Si de coraje y valentía se habla, el apellido de Larminat lo tiene marcado a fuego y, en ese sello, Cecilia “Titi” lleva en su sangre esa estirpe guerrera. Mientras recorre su campo en la estepa neuquina, al pie de la Cordillera de Los Andes y observa los chiguancos, benteveos, tucúqueres y churrinches; esta ingeniera agrónoma de 51 años recuerda, por cuentos, la historia de su abuelo Santiago, un joven inmigrante francés que fuera un pionero de la Patagonia, allá por principios del siglo XX.
Todo comenzó cuando en 1909 de Larminat llegó a la Argentina, con 19 años, y con una maleta llena de ilusiones y desafíos. Tras un breve paso por Buenos Aires, Córdoba y Mendoza, el joven continuó más al sur en busca de tierras vírgenes, donde afincarse, “incluso llegó a caballo hasta Santa Cruz”.
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Así comenzó la historia de la familia en la Argentina. Cuando arribó a Junín de los Andes se enamoró del lugar y, luego de conseguir un crédito, compró la estancia Cerro de los Pinos y se instaló. Fue cuando decidió escribirle a su hermano mayor para que se venga a este maravilloso país que lo había acogido.
Poco duró su estadía porque una vez enterado de que en Europa se había declarado la “Gran Guerra” decidió volver y luchar por su Patria lejana. Dejó su campo en manos de un encargado, partió rumbo al Viejo Continente y una vez finalizada la contienda regresó a Neuquén.
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“No llegué a conocerlo porque se murió dos años antes de que yo naciera, pero mis tías me decían que me hubiese llevado muy bien con él. Si ahora nos cuestan hacer las cosas en la Patagonia, imaginate lo que era antes. Era un tipo muy inquieto y trabajador, hizo la casa, los corrales, los galpones. No había nada, entonces debía abastecerse solo. Hacía con las manzanas silvestres chicha y criaba ovejas Merino, entre otras cosas”, cuenta a LA NACION la productora.
Allí creció Bernardo, padre de Titi y, si bien su vida giraba alrededor del campo, cuando se desató la Segunda Guerra Mundial quiso ser protagonista y participar como soldado voluntario de los Aliados defendiendo a Francia y en contra de Hitler.
En 1941 partió a Canadá al centro de entrenamiento de la Real Fuerza Aérea para pilotos de combate, donde recibió su instrucción de vuelo como piloto de caza: “Nunca antes se había subido a un avión”.
Tras cinco años surcando los cielos en un Spitfire, combatiendo sin tregua con cazas alemanes, donde tuvo que realizar varias maniobras para salvarse, sintió que era tiempo de regresar a su Patagonia. “Mi padre era muy intrépido y muy corajudo. Después de la guerra, conoció a mi madre, María Inés ‘Manina’, también hija de franceses, con quien se casó y tuvieron 10 hijos. Yo era la menor de todos, a la cola de todos los más grandes. Mis hermanos siempre me dicen que cuando yo nací, mi padre estaba más blando, menos rígido”, detalla, entre risas.
Como buenos hijos de inmigrantes europeos, la vida de la familia era muy austera, donde el trabajo era casi una costumbre, con vacaciones de verano en un campo en Tierra del Fuego, donde todos ayudaban en las tareas rurales. “Era austero, muy trabajador y cuidando siempre no gastar demás, sin lujos, donde las vacaciones eran en un puesto de un campo en la veranada de Tierra del Fuego, en medio de la cordillera de los Andes”, describe.
La infancia y la adolescencia de Titi fue siempre en el campo, en Río Negro y en el partido bonaerense de Tornquist: “Ahí comencé la primaria en una escuela rural. Luego continué unos años de colegio en Bahía Blanca y, cuando mi padre compró un campo en Neuquén, nos mudamos y terminé el secundario en Zapala”.
