El comercio internacional es hoy solo una porción de la globalización económica. La actual globalización comenzó con el crecimiento de los intercambios de bienes, fue completada por la emergente inversión extranjera directa, a lo que se sumaron flujos de financiamiento productivo trasnacional, intercambios de servicios e intangibles y -finalmente- la confección de ecosistemas de relacionamiento integral de empresas. Esto último ha generado una interacción adicional: las telemigraciones (personas trabajando a escala global desde donde fuere).
Una consecuencia de ello es que son cada vez mayores los intercambios digitalizados de valor no computados por estadísticas (“non monetary economic digital flows”).
Desde la perspectiva productiva está teniendo lugar un fenómeno adicional. Hace unos lustros, lo que había sido mero comercio comenzó a mudarse hacia las cadenas globales de valor, pero éstas se han transformado ya en redes en las que las empresas no solo se contactan en un mero proceso de manufacturación incremental sino que se relacionan de modo sistémico, multidisciplinario, integral y permanente. Convergen en materia tecnológica, coordinan estándares de calidad, alinean su performance corporativa más allá de la calidad del producto (la “legitimidad empresaria”).
Ahora bien: hemos llegado ya a una nueva instancia. La digitalización de todo ha creado un nuevo escenario, el de la interconexión de productos.
Una tendencia en ciernes comienza a desafiar a los actores internacionalizados: el comercio suprafronterizo no solo vincula empresas, proveedores, trabajadores; sino que conecta productos.
Antes, las interconexiones se daban en el medio del proceso productivo pero ahora se dan en el final y hasta después de esos procesos. Automóviles conectados con satélites tomando y generando información, alimentos vinculados con bases de datos informando sus características, mascotas anunciando a través de tags su paradero, commodities que dejan de serlo porque -a través de blockchain- exhiben su condición cualitativa, prendas de indumentaria que detectan anomalías en la salud de sus usuarios y envían datos a un centro de control, aparatos de internet móvil (antes llamados teléfonos) informando de cada paso de nuestra vida para fines múltiples (salud, vinculación afectiva, eficiencia en la movilidad, compras, etc.). El 50% de las conexiones a internet mundiales se hace entre dispositivos sin intervención de humanos.
La “ultraconexión” internacional ya no se da solo entre manufacturadores, prestadores de servicios, inversores, trabajadores, comercializadores: ahora se produce entre los propios productos finales. Algunos llaman a esto la “nanoeconomía”.
Este fenómeno crea dos exigencias. A los participantes en las cadenas de producción, a prepararse para los requisitos relativos a aquel bien final al que se dirigen (las cadenas de valor están -por eso- más integradas: ya no son cadenas, son plataformas). Y a los países, a generar entornos macroeconómicos y regulativos apropiados para la innovación, la interacción y la inversión.
Un enorme desafío se presenta para la mejor inserción externa argentina. Ya no se tratará solo de mejorar alguna estructura de costos, facilitar cierta inteligencia comercial o acompañar empresas a otros países. La diferencia entre lo interno y lo externo es cada vez menor porque lo interno es cada vez menos interno.
La ultraconexión global es un juego que exige atributos diferentes.