Los argentinos llegarán a las urnas en medio de una crisis de salud mental. Este hecho es una novedad de tal magnitud que ha transformado a la sociedad en una especie de caja negra. Las señales aparentemente erráticas, ambiguas, contradictorias y difusas que nos llegan a través de sus palabras, sus conductas, sus consumos y, sobre todo, sus silencios no hacen más que confirmar el carácter encriptado de sus mensajes. Abordamos la primera definición del proceso electoral, prácticamente, “a ciegas”.
En nuestra última investigación cualitativa del humor social nos encontramos con un cuerpo colectivo de brazos caídos. Un joven de clase baja nos dijo: “Estoy desmotivado. El esfuerzo que hagas no sirve para nada. ¿Qué siento? Ansiedad y depresión”. En el otro extremo de la pirámide social y etario, un adulto de clase alta decía: “Siento impotencia y desánimo”. Una mujer de clase media manifestaba tener, frente a tantas dificultades, “tristeza y angustia”. Una estudiante universitaria se sentía rodeada de “incertidumbre, sin poder saber qué va a pasar con todo”. Un adulto profesional concluía: “Estamos estancados, sin certezas, sin confianza, con mucha desesperanza”.
Si no comprendemos en profundidad lo que pasó, no podremos dilucidar el complejo entramado de lo que ocurre y mucho menos proyectar lo que podría suceder en el futuro próximo. Los modelos de análisis del pasado tienen un punto ciego que les impide calibrar con precisión el sentido de los acontecimientos actuales. Por más que estresemos las analogías, este tiempo no se parece a nada que hayamos vivido. Es simplemente inédito. ¿Por qué? Porque el trauma que vienen de atravesar las personas en 2020 y 2021 no es comparable con ningún otro. Subestimar este suceso negando o minimizando sus implicancias afectivas más íntimas implica desconocer algunas de las lecciones fundamentales de los padres de la psicología.
El filósofo, psicólogo y neurólogo francés Pierre Janet (1859-1947), quien fue uno de los pioneros en el estudio de los desórdenes mentales y emocionales, definió el trauma como “el resultado de la exposición a un acontecimiento estresante inevitable que sobrepasa los mecanismos de afrontamiento de la persona”. Esta definición inicial coincide con la de otro pionero francés en la materia, el neurólogo Jean Martín Charcot (1825-1893). Charcot ejerció una gran influencia sobre Freud y es considerado uno de sus maestros. Él definió el trauma como un hecho “angustioso e inevitable, cuyos efectos sobrepasan la capacidad de afrontamiento de quien los hubiese vivido”.
Herida oculta
Nótese que en ambos casos se habla de algo oscuro y atemorizante a lo que se enfrentan las personas o los grupos sociales, que las desborda, que las supera y que no puede frenarse ni contenerse. La palabra trauma deriva del griego y significa originalmente “herida”.
En su famoso Diccionario del uso del español, María Moliner lo define, justamente, como un “choque o impresión afectiva que deja una huella profunda y duradera en la subconsciencia”.
Esta idea de la herida oculta, que no se observa en la superficie, pero que efectivamente existe y condiciona el pensar, el sentir y el actuar, es la que rescata la arqueóloga y catedrática española Almudena Hernando en su reciente compilación Trauma, herencia, palabra y acción colectiva, ensayo publicado en febrero de este año. Sugiere allí que el propio Freud “establecía una analogía entre la arqueología y la labor del psicoanálisis, pues ambas disciplinas se dedican a desenterrar capas ocultas del pasado”. Distingue en su texto los traumas personales de los colectivos, pero encuentra entre ellos un gran punto en común: la existencia de experiencias que no se pueden procesar y que por ello se ven impedidas de poner en palabras, resultando “indecibles” y quedando los hechos “alojados para siempre en sótanos subterráneos de la mente sufriente”.
La psicoanalista argentina Mariana Wikinski desarrolló otro de los textos de la compilación. Plantea allí como definición estructural que “el trauma no es el acontecimiento, sino su inscripción en el psiquismo”. Por ende, frente a los mismos hechos, los matices y las particularidades de las implicancias se abren en ramificaciones difíciles de rastrear, de modo que “la magnitud del impacto no es universalmente medible”. Es decir, la articulación entre lo uno y lo múltiple, el todo y las partes, las partes y el todo se torna extremadamente compleja de visualizar. Por eso hoy auscultar a la sociedad argentina se ha vuelto una tarea de extrema complejidad.
Wikinski vuelve sobre la idea de los primeros estudiosos de las experiencias traumáticas cuando afirma que “quizás el trauma sea pura perplejidad, ausencia o insuficiencia de recursos psíquicos para asignarle significación a aquello que nos ocurre”. Justamente, lo que lo define es su condición de inesperado e inmanejable, su impronta avasallante, su capacidad de shock. Dice que “el trauma irrumpe, es siempre un corte en la cadena de significación”, y deja al sujeto sin posibilidades de procesarlo, metabolizarlo, incorporarlo. Frente a su ocurrencia, “se produce la rotura de la membrana psíquica protectora, y al aparato psíquico no preparado se lo inunda, atentando contra su organización y rompiendo el equilibrio con el que funcionaba hasta ese momento”.