La vida rural la atraviesa de punta a punta. Fue su padre el que día a día le fue transmitiendo sus enseñanzas. Con mucha nostalgia, todavía recuerda las charlas eternas, sentados frente a la cocina económica esas tardes de crudo invierno. “Mi abuelo y mi padre amaban el campo. No recuerdo a mi padre pasando más de tres días en una ciudad. Eso lo heredé”, rememora.
Casi por decantación pero con una gran convicción, Titi decidió estudiar agronomía en la Universidad del Comahue. Ya recibida, aunque su idea fue regresar al campo familiar, su padre le planteó que vaya a tomar experiencias en otros lugares. Así conoció en 1996 a Ignacio Corti Maderna (p), que la llevó a la cabaña Las Lilas, en Pasteur a hacer una pasantía.
“Recibíamos terneros de programas de distintos productores para clasificar y caravanear. Estuvo muy bueno y conocí mucha gente. Luego pasé por un trabajo de doma racional con Martín Hardoy y después sí papá me dijo que era tiempo de que regrese a casa. Fue una gran experiencia que se la valoro”, describe.
Con los años, se instaló en un campo, cerca de Las Lajas, a 50 kilómetros del paso fronterizo Pino Hachado y allí formó su familia. “Es un campo ganadero, que tiene un régimen de lluvia muy escaso, solo 300 mm anuales, entonces sí o sí se requiere regar para tener pasturas. Mi familia arrancó con vacas de cualquier raza y color. Y fuimos unificando con la hacienda que mejor resultado nos da. Dejamos de producir ovejas por los problemas con los perros salvajes que llegan del pueblo”, expresa.
Dice que heredó la rectitud, la honestidad, la franqueza y la frontalidad de su antecesores y eso la llena de orgullo. Entre tantas cosas, su tiempo se combina con labores de rutina campera, como ir a la manga, levantar un alambrado, partear vacas, arrear hacienda, arreglar caminos por si hay un incendio y poder llegar rápido al lugar y, con su rol de madre, como llevar a su hija a la escuela todos los días al pueblo de Zapala.
Hace un tiempo, sumó una nueva actividad a su vida: la observación de aves. “Soy pajarera. En 2014, comencé a hacer cursos y me encantó. Empecé a formar parte de un club de observadores de la zona y a sacar fotos. Luego, en plena pandemia, con un grupo de chicos que estaban encerrados y aburridos, empezamos a juntarnos en la semana por Zoom para que cuenten los pájaros que habían visto. Hoy hay 120 chicos de Sudamérica en esto de la observación de los pájaros, es de manera virtual y sigue creciendo. Se llama pajareritos argentinos y es increíble lo que se logró”, asegura.
Y, como si fuera poco, poniendo como bandera el espíritu combativo de su apellido, se metió en la dirigencia gremial: “La Rural de Neuquén siempre fue un espacio muy propio para mí. Siempre íbamos, no a exponer, y comencé a formar parte de la comisión directiva hace 20 años por lo menos. Y este año me toca ser presidente de la entidad”.
“El aporte que se puede hacer es mucho. Uno puede tener dos formas de encarar la realidad que vive: una es despotricando contra lo que pasa y criticando; y otra es tratar de involucrarse de donde uno puede para aportar algo, lo que sea, aunque sea su voz. Los productores tenemos un problema que nos cuesta juntarnos. Es lógico, porque cada uno está en sus cosas y es difícil. Pero creo que la única manera de que la gente que no es de campo conozca lo que pasa en el campo es estar ahí tratando de acercar la ciudad al campo. Siento que representando al sector puedo aportar mi mirada, armar equipo, con más gente que se involucre. Por ahí va la cosa”, agrega.
Con la templanza de una “mujer ya hecha”, Titi es una persona feliz y se imagina su futuro. “Quiero seguir haciendo lo que me gusta, con honestidad, tratando de mantener lo que me dejaron mis padres. Eso es importante, por el esfuerzo y sacrificio que ellos pusieron. Llevo muy adentro este lugar. Quiero poder seguir saliendo afuera y disfrutar la naturaleza. La vida está hecha de momentos y si no te dás cuenta de eso, se te pasó la vida y no disfrutaste nada”, finaliza.