BARCELONA.- Hace apenas tres años, Túnez era celebrado como el único caso de éxito en las transiciones nacidas de la Primavera Árabe. Sin embargo, bajo la superficie de unas lustrosas instituciones democráticas, hervía un creciente malestar por el incumplimiento de las promesas de prosperidad hechas durante la Revolución de 2011.
En las elecciones de 2019, Kais Said, un político independiente con fama de íntegro, fue elegido presidente con un apoyo de más del 70%. Aunque algunos alertaron ya entonces de su populismo, nadie esperaba un descenso tan rápido y profundo hasta los infiernos de una autocracia con ribetes racistas.
En el verano de 2021, Said dio un inesperado golpe de timón. Esgrimiendo una dudosa -por no decir fraudulenta- lectura de la Constitución, se arrogó plenos poderes y suspendió las labores del Parlamento. Harta de una clase política ineficiente, la mayoría de la sociedad aplaudió lo que no dejaba de ser una especie de “autogolpe”.
En lugar de reformar el país para “acabar con la corrupción”, Said fue concentrando poderes en sus manos y desmantelando instituciones independientes, como el órgano rector de la judicatura.
Al verano siguiente, sin consultar a ningún actor político, aprobó una nueva Constitución, y unos meses después celebró unas elecciones legislativas que registraron un récord negativo de participación: solo el 11% de la ciudadanía acudió a las urnas.
El creciente desapego popular responde a la misma raíz que deslegitimó a sus predecesores: una situación económica cada vez más delicada, que ahora ya incluye la escasez cíclica de algunos productos básicos, como el arroz, la harina o el aceite. El país lleva meses negociando un paquete de rescate con el Fondo Monetario Internacional para evitar una suspensión de pagos.
La situación económica de Túnez fue uno de los asuntos que centró la reunión de cancilleres de la Unión Europea celebrada el lunes pasado en Bruselas. A la salida del cónclave, Josep Borrell, máximo responsable de la diplomacia europea, señaló a la prensa el riesgo de “colapso del Estado” en Túnez, lo que podría provocar “flujos migratorios hacia la UE y comportar una inestabilidad en la región”. El secretario de Estado de Estados Unidos, Anthony Blinken, se expresó dos días después en términos parecidos.
Desde la revolución de 2011, Túnez lleva más de una década con un déficit público anual de alrededor del 10%, lo que disparó su deuda hasta superar el 90% del PBI. De hecho, necesita la ayuda europea para costear la importación de cereales, dado que sus suministradores no se fían de sus compras a crédito.
El gobierno tunecino ya firmó un preacuerdo con el FMI, pero éste pide garantías de que el país cumplirá sus compromisos, como sucedió en el pasado. Hasta ahora Said no apoyó el acuerdo públicamente, tampoco lo hizo el poderoso sindicato de la UGTT.
Derechos y obsesiones
Mientras algunos analistas le exigen a Occidente que condicione la ayuda al respeto de los derechos humanos, en Bruselas, obsesionada con la migración irregular, se debate cómo abordar el “problema tunecino”. Según fuentes europeas, le pidieron a las monarquías petroleras del Golfo que arrimen el hombro para rescatar al país, pero se negaron.
Ante el sombrío panorama, Said recurrió a una estrategia clásica: la represión de la oposición y la creación de un chivo expiatorio. Hasta finales del año pasado, los arrestos de disidentes se habían producido con cuentagotas y, en general, se respetaba la libertad de expresión.
Pero en febrero las autoridades arrestaron a una veintena de personas, en su mayoría políticos de la oposición, pero también algún activista e incluso el propietario de la principal radio del país, crítica con Said.
La principal acusación que pesa sobre ellos es de “rebelión”. Said ya advirtió a los jueces que absolverlos sería convertirse en “cómplices de su crimen”.
Por si no bastaba, en declaraciones públicas abrazó las tesis de sectores neonazis europeos con una pequeña adaptación: habría una “conspiración” para provocar un cambio demográfico en el país y sustituir su población árabe por “hordas de migrantes subsaharianos”. Poco importa que ésta no llegue a sumar 50.000 personas en un país de 12 millones, es decir, menos del 1%.
Los días siguientes, miles de subsaharianos sufrieron sus consecuencias: palizas a manos de turbas, expulsión de sus hogares o de sus trabajos. Varios países, como Costa de Marfil, optaron por fletar vuelos charter para repatriar a sus atemorizados nacionales.
La administración se esmeró luego en matizar sus postulados racistas en un país que fue un imán para los estudiantes universitarios francófonos y los tratamientos médicos en el continente africano. Pero el daño ya estaba hecho. Otro despropósito más en un país que se va hundiendo en el odio y la pobreza sin que se entrevea todavía una esperanza hacia un camino mejor.
Fuente: La Nación. Ver nota completa.