PARÍS.– Tras la invasión rusa a Ucrania y a medida que aumenta la tensión entre Moscú y sus vecinos europeos, una línea invisible que divide el Viejo Continente se ha vuelto a instalar. Como en la época de la Guerra Fría, esa línea, que ha terminado con la libertad de circular, separó familias e instaló la desconfianza mutua, simboliza hoy la realidad de dos mundos que se reconcilian y se enfrentan desde hace siglos.
“La situación se vuelve cada vez más peligrosa (…) Es muy probable que las milicias de Wagner se disfracen de guardiafronteras bielorrusos y ayuden a los migrantes ilegales a penetrar en territorio polaco para desestabilizar nuestro país”, declaró el primer ministro de Polonia, Mateusz Morawiecki, en conferencia de prensa la semana pasada.
Poco después de la llegada de mercenarios rusos de Wagner a escasos kilómetros de territorio polaco y lituano, Varsovia respondió enviando más de 1000 soldados a la frontera con Bielorrusia y asegura prepararse para un enfrentamiento militar.
Tras el intento fallido de golpe contra Moscú, el grupo Wagner desplegó en Bielorrusia parte de sus hombres —cerca de 3000— donde, el 20 de julio, el presidente Alexander Lukashenko anunció que entrenarían a las fuerzas especiales de su país en el campo militar de Bretsky, situado a solo cinco kilómetros de la frontera polaca.
Diez días más tarde, el ministerio bielorruso anunció que Wagner había participado en maniobras con sus brigadas mecanizadas y sus fuerzas terrestres cuando, habitualmente, esos ejercicios militares se realizan conjuntamente con las fuerzas armadas rusas.
De ahí la inquietud de Polonia, pero también de Lituania. Ambos países están separados por el corredor estratégico de Suwalki, único punto de acceso de las naciones bálticas al resto de los países de la OTAN y de la Unión Europea (UE).
En esas condiciones, no es sorprendente que las fronteras entre Rusia y el oeste hayan sido cerradas con doble candado desde que comenzó la invasión a Ucrania.
El istmo de Courlande es un sitio de una belleza espectacular, marcado al este por la calma apacible de una laguna y al oeste por el tumulto del mar. Entre ambos, una barrera infranqueable cierra el paso. De lado lituano, una pequeña ruta atraviesa un bosque de pinos arqueados por los vientos que soplan del Báltico en dirección de la laguna.
El istmo es a la vez la más bella y la más hermética de las fronteras exteriores de la UE. De un lado es Lituania, del otro, Rusia. Y ahora nadie puede pasar. Se terminaron los contactos, los intercambios, las visitas de cortesía. Alrededor de los puestos fronterizos la zona está prohibida. Los autos son interceptados varios kilómetros antes y los peatones rechazados o enviados hacia la playa.
Antecedentes históricos
Los europeos bautizaron “cortina de hierro” la frontera que separaba el este del oeste durante la Guerra Fría. La expresión fue inventada por Winston Churchill que, en marzo de 1946 pronosticó una partición radical de Europa. Las cosas parecieron solucionarse en 1990 gracias a la política de apertura de Mijail Gorbatchev.
Emblemática en ese sentido fue un año después la apertura del puerto de Kaliningrado, ese enclave ruso situado entre Polonia y Lituania, a los barcos extranjeros. También fue emblemática la visión de su gobernador de entonces, Jurij Matockin, para quien no solo las riquezas del Báltico se encontraban en la intersección de dos mundos, Rusia y Occidente, y por ende pertenecían a ambos, sino que también era el caso del mismo oblast de Kaliningrado.
Pero la idea de Matockin era inaceptable para el Kremlin, que pretendía seguir utilizando su provincia más occidental para controlar a sus vecinos. Y sobre todo era inimaginable para su estado mayor, que consiguió que Kaliningrado siguiera siendo el cuartel general de la flota rusa del Báltico.
En todo caso, con la guerra de agresión de Vladimir Putin contra Ucrania, la paz europea estalló en pedazos otra vez y una nueva cortina de hierro se abatió sobre el continente. Con una diferencia, sin embargo: esta vez esa cortina infranqueable se encuentra al este. Va de Noruega al círculo polar, pasando por Estonia, Lituania y Polonia, hasta Bulgaria y el mar Negro.
La historia ha jugado un papel decisivo en este situación. Entre septiembre y octubre de 1938, la Alemania nazi y la Unión Soviética se repartieron Polonia. En poco tiempo, en los territorios acordados a Stalin se realizaron referendos antidemocráticos con el objetivo de justificar las pretensiones de Moscú, garantizando así las bases legales para la anexión. Apenas seis meses después, el mismo destino padecieron Estonia, Letonia y Lituania. Finlandia consiguió defender su propia independencia pagando un altísimo precio en la guerra de invierno (1939), en la cual perdió el 10% de su territorio y el 20% de la población. Incluso Dinamarca percibió los dientes del imperialismo estalinista en mayo de 1945, cuando las tropas soviéticas desembarcaron. En la isla de Bomholm y permanecieron allí durante 11 meses. El recuerdo de esos sucesos despertó en 2014, con la anexión de Crimea, la invasión de Ucrania y la situación en el resto de la Europa centro-oriental.
Todos esos países, de Talín a los Cárpatos, experimentaron en carne propia las consecuencias de la presencia soviética en sus territorios. Finlandia debió elaborar una política interna y exterior orientada a mantener buenas relaciones con el vecino oriental. El vasto espacio que se extiende de Talín a los Cárpatos soportó ejecuciones, arrestos masivos, devastaciones y esclavitud por parte del Ejército Rojo y los funcionarios del siniestro NKVD. Fueron necesarios 50 años para sacudirse en yugo de la dominación soviética y otros 15 para adherir a la comunidad europeo-atlántica. Y nadie está dispuesto a volver atrás.
Y nada simboliza mejor ese nuevo congelamiento de relaciones que los primeros 70 kilómetros de barrera de seguridad que construyó Finlandia partiendo de una remota ruta en el noreste del país. El puesto fronterizo de Raja-Jooseppi está ubicado en una de las áreas menos pobladas —y más frías— de la Unión Europea. Situado en un parque nacional de miles de kilómetros cuadrados, donde solo viven los osos y los lobos y la nieve cae de octubre a mayo.
Esa barrera de seguridad, cuya finalización llevará cuatro años, tendrá 200 kilómetros de extensión y costará aproximadamente 400 millones de dólares. Está dotada de una robusta pared de 3 metros de alto, coronada con alambre de púas y equipada con cámaras de visión nocturna, altavoces, reflectores y una ruta paralela. La obra es similar a las ya construidas en Polonia y los países Bálticos en sus fronteras con Rusia y Bielorrusia. Porque, como lo evocó la semana pasada el primer ministro polaco, todos tienen presente que, desde 2020, el dictador bielorruso Lukashenko alienta y facilita la llegada a las fronteras de la UE de decenas de miles de migrantes irregulares, en respuesta a las sanciones impuestas por Bruselas.
“Esta barrera refleja el definitivo congelamiento de los lazos que tanto trabajo nos costó crear y fortalecer con Rusia desde mediados de la década de 1990″, se lamenta Olga Davydova, profesora en la universidad de Finlandia-Este. Con una nota de optimismo, sin embargo, Olga asegura que, si bien las relaciones están congeladas, “felizmente, no han muerto. Seguimos manteniendo contacto personal con nuestras familias, colegas y amigos en Rusia”, dice. Aunque también reconoce no saber cuánto tiempo durará esa posibilidad.