Puede argumentarse con razón que en este caso el acontecimiento traumático no solo fue grupal, sino también global. Es tan cierto como que el efecto paliativo de esa fisonomía tiende a ser menor. El sufrimiento es individual. Que también les haya ocurrido a buena parte de los seres humanos de todo el mundo lo pone en contexto, pero no aplaca sus consecuencias.
Obviar o soslayar el trauma 2020/2021 simplemente porque la amenaza se logró conjurar hace ya dos años o porque también afectó a millones de otros es, en mi opinión, un peligroso error analítico. Especialmente cuando atendemos otro de los conceptos que describe Hernando: “Cualquier nuevo trauma puede reactualizar traumas anteriores”. En un país de crisis cíclicas como el nuestro, este no es un hecho menor. Hay demasiados traumas en nuestra historia que pueden reactivarse, como para tratar livianamente el tema. Hay excesivos fantasmas siempre dispuestos a ser convocados.
Hay demasiados traumas en nuestra historia que pueden reactivarse, como para tratar livianamente el tema. Hay excesivos fantasmas siempre dispuestos a ser convocados.
Esta perspectiva se convalida no solo con las evidencias cualitativas que venimos relevando con nuestros focus groups, sino también con los indicadores cuantitativos que releva el Observatorio de Psicología Social de la UBA. En su último informe sobre el estado psicológico de la población argentina, realizado en diciembre de 2022, sobre una muestra de 2295 entrevistas con representatividad nacional, se presentó un resultado alarmante: el 12,3% de la población argentina presenta riesgos de padecer un trastorno mental grave.
El indicador surge de relevar 27 variables críticas que se tomaron de un reconocido modelo internacional para la evaluación sintomatológica psíquica. Si quisiéramos mensurar el impacto de ese trauma 2020/2021, aun sabiendo que les estamos exigiendo a los números algo que no pueden terminar de medir, bastaría con señalar que ese riesgo de trastorno mental grave era del 4,8% en marzo de 2020. De ahí en más, nunca bajó. Se creía que el 10,2% de octubre de ese año había sido el pico, pero no. La salud psíquica de los argentinos está hoy aun peor que en aquel entonces.
Crisis de sentido colectivo
El 76% de la población dice tener problemas de sueño y el 50% manifiesta estar atravesando una crisis económica. Algo que no llamaría tanto la atención en el actual contexto de 116% de inflación interanual y de una pérdida de ingresos mensuales en las familias de clase media del 50% entre 2017 y 2023, medido en dólares blue. Resulta mucho más llamativo que el 43% diga sufrir una crisis vital. Es lo que, desde la perspectiva más sociológica, venimos registrando en W y Almatrends, como una emergente crisis de sentido colectivo donde la pregunta de muchos individuos ya no es “¿por qué?”, sino “¿para qué?”.
La carencia de horizonte y de entusiasmo, la falta de imaginario de futuro deviene en la apatía, que puede observarse y medirse. De hecho, hoy la registran la mayoría de las encuestas. Otra consecuencia evidente podemos hallarla en las conductas de evasión que operan como mecanismo defensivo. Entre ellas, la más saliente es el consumo exacerbado de bienes y servicios orientados al bienestar –desde recitales y la cancha hasta restaurantes, boliches, cines y teatros–, que se consolida como un ansiolítico para mitigar la angustia. Este patrón de comportamiento se explica más fácilmente cuando se conoce que el 23% de las personas dicen recibir algún tratamiento psicológico y el 43% sostienen que no lo hacen, pero afirman ser conscientes de que lo necesitan.
Es decir que el 66% de la población, 2 de cada 3 habitantes, siente la necesidad de un respaldo profesional para trabajar sobre el malestar que experimenta.
Como datos complementarios, tiene sentido repasar los siguientes: el 21% toma medicamentos para aplacar la ansiedad; el 20%, para dormir; el 16%, para relajarse; el 14%, para mejorar su estado de ánimo, y el 12%, para calmar sus nervios.
Habiendo incorporado en el marco analítico la existencia del trauma y sus agudas consecuencias, vale la pena leer con atención lo que Almudena Hernando señala en su ensayo como mecanismo de elaboración y sanación de este tipo de experiencias de shock que atraviesan y desgarran la emocionalidad. “La resolución pasa por conseguir que aflore lo que quedó escondido en los sótanos ocultos del edificio de la conciencia, lo que hasta ahora no fue posible decir ni se pudo compartir, y pasa también por la solidaridad colectiva”.
Cabe preguntarse entonces: ¿será esto lo que dirán las urnas el próximo domingo? ¿Podrán finalmente hablar los ciudadanos enmudecidos a través de los hechos? ¿Cuál será el mensaje de la sociedad postrauma? ¿Quién habrá logrado interpretar e interpelar sus sentimientos y deseos más íntimos que esperaron este momento callados, escondidos, guardados bajo siete llaves en el cofre de su dolor?