A mediados del siglo pasado, comienza a imponerse una estructura corporativa, que ya había mostrado sus dientes, varios años antes, en 1930.
Desde la década de 1940, más precisamente, el país pasa a ser demandante de un creciente proteccionismo, de un nivel de gastos y subsidios y demás excesos, bajo la presión de grupos de intereses, so pretexto de lograr mayor equidad. Por tal razón, se recurre a una irresponsable emisión monetaria; y la inflación consecuente pasa a promover luchas distributivas. Comienzan, entonces, a funcionar las “coaliciones distributivas”, como describe el Premio Nobel en Economía, Mancur Olson, quien sostiene que el desarrollo resulta de la posibilidad de quebrar organizaciones corporativas orientadas a intereses sectoriales.
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Para peor, el sistema político no alienta el “voto-opinión”, comprometido con la articulación de demandas y formación de decisiones, sino que promueve el “voto-intercambio”, es decir el clientelar, donde los electores esperan beneficios del aparato político, con la ilusión de que la entrega de su apoyo va a volver con favores personales o sectoriales.
En el corporativismo argentino, el Estado se ubica como un padre distribuidor de beneficios a determinados grupos: empresarios que crecen merced al proteccionismo, sindicatos con miembros cautivos, empleados estatales en empresas de resultados inciertos, colegios profesionales que obligan a las personas a trabajar través de ellos y, más generalmente, a cualquier asociación alejada de la competencia.
En nuestra democracia, las decisiones gubernamentales están guiadas por patrones asociados al ejercicio del poder vinculados a intereses de grupo. Los grupos de interés tratan de influir en las decisiones del poder político, mediante presión o persuasión, propiciando políticas que los benefician, con argumentos que ellos publican como favorables al bien común.
La cadena agroindustrial no es ajena a ello. Una mirada a la cadena -donde el que dispara la producción es el eslabón primario, por llamarlo de alguna manera- permite entender la disparidad de intereses que existen dentro de ésta, tanto privados como gubernamentales.
Un caso paradigmático es el de los derechos de exportación (retenciones), una fenomenal herramienta de redistribución de ingresos en desmedro del eslabón primario y a favor de otros.
Al brindarle cuantiosos recursos, no hay duda de que estos impuestos favorecen la acción del Ejecutivo. El problema reside en que el productor primario suele centrar su atención en ello, pero, tiende a dejar pasar los intereses que detentan otros eslabones.
Todo derecho de exportación beneficia, arbitrariamente, a determinados agentes de la cadena. Aunque en ocasiones, se presente como una comunidad de intereses comunes, la realidad es distinta. El concepto de cadena agroindustrial no expresa un interés general y compartido, porque dentro de ella existen intereses encontrados.
Un gobierno, por ejemplo el actual, puede tener intereses diferentes a los de la cadena. El famoso lema “cuidar la mesa de los argentinos”, que se ha usado para justificar la implementación de estos derechos, es simplemente una hipócrita posición que es revelada al público como favorable a la equidad, cuando en rigor es un castigo a la producción, lo que a la larga tiende a incrementar la pobreza.
No es fácil descubrir las razones ocultas en cada grupo de presión y en el gobierno. La demanda de transparencia es una cuestión prioritaria. Pero, además, es vital focalizarse en la distribución de los ingresos. Este es el desafío.
El autor es economista