para habitar los túneles subterráneos.
“Incluso cuando no está lloviendo, no son un lugar para juegos”, advierte en su página web el Distrito Regional de Control de Inundaciones del Condado de Clark, la entidad encargada del mantenimiento y constante ampliación de una infraestructura compuesta por canales, depósitos de detención y cientos de kilómetros de desagües pluviales.
“El agua puede correr por esta red a cualquier hora. Y moviéndose a 30 millas por hora, solo hacen falta seis pulgada para derribarte”.
Ha habido muchos ejemplos de ello.
El 13 de agosto de 2022, tras una de las mayores trombas registradas durante la pasada temporada de lluvias, la peor en décadas, los bomberos no pudieron salvarle la vida a un hombre que había sido arrastrado por una riada.
Y encontraron el cuerpo de otro mientras retiraban los escombros acumulados en un canal cerca del Strip, el tramo de 6 kilómetros del bulevar Las Vegas en el que se concentran los casinos y resorts de lujo por los que es famosa la ciudad.
Unas noches antes, el 29 de julio, en menos de tres horas tuvieron que salir a rescatar a siete personas de un aluvión.
En sus más de tres décadas en el sistema de desagüe, Rick ha vivido episodios similares en carne propia.
“He visto el agua llegar casi hasta el techo”, le cuenta a BBC Mundo apoyado contra una pared que parecía gris y ahora, acostumbrada la vista a la tenue luz de la linterna, se descubre llena de grafitis.
También recuerda las veces en las que intentó ayudar a alguien y terminaron auxiliándolo a él, o aquella ocasión —la memoria le falla y no consigue dar con fechas— en la que una mujer trató de cruzar la corriente en un canal sin éxito.
“Le gritamos. Llevaba un niño a la espalda, y no lo consiguió. Ambos murieron. Es algo que no olvidas”, dice apesadumbrado.
Asegura que hace rato no presencia inundaciones tan terribles y enumera otras cuestiones que lo tienen más preocupado: las ratas “de un tamaño que asusta a cualquiera”, la policía y un trasiego cada vez mayor de gente.
“Y bueno… las pesadillas. No consigo sacármelas de la cabeza”.
Se deben, dice, a su pasado como militar y han sido en estas décadas su mayor obstáculo para buscar una vida en la superficie.
“Estuve en Vietnam, pasé tres años en el infierno y eso me trajo problemas mentales”, explica. Terminó expulsado de los Marines por mala conducta tras disparar sin autorización.
Después, en su vida de civil, hizo de todo: “Estuve en el sindicato forense, me dediqué a la construcción, abrí el Rio y el (también casino) New York New York, hice arreglos, conduje un taxi… Hubo momentos en los que podía trabajar, pero la vida siempre me pasaba factura y acababa renunciando”.
Hoy sobrevive con US$23 que recibe el día 3 de cada mes y con limosnas esporádicas, mientras no termina de acostumbrarse a que cada vez más personas busquen refugio en su túnel.
“La razón por la que me quedé tantos años en este área es porque conocía a la gente. Pero ahora hay algunos nuevos y realmente no me relaciono con ellos… No me relaciono con nadie… Soy más bien un tipo solitario”.
“¡Sí, eres un solitario!”, grita una voz desde la oscuridad, sobresaltándonos.
Apuntamos con la linterna. Hay un hombre muy delgado tumbado sobre un cartón unos cuatro metros más allá.
“Es Glenn. Hará unos 15 años que nos conocemos”, nos cuenta Rick. Es con él con quien piensa ir a las profundidades del túnel. “Vamos a ir a perdernos”.
Jay o la identidad perdida
Nos despedimos de Rick, pasamos junto a su compañero de aventuras, que ahora parece dormido, y proseguimos hacia las profundidades del túnel.
Cruzamos unas partes encharcadas, aunque hace semanas que no llueve, sorteamos desechos y observamos unas estalactitas colgar del techo de cemento. Por suerte, no hay rastro de las ratas tamaño gato sobre las que nos advertía Rick.
El ruido cada vez más intenso del tráfico proveniente de la superficie nos indica que ya pasamos por debajo de la avenida Dean Martin y que nos acercamos a la interestatal 15.
Una claraboya interrumpe por un momento la oscuridad y permite la entrada de la contaminación de una de las arterias más transitadas de Las Vegas.
Avanzamos con paso firme durante otros 10 minutos hasta llegar a un cartón doblado en forma de U apoyado en la pared, del que cuelgan un par de calcetines, un trapo y una bolsa de plástico sujeta con una pinza.
“Ya voy. Me estoy atando los zapatos para estar presentable”, dice una voz amable desde el interior de la efímera estructura.
