Tras el impacto por el fuerte apoyo a Milei, qué se puede esperar de la institucionalidad del país

Se han producido las elecciones primarias que dan cuenta de las preferencias de la población con miras a la próxima elección presidencial. El propósito de estas líneas es analizar si los fuertes cambios que parecen avecinarse tendrán algún impacto en la largamente debilitada institucionalidad de nuestro país. Y entiendo que ese análisis es especialmente pertinente, pues el candidato que más votos recibió, Javier Milei, prácticamente no se ha pronunciado acerca de cuestiones fundamentales.

Por ejemplo, si gobernará buscando conformar mayorías en el Congreso o recurrirá a los llamados “decretos de necesidad y urgencia”, si intentará influir indebidamente –como estamos acostumbrados a que suceda- en la conformación y funcionamiento del Consejo de la Magistratura, si dejará a los magistrados que actúen de acuerdo a sus convicciones, especialmente en causas de corrupción que puedan afectar a su propio gobierno, si dará prioridad a llenar las vacantes existentes en la Corte Suprema, en el cargo de procurador general y defensor del Pueblo, entre otras.

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Dicho análisis debería empezar señalando esta preocupante realidad. Hasta hace muy poco, el nivel de confianza que las instituciones han generado en la población ha sido muy bajo, si lo comparamos con el de otros países de la región, como Uruguay, Colombia o Brasil. Y esa preocupación debería ser mayor si advertimos que en la medición de desconfianza hacia los partidos políticos, la Argentina se encuentra relegada prácticamente al último puesto, según el Informe 2021 de Latinobarómetro, en el que, como factor relevante, se menciona “la proliferación de candidatos populistas, la atomización de los movimientos y la baja confianza en las instituciones de la democracia”.

Desconfianza en las instituciones

Una pregunta que desde hace años ronda mi cabeza es si la desconfianza en las instituciones es porque la gente descree de su funcionamiento o, más ominosamente, de las virtudes de las instituciones como tales, con lo cual la desconfianza hacia ellas vendrá siempre añadida como algo natural.

Para decirlo de manera más simple, una cosa es no estar satisfecho con la manera en que los restantes poderes han buscado limitar al Poder Ejecutivo para evitar autoritarismos. De ser así, el problema pasa más bien a ser uno de “nombres y apellidos”.

Sin embargo, temo que nuestra larga crisis se debe a algo mucho más serio: descreemos de que sea realmente bueno limitar el desempeño de los gobernantes. De ser así, la desconfianza estaría dirigida ya a esa supuesta virtud (que de tal no tendría nada), y lo que sucedería es que desconfiamos del esquema mismo por el cual las instituciones supuestamente existen. Éstas no cumplirían una función útil. La equivocación consistiría en haberlas engendrado.

Si la última opción fuera la correcta, la siguiente pregunta es por qué durante mucho tiempo una identificable mayoría de individuos (los que descreen de esa alegada virtud de la división de poderes), puede haber preferido ser conducida por un partido o por determinados políticos que claramente rechazan los beneficios de la distribución del poder.

La combinación de factores, como la creciente pobreza, escasa educación y un muy efectivo “relato”, pueden explicar por qué en los últimos 30 a 40 años el Partido Justicialista y el kirchnerismo supieron asegurarse un “piso” de votantes nunca inferior a un 20 a 25 por ciento.

Hay mucha gente que genuinamente y de buena fe ha pensado que con otro partido en el gobierno perderían hasta lo poco que tienen. Pero los apoyos al populismo y a su ejercicio del poder descontrolado no se han limitado sólo a esa franja de la población.

Conveniencias particulares

Con independencia de lo que muchos proclaman en conversaciones privadas, ha habido una razón de conveniencia individual en apoyar a políticos cuyas virtudes republicanas son nulas, porque en el fondo “con él (o ella) en el poder, me va bien”. Y aquí habría que diferenciar a aquellos que con su conducta o permisión a medidas poco equitativas obtienen un beneficio que no los convierte en beneficiarios de un delito, ni el acto provoca un enriquecimiento del funcionario que los prefirió. Piénsese, por ejemplo, en un ministro de Cultura que, teniendo un determinado presupuesto asignado para el fomento de actividades, lo dirige a “amigos”, con un discutible criterio de merecimientos y equidad. El beneficiado podrá suponer que él (o ella) era realmente “merecedor” de ese apoyo traducido en fondos públicos, y podrá argumentar que la partida asignada a “cultura” estaba ya predeterminada, por lo que la población en general no se ha visto afectada por ese acto estatal.

El problema con estos actos de cierta venalidad que históricamente beneficiaron a amigos, pero que no conllevan enriquecimiento del funcionario, es que han sido los menos. Y temo también que, respecto del particular beneficiado, haberse sabido cómplice de un delito y aceptarlo porque “la mía está”, aun cuando la obra o servicio público de que se trate se haya visto indebidamente encarecido, no solo no ha sido un obstáculo para que ese funcionario reciba el apoyo del particular en las siguientes elecciones, sino que es en verdad su fundamento.

Para continuar con este menú de preocupaciones, es claro que la institución que podría haber distinguido unos supuestos de otros, la Justicia, padece igualmente de una crisis de confianza. Y otra vez, no sabemos si ello se ha debido a una cuestión de nombres, o a que hay una muy importante franja de la población a la que poco o nada le ha interesado que algo cambie.

Las elecciones de este domingo no permiten predecir con certeza qué ocurrirá con nuestra debilitada institucionalidad, aunque el hecho de que el partido gobernante haya tenido un desempeño muy pobre es claramente una buena señal. Sería realmente deseable que, dentro de las razones tenidas en cuenta para castigar al Gobierno, la falta de institucionalidad haya sido una de relevancia.

Lo sabremos cuando efectivamente asuma un partido de otro signo político y, o bien la venalidad de los funcionarios desaparezca o, si ello no sucede, las instituciones encargadas de sancionarlos actúen con premura y decisión. Y terminaremos de entusiasmarnos si, de suceder esto último, ello se deba no sólo a que han actuado buenos jueces, sino además a que una mayoría de la población considere que exactamente eso es lo que correspondía hacer.

El autor es abogado constitucionalista

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