Un botón rojo que lleva a terreno desconocido

Finalmente, la sociedad encriptada habló. Simplificar el sentido de su mensaje resulta tentador. La potencia de la disrupción invita a escribir en mayúsculas. Sin embargo, la historia demuestra que, frente al shock, no es conveniente sacar conclusiones apresuradamente.

Se condensó el hecho alrededor de tres grandes ideas conectadas entre sí: bronca, hartazgo y enojo. Todo más que cierto. La pregunta que amerita el momento, antes de clausurar la reflexión, es: ¿fue lo único?

El interrogante es valioso porque puede resultar útil no solo para descifrar lo que pasó, sino, sobre todo, para pensar lo que podría ocurrir en el futuro. Era sabido que debajo de la superficie existía lava en ebullición. Como consecuencia del trauma 2020/2021, no se produjo la explosión que muchos calculaban. La gente no tenía más fuerzas para pelear. Su estructura psíquica resultó tan golpeada que eligió poner la escasa dosis de energía que le quedaba en sanar. Cada uno a su manera y como le resultara posible. Con mayor o menor dosis de éxito, la gran mayoría se puso en esa frecuencia intentando dejar el duelo atrás.

La estrategia elegida fue “irse de la realidad”, aunque ese truco funcionara solo por fragmentos cortos de tiempo. Inevitablemente, la vida se vive en ese territorio de lo concreto y lo tangible, que se había vuelto oscuro, opresivo, incierto y desgastante. Lo que se produjo fue una implosión silenciosa. Como una bomba de profundidad, fue desgarrando parejas, familias, amigos, personas, proyectos, sueños, arraigos, ilusiones.

Nuestras investigaciones cualitativas realizadas por sociólogos y antropólogos en conversaciones grupales de dos horas de duración detectaban la existencia de un colectivo social al borde del quiebre emocional. Si hubiera que rescatar algunas de las tantas frases textuales que hoy adquieren más relevancia, podríamos citar las siguientes: “Esto así no va más”, “el país es un caos”, “hay que pasar de página”, “estamos cada vez peor, como en una espiral descendente” y aquella que, con escepticismo y fastidio, señalaban los jóvenes: “Somos la generación que no va tener nada”.

La angustia se mitigaba con el consumo porque, como justificaban muchas personas, “si no te das un gusto, vivís triste”. Ese carácter ansiolítico era exacerbado por la desmadrada inflación y las sucesivas devaluaciones. En su rol de consumidores lo tenían muy claro. Afirmaban que “el argentino perdió la fe en ahorrar”, mientras en simultáneo aconsejaban, como viejos luchadores de mil batallas: “No dejes para mañana lo que podés comprar hoy”.

Qué harían los individuos con ese magma emocional resultaba algo confuso, vidrioso, opaco. Las señales que enviaban eran contradictorias. El interrogante nos acompañó durante los últimos dos años. Admitía hipótesis, con suerte probabilidades, de ningún modo certezas.

Una y otra vez nos preguntamos: ¿de qué modo manifestarían los argentinos el torrente de sentimientos que los desgarraba por dentro y que se mantenía oculto en la sufriente intimidad? Ahora ya lo sabemos.

El espíritu de los tiempos

Los filósofos alemanes acuñaron dos concepciones que pueden ser muy útiles para comprender en profundidad lo que está ocurriendo en estos momentos en nuestro país. Johann von Herder (1744-1803) desarrolló inicialmente el concepto de volksgeist, o “espíritu del pueblo”, para indicar rasgos propios e inmutables de cada nación que se transmitían de generación en generación y que habitaban el inconsciente colectivo manifestándose a través de múltiples expresiones, como el lenguaje, la poesía, la historia o el derecho.

En su obra Ideas para una Filosofía de la Historia de la Humanidad, publicada en cuatro volúmenes entre 1784-91, decía: “Puesto que el hombre nace de una raza y dentro de ella, su cultura, educación y mentalidad tienen carácter genético. De ahí esos caracteres nacionales tan peculiares y tan profundamente impresos en los pueblos más antiguos que se perfilan tan inequívocamente en toda su actuación sobre la tierra”

Sería el famoso George Friedrich Hegel (1770-1831) quien, amparándose en esa concepción, la llevaría hacia una idea capaz de identificar corrientes y flujos de sentido dinámicos, antes que manifestaciones estáticas. Él creía que todo estaba en constante movimiento: la vida individual, la naturaleza, la sociedad, la historia. Y que por ello había un determinado clima, atmósfera, ambiente social, artístico y cultural en cada época que operaba como una fuerza invisible moldeando el devenir de los acontecimientos porque “el individuo es hijo de su tiempo”. Hegel sería el principal impulsor de ese concepto bautizado como el zeitgeist, o espíritu del tiempo. Es decir, ese espíritu del pueblo, pero en un determinado momento histórico.