Es Jay y parece contento con la visita, dispuesto a ser retratado. “Hasta me he puesto maquillaje”, bromea.
Tiene “unos 47 años” y llegó a Las Vegas hace 14 en autobús desde Nuevo Hampshire, un estado en el extremo noreste de EE.UU.
“¿Quién me iba a decir que una vez aquí me robarían el pasaporte, mi tarjeta de la Seguridad Social, todo, y que me quedaría con US$27 en el bolsillo?”.
Dice que, por mucho que lo ha intentado en estos años, no le ha sido posible conseguir una identificación y que por eso lleva los últimos nueve viviendo en el sistema de drenaje de la Ciudad del Pecado.
Esa es la versión resumida de un relato repetitivo y enmarañado. Jay es hablador y seguirle el ritmo cuesta tanto como apartar la mirada del ojo que le falta, el izquierdo, y que perdió tras recibir un disparo en la cabeza.
“No es una gran historia. Si me la hubieran contado no la hubiera creído, porque no es realista. Pero es la verdad”.
Dice que se diferencia de otros habitantes de la Las Vegas subterránea en que ya no consume drogas —aunque las haya probado todas— y en que trata de mantenerse optimista, porque lo contrario es “una pérdida de tiempo y energía”.
Sus pertenencias suman, además de las tres paredes de cartón, una almohada y unas cuantas cobijas, un carro de supermercado, varios bidones de agua, dos cubos para lavar la ropa, jabón, lejía y una escoba.
Con eso y la comida que consigue comprar tras vender chatarra sobrevive en este lugar que asegura está “encantado”.
“No es como en la televisión, como en “Los cazafantasmas”. Es otro nivel de anormalidad, de cosas que se pueden explicar y otras que no”, trata de aclarar.
“¿Cosas que no se pueden explicar?”, le pregunto.
“Sí, como muy lejanas, algo que se mueve. Hace algunos años era tan malo que nadie se quedaba aquí después del anochecer. Así de malo era, brutal. Definitivamente he vistos algunas cosas aquí… Y te persiguen, se encariñan contigo. Yo trato de ignorarlo, porque existía antes que yo y ahí seguirá”.
Y con ese comentario que baila entre la fantasía y la metáfora nos despedimos, no sin antes entregarle un sándwich, una bolsa con básicos de higiene y una tarjeta regalo para comer en McDonald’s.
Joe, una luz en el túnel
En realidad, la comida se la ha dado Joe Riordan.
Este hombre de tupido bigote y vivos ojos azules estuvo “a dos malas decisiones de ser un Jay o un Rick” y ahora colabora como voluntario con Shine A Light, una organización que ayuda a los sin techo que viven en este inframundo.
“Estamos a 55 pies (unos 16 metros) por debajo de donde se está almorzando por US$1.000″, le dice a la fotógrafa que nos acompaña, señalando al techo.
Luego, cuando una vez fuera revisemos Google Maps para entender nuestro recorrido y miremos el mapa del sistema de canales y desagües de Las Vegas, nos daremos cuenta de cuán literal era su comentario.
Y es que el túnel de Jay y de Rick transcurre cerca del Caesars Palace, uno de los hoteles-casino más conocidos del Strip, escenario de innumerables películas y donde Celine Dion y Elton John tuvieron residencias permanentes.
En uno de los restaurantes que tiene en su plaza romana, el Hell’s Kitchen de Gordon Ramsay, el televisivo chef que cuenta con nueve estrellas Michelin, se llega a pagar US$56 por una docena de ostras.
Y los precios se disparan en el Bedford, de la no menos famosa Martha Stewart. Está en el casino Bellagio, a apenas 10 minutos a pie, y te cobran más de US$109 por un filete y US$1.500 por una botella del champán Dom Pérignon rosé, cosecha del 2008.
En almuerzos como esos, habitaciones de hotel, taxis, tiendas, conciertos, el póker, la ruleta y demás juegos de azar de los casinos los turistas gastaron el año pasado US$44.900 millones, sin sospechar siquiera que bajo sus pies había quien sobrevivía a base de sándwiches donados y lo encontrado en la basura.
Son datos incluidos en el más reciente informe de la Autoridad de Convenciones y Visitantes de Las Vegas, hecho público en abril, y ponen en evidencia el abismo entre los dos mundos.
Aunque ambas realidades están de alguna manera relacionadas, le dice a BBC Mundo Matthew O’Brien, el primer periodista en descender a los intestinos de la ciudad y escribir sobre los que allí residen en la revista local Las Vegas City Life y luego en sus libro Beneath the Neon (“Bajo el neón”, 2007) y Dark Days, Bright Nights: Surviving the Las Vegas Storm Drains (“Noches oscuras, días luminosos: sobrevivir en los desagües pluviales de Las Vegas”, 2021).
