¿Para qué necesita asesor un presidente, si tiene ministro?

En los libros de texto más elementales, la relación entre el presidente de una nación y su ministro de Economía se describe de la siguiente manera: el presidente plantea los objetivos y el ministro elige los instrumentos más adecuados para alcanzarlos. El primero fija el “qué”, el segundo el “mejor cómo”. No se trata de una conversación única, porque el ministro podría encontrar la imposibilidad de satisfacer los objetivos de manera completa, o pedirle al primer mandatario que puntualice las prioridades cuando, en función de los instrumentos disponibles, algunos objetivos entran en conflicto con otros. Pero nada de esto explica por qué un presidente necesita un asesor en materia económica, teniendo un ministro a cargo del área.

Sobre el tema conversé con el húngaro William John Fellner (1905-1983), quien migró a Estados Unidos en 1938. Enseñó en la Universidad de California, en Berkeley, entre 1939 y 1952, y en Yale, entre 1952 y 1973. En 1969 presidió la Asociación Americana de Economía (AEA). Era partidario de la intervención estatal solo en depresiones profundas y, en todo caso, para disminuir la amplitud del ciclo económico, por lo cual Irma Adelman lo calificó de keynesiano prudente. Lo entrevisté porque entre 1973 y 1975 integró la troika que dirigió el Consejo de Asesores Económicos (en inglés, CEA), en las presidencias de Richard Milhous Nixon, y Gerald Rudolph Ford.

–El CEA fue creado en 1946, como parte de la ley de empleo. ¿Cuál fue la idea?

–Cuando en 1996 se cumplieron 50 años de existencia del Consejo, en su reunión anual la AEA le dedicó una sesión de la cual surgieron un par de ideas básicas: 1) el CEA es una consultora muy especial, porque tiene un solo cliente: el presidente de la Nación, y 2) la principal labor del CEA consiste en elaborar memos en menos de cinco horas, porque en dicho lapso, en Washington, una idea loca se transforma en un proyecto de ley. ¡Y no estoy exagerando!

–De manera que el CEA no hace pronunciamientos públicos.

–Aunque interactúa con el secretario del Tesoro y el presidente del Sistema de la Reserva Federal. Al respecto, cabe citar un episodio ocurrido en 1984. Entre 1982 y 1984 el CEA fue presidido por Martin Stuart Feldstein, durante la presidencia de Ronald Reagan, episodio que Paul Anthony Samuelson describió así: “Feldstein quedará inscripto en las columnas de anécdotas de los libros de historia, por haber llevado a un nuevo nivel la práctica de frenar en público el impulso de la propia administración. Contradijo abiertamente al secretario del Tesoro, Donald Thomas Regan, cuando éste sostuvo que las elevadas tasas de interés no tienen nada que ver con el colosal déficit estructural del presupuesto. Sus actitudes molestas le hicieron un beneficio al país. Regresó a la cátedra con menos dinero, pero su capital humano es mayor”. A raíz de su postura fue tapa de la revista Time.

–En Estados Unidos el rol de asesor presidencial está institucionalizado. En otros países, ¿también existe?

–Piense en el suyo, de Pablo. Rogelio Frigerio asesoró al presidente Arturo Frondizi (durante el primer semestre de la gestión fue secretario de Relaciones Socio-económicas y luego fue asesor). Frigerio y Álvaro Carlos Alsogaray mantuvieron muchas discusiones, pero probablemente no durante la presidencia de Frondizi, por una suerte de división del trabajo: Frigerio se ocupaba de cuestiones estructurales, Alsogaray, de la coyuntura.

–¿Algunos otros ejemplos dignos de mención?

–En la presidencia de Juan Carlos Onganía existieron disputas entre Roberto Roth, secretario general de la presidencia, y Adalbert Krieger Vasena, ministro de Economía de la Nación. En Estados Unidos, Harry Lloyd Hopkins, asesor del presidente Franklin Delano Roosevelt, y en Inglaterra, Alan Arthur Walters, asesor de la primera ministra Margaret Hilda Thatcher.

–Pasemos a la sustancia. ¿Para qué necesita un presidente un asesor económico, si tiene un ministro de Economía?

–Por razones entendibles y de las otras. Comencemos por las primeras: la realidad es bastante más complicada que los libros de texto, por lo cual es entendible que un presidente de la Nación quiera comprender qué es lo que le está proponiendo o explicando su ministro de Economía. Claro que le puede pedir al propio ministro que le aclare las dudas, pero muchos optan por tener una segunda o una tercera opinión. Lo cual es totalmente justificado, porque si la política económica pudiera diseñarse de manera mecánica, bastaría con poner todos los datos en una computadora. Pero, por definición, es imposible modelar la incertidumbre, y la realidad siempre es incierta.

–Un ministro de Economía puede sentirse molesto por esto.

–Tiene que bancársela, porque el primer “cliente” de la política económica que quiere llevar adelante es su jefe, el presidente de la Nación. Al cual, con su accionar, no solo le tiene que mostrar idoneidad, sino también lealtad.

–Usted mencionó que puede haber otras razones para demandar asesoramiento presidencial.

–Sí, que el presidente desconfíe de su ministro de Economía, por falta de idoneidad o segundas intenciones. Cuando esto ocurre, lo único que puede suceder es un desastre.

–¿Por qué no lo reemplaza por un ministro que sea capaz y de su confianza?

–Porque no siempre puede, pero esto de que desde la presidencia de la Nación se van a corregir los errores que se cometen en el Palacio de Hacienda es una utopía.

–Más allá de las personas, hay una diferencia fundamental en el funcionamiento de los roles de asesor y de quien ejerce una responsabilidad ejecutiva.

–Efectivamente. Henry Kissinger explica una asimetría que existe cuando un ser humano trabaja como asesor, que desaparece cuando labora como presidente, ministro, etcétera. Los asesores nunca son penalizados por alertar contra cosas que no ocurrieron, pero sí por no haber alertado contra cosas que efectivamente ocurrieron. Ergo, en defensa de sus puestos de trabajo, son especialistas en listar los posibles riesgos de cada acción, y en no descartar nada: el salto devaluatorio, la hiperinflación, etcétera. Si después no ocurre, pueden decir que debería haber ocurrido.

–El presidente de una Nación, como su ministro de Economía, no actúan con la lógica del asesor, sino con la del decisor.

–Así es, lo cual implica que operan sin red. Sabiendo que la vida es problema contra problema, y que en la práctica nunca se tienen todos los datos como para decidir en condiciones de certeza. Por lo cual, en última instancia, y una vez que el presidente de la Nación terminó de escuchar a sus asesores, se junta con su ministro de Economía para responder el único interrogante que importa: “Y entonces, ¿qué hacemos?”.

–Don William, muchas gracias.

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