Si hubiera que definir, entre varias, algunas de las características de nuestro volksgeist o espíritu del pueblo, aun a riesgo de simplificar demasiado, me atrevería a señalar nuestra condición ciclotímica y pendular. Persiguiendo el legendario mito fundante de país rico que nos acompaña desde comienzos del siglo XX, pero que dejó de verificarse en la práctica hace décadas, vamos de un extremo al otro moviéndonos a tientas entre los escombros que nuestra inconsistencia va dejando a su paso. Invadidos por una tristeza que coquetea con la depresión, son demasiados los que tienen una visión distópica del presente. Algo fácilmente evidenciable en expresiones como: “El país está destrozado”, “esto ya no tiene arreglo”, o estamos viviendo “en situación de posguerra”.

Es en este marco estructural donde hay que decodificar el zeitgeist, o espíritu del tiempo, de este tiempo, nuestro tiempo. Esa vibración que atraviesa secretamente el alma uniendo con un hilo escondido lo que a simple vista aparece como una conjunción de fragmentos inconexos y que, por definición, condiciona pensamientos y conductas.

Dejaré esa definición en el registro sensible de Sil Almada, la directora de Almatrends, que lo detectó precozmente en uno de los tantos focus groups que realizamos para auscultar el humor social: “La Argentina me duele”. De una u otra manera, desde hace más de dos años, los argentinos vienen repitiendo como un latiguillo esas tres palabras letales. La apatía era solo un mecanismo defensivo para poder sobrevivir, pero resultaba incapaz de tapar aquello que se volvía incontenible. Sí, había y hay hartazgo, bronca, enojo, Pero esos sentimientos están cruzados por una lacerante tristeza que abreva en la sensación de abandono y orfandad en medio de la deriva, la falta de horizonte y la inexistencia de futuro. La impotencia vulnera, debilita, y agobia hasta destruir la esperanza. Por todo eso, el signo de los tiempos entiendo que está definido, sobre todo, por aquello que lastima, que hace llorar, que angustia, en esencia, que duele.

El dólar blue tenía un valor de $520 el 14 de julio de este año, un mes antes del lunes post-PASO. El viernes cerró a $720, un 38% más. Las consultoras económicas más prestigiosas ya están calculando que la inflación que venía en un régimen del 7% promedio mensual pase a uno del 10% en los próximos meses, como mínimo. Las proyecciones para 2023 se movieron del 110/120% al 170/180% anual. El mercado de consumo masivo, es decir, los productos de alimentos, bebidas, cosmética y limpieza, tiene hoy un tamaño 10% menor que hace 11 años. Como la población crece más del 1% por año, estamos hablando de una caída en el consumo de lo más básico del 22% per cápita en 11 años. Podría caer entre 1 o 2% adicional este año. Ese es el escenario optimista, “si todo sale bien”.

Es como un diluvio sobre una inundación. Más fragilidad económica, que potencia la vulnerabilidad social y martilla sobre la herida emocional. La tensión entre deseos y posibilidades se agudizará. La complejidad, que ya era demasiada, ahora está creciendo de manera exponencial. Será necesario tener templanza, sensatez, agudeza y velocidad de reacción. En palabras de otro de los grandes filósofos alemanes, Immanuel Kant (1724-1804), predecesor del citado Hegel y considerado uno de los padres del pensamiento racional moderno: “Se mide la inteligencia de un individuo por la cantidad de incertidumbres que es capaz de soportar”.

La gente es consciente de lo delicado de la situación. Cree que 2024 será igual o peor que este año, que “2025 es inimaginable” y que “arreglar esto va a llevar años”. Dice que “el ajuste habrá que hacerlo porque es inevitable”, pero a la vez sostiene que “el cinturón ya no tiene más agujeritos” porque “hace años que nos venimos ajustando”.

Una porción relevante de los argentinos, sintiendo que ya no tienen mucho más por perder, fue a votar gritando en silencio y, en una actitud extrema, resolvió apretar el botón rojo para resetear el sistema. No es que desconocen el riesgo, es que es tanto el dolor que decidieron correrlo. Entramos en terreno desconocido.

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