“Los habitantes de los túneles sobreviven de las sobras, del exceso de Las Vegas”, explica. “Recorren los casinos, buscan el dinero que ha caído al suelo o ha quedado en las máquinas, mendigan entre los turistas”.
Pero la relación va más allá.
“Muchos de los que entrevisté en los túneles no eran personas sin hogar cuando llegaron a Las Vegas. Se mudaron allí por las mismas razones que yo: por cambiar, por buscar una nueva vida, perseguir otros sueños”, prosigue O’Brien, quien fundó Shine A Light en 2009 como un proyecto comunitario y nos habla ahora por teléfono desde El Salvador, donde reside desde hace unos años.
“Y quizá no pudieron encontrar trabajo o tal vez se volvieron adictos al juego, a las drogas que están tan a mano en las calles, y algunos terminaron viviendo bajo aquellos mismos casinos que los habían atraído a esta ciudad de Nevada”.
Porque Las Vegas, una urbe que no duerme, es al mismo tiempo un imán y una fábrica de personas sin hogar, concluye.
Robert y la “mentalidad de tribu”
De acuerdo a las cifras del gobierno de la ciudad, más de 6.500 residentes de Las Vegas carecen de vivienda permanente y casi el 65% duerme en el exterior.
Y las organizaciones que trabajan con las personas sin hogar calculan que en los túneles viven hasta 1.500 personas.
En noviembre de 2019 el concejo municipal aprobó una ordenanza que convertía el sentarse, descansar o “alojarse” en las aceras en un delito menor punible con un máximo de seis meses de cárcel o multas de hasta US$1.000, y que fue descrita por sus críticos como “la más draconiana del país” contra las personas sin hogar.
Empezó a aplicarse en febrero del año siguiente, aunque antes de multar o arrestar a los infractores, se les pide que se trasladen al Corredor de la Esperanza (Corridor of Hope), un distrito que concentra servicios para los sin techo.
Allí, en el Courtyard Homeless Resource Center, una iniciativa de US$20 millones, pueden ducharse, comer, dormir, se les provee entre otros atención médica y de salud mental, y asesoría laboral y legal.
Según los datos municipales, 6.081 personas accedieron a esos servicios en 2021 y un promedio de 371 pernoctó en sus instalaciones, que se están ahora ampliando.
Y se complementa con otro programa, con el que equipos formados por representantes de distintas agencias trabajan directamente en la calle.
“El objetivo de la ciudad no es arrestar a las personas sin hogar. La práctica de la ciudad es trabajar con las personas sin hogar para ayudarlas a estar saludables, tener vivienda y que puedan ser contratadas”, le subraya un vocero del gobierno municipal de Las Vegas.
La ciudad de Las Vegas es solo una de varias jurisdicciones que conforman el área metropolitana de Las Vegas y que brindan servicios a personas sin hogar.
Robert Banghart, hoy director de divulgación de Shine A Light, pasó por el que prefiere llamar el “corredor de la desesperanza” y también habitó el subsuelo.
“Decidí meterme en los drenajes porque me invitó un conocido que dormía en ellos. Llevaba años viviendo en las calles, donde todo es muy aleatorio: quizá un turista te da de comer, igual puedes conseguir tú algo por tu cuenta, nunca sabes dónde vas a terminar… Así que cuando bajé allí sentí algo similar a lo que siento ahora al llegar a casa”, le dice a BBC Mundo cuando caminamos de regreso a la entrada del túnel del Rio.
Aunque matiza que habla de una vida “muy primaria”, donde solo importaba saciar la necesidad más inmediata: “Necesito agua, necesito comer, necesito drogarme”.
Y para gente en esa situación los desagües pluviales pueden ser refugios listos para ser usados: tienen un techo y paredes de hormigón, y proveen protección frente a las temperaturas de hasta 40 °C en verano y los fuertes vientos del Mojave.
“Además de que nadie te ve ni te molesta”, sigue Robert, repitiendo lo que ya les hemos escuchado decir a Rick y a Jay.
Efectivamente, no están vigilados o patrullados. El Departamento de la Policía Metropolitana de Las Vegas (LVMPD) le confirmó a BBC Mundo que trabajan con organizaciones asociadas y que son estas las que se encargan de advertirles a los habitantes de los túneles sobre los peligros de vivir en ellos y de brindarles recursos para hacer la transición a una vivienda.
A Robert le llevó años dar ese paso.
Y lo que fue determinante fue una paliza que le dieron otros tres sin techo.
“Me atacaron y me dejaron olvidado en las vías del tren. De allí fui llevado al hospital, donde me resucitaron un par de veces”, recuerda mientras caminamos y empezamos ya a vislumbrar la boca del túnel.
Allí empezó a involucrarse con la organización para la que ahora trabaja, primero como voluntario y después en su rol actual, para tratar de ayudar a que otros sigan su ejemplo.
“Tenemos lo que llamamos una mentalidad de tribu y construimos relaciones”, dice.
Beverly y su comunidad
Lo vemos en acción cuando hemos salido ya al mundo exterior y nos encontramos con Beverly junto a la boca de un túnel contiguo.
Rubia y delgada, con la piel curtida y algunos dientes de menos, acaba de poner algo que no alcanzamos a ver a cocer en una olla y está tendiendo unas cuantas prendas —un pantalón beige, un vestido blanco y ligero con flores azules— que ha lavado en un recipiente de plástico.
Nos cuenta que es originaria del estado de Misisipi, pero que un día conoció a un tipo que le dijo “vámonos a viajar”. Sin entrar en detalles de cómo, terminaron en Las Vegas. Tiene 44 años y lleva seis en este túnel.
— Querida, ¿y tú cuándo vas a salir? — le pregunta Robert.
— No lo sé. No es fácil. Solo te puedo decir que hoy no es el día.
— Recuerda que te podemos ayudar. Si conseguiste salir adelante aquí, lo puedes lograr en cualquier parte.
Antes de marcharnos, Beverly nos dice que allí se siente parte de una comunidad.
“El primer túnel es especialmente activo”, asegura, señalando a unos vecinos que se hacen compañía y nos observan de reojo desde unos metros más allá.
“Cada túnel tiene su propia personalidad”, nos explicará después Robert.
“Hay algunos más organizados, con ciertas jerarquías. Y sí, algunos son muy básicos, pero en otros sus habitantes han construido sistemas de alumbrado, los han acondicionado, han puesto muebles… Te sorprenderías de lo que hay ahí abajo”.
La “cueva” de Steve
Es el caso del túnel que conocen como el de Ali Baba, situado en una zona industrial al oeste del Strip. Aunque el que sale de esta cueva es Steve.
Deslumbrado por la luz que a primera hora de la mañana a finales de abril ya es potente, se coloca inmediatamente unas gafas de sol de montura beige y se termina de abotonar su camisa azul chillona.
Nos invita a sentarnos en la entrada, donde tiene colocada una mesa con sillas, un sillón y una barbacoa, mientras sujeta con pinzas una esquina de la cortina negra que oculta el resto de su casa.
Una voz de mujer —su novia, quien no se identifica — advierte desde dentro que no estamos invitados a cruzar ese umbral.
Pero la tela negra a medio levantar nos permite curiosear y comprobar que en el interior han colocado alfombras, otra mesa, estanterías llenas de instrumentos de cocina y otros objetos.
Steve, quien tiene 57 años, se levanta y con la ayuda de un andador nos da un tour por el patio de su hogar subterráneo, mientras nos cuenta una historia similar aunque distinta a la de los otros habitantes de los túneles.
Sus padres llegaron a Las Vegas “con grandes sueños”, a abrir un casino. Él creció en esa industria, que finalmente lo empujó al alcohol y a las drogas.
Tras un tiempo viviendo en las calles de la ciudad, llevan seis años aquí.
“Vinimos aquí a estar tranquilos y a desaparecer del mundo. Aunque ya antes del túnel éramos en cierta forma invisibles”.
Con esa última frase retumbándome en la cabeza damos por finalizada la visita a la Las Vegas subterránea.
Ya de noche, cuando todos los neones estén encendidos y camine como turista por el Strip, no podré evitar fijarme en la madre que pide dinero tocando el violín mientras su hijo de no más de seis años mata el tiempo con el celular, en las jóvenes en tanga que reparten volantes de un club de strip tease a los pies de la réplica de la Torre Eiffel, en la mujer que vende globos “muy baratos”, en español, frente a la fuente del Bellagio.
Observaré al hombre que saca latas de la basura y al que recoge los bidones de agua y cubos de plástico con los que construye una batería para ofrecer conciertos improvisados en la acera. ¿Dónde terminarán su día? ¿A qué casa llegarán a dormir?
“Siete de cada 10 personas en este país viven sueldo a sueldo y algunas están a una o dos pagas de quedarse sin hogar”, me advirtió Robert. “Una mala decisión, un desgracia, un error, y te quedas en la calle”.
Y cuando llegue al Caesars Palace pensaré en que en algún punto bajo mis pies, no muy lejos de allí, estarán seguramente Rick, Jay, Beverly y el resto de los habitantes de ciudad subterránea de Las Vegas.