Como otras veces en el pasado, la Argentina acaba de tocar fondo. Pero 2023 es un tocar fondo de otro orden. Aunque la crisis económica y social del cuarto gobierno kirchnerista es generalizada, estructural y, al mismo tiempo, urgente, el callejón sin salida que hoy enfrenta la Argentina no vino por ese lado sino por el lado de la crisis política. Pero ahora la política no entró en crisis por un estallido de gobernabilidad al estilo 2001 sino por la aparición inesperada y rutilante de un fenómeno que se cocinó a fuego lento. Hace apenas diez días, el triunfo de Javier Milei rompió el marco ideológico moral que se había vuelto naturaleza. Con 63 por ciento de pobreza infantil, el salario real en una caída que no se conoció antes en gobierno peronista, un Banco Central sin reservas y una inflación que coquetea con una híper, una pregunta se impone: ¿cómo podía la sociedad navegar estas aguas sin turbulencias? ¿Cómo es que la Argentina no estalló? La crisis posterior a las PASO es, en realidad, un estallido por derecha, y por la colectora de las ideas.
El efecto final es la puesta en discusión de una jerarquía de creencias y valores que dio forma a la democracia en los últimos cuarenta años, aún durante el menemismo, cuando se mantuvo vivo como su Némesis. De la crisis social y económica en la plaza pública en 2001 a la caída estridente de la superioridad moral de una matriz ideológico valórica establecida y de las coaliciones políticas que pretendieron representarla. El triunfo de Javier Milei es la mecha que enciende la hoguera de las vanidades morales.
Del kirchnerismo a JxC, de la superioridad moral a la culpa
La impugnación es de amplio alcance: no solamente va contra la gestión del oficialismo gobernante como en 2001. También contra la oposición, de izquierda a derecha. Pero sobre todo, va contra la lógica misma del sentido común que distribuyó superioridades político morales por izquierda y pudor y culpas por derecha.
El túnel que conecta a Milei con Kirchner
Al kirchnerismo lo interpela por la superioridad moral que se arrogó, que dividió a la sociedad en progresistas buenos por un lado y capitalistas malos, por el otro. A la centro derecha de Juntos por el Cambio, por la tibieza de su revuelta moral que no logró desactivar la culpa por derecha en la gestión de Cambiemos, con Mauricio Macri a la cabeza. El efecto Milei es la puja simbólica por la inversión de esa jerarquía de buenos y malos. La cantidad de votos que obtuvo resultó la carta de ciudadanía que faltaba para hacer visible su pretensión moral. Para la política que puja por el poder, el voto popular es la bendición que se desea y a la que se teme. Al que la logra, se lo respeta, y se lo teme.
“El populismo no funciona desde la macro y desde la moral”, ha dicho Milei. Para el libertario, la puja moral lo atraviesa todo, desde la economía a los temas sociales. A la histórica superioridad moral con la que se autopercibe el ideario de izquierda, Milei le responde con la falta de culpa a la hora de atribuirle idéntica superioridad a las ideas más liberales y de derecha. A la justicia social y la igualdad de la izquierda, Milei le responde con la superioridad moral de “las ideas de la libertad”. “La superioridad moral del capitalismo” es el título de una de sus conferencias.
La falta de víctimas reales en la plaza pública, ese drama tan diciembre 2001, no hace menos grave esta crisis. Por un lado, porque las muertes también marcan estos nuevos tiempos: en esta crisis, las vidas no se pierden en la represión estatal de la plaza pública sino en la violencia privada de la delincuencia que opera en la periferia del conurbano inseguro o en la retirada estatal que no logra contener los crímenes del mercado privado del narco. Toda crisis engrenda sus muertes.
Por el otro, y sobre todo, porque el cimbronazo de lo establecido alcanza a los cimientos de las concepciones abrazadas como legítimas, indiscutibles y moralmente superiores. El tocar fondo que llega como coletazo del estrellato de Milei es ése: nada humano le es ajeno, ni el déficit y la emisión monetaria, una disputa clásica del debate político argentino, nacido en el menemismo, ni la educación y la salud pública. Ahora, además, Milei habilita una nueva agenda, impensable antes, para la disputa: la venta de órganos, la portación de armas, la privatización sistémica de la escuela y la salud pública.
En el fuego de esa hoguera mileísta arden todos, desde el kirchnerismo y la izquierda más extrema hasta el liberalismo posible de Juntos por el Cambio. Inclusive también, paradójicamente, el libertarianismo de Javier Milei. En la hoguera de las vanidades, la sociedad vota en modo purga, y esa impugnación es transversal. Muestra su mejor cara cuando desactiva los aparatos políticos institucionalizados que habilitaron triunfos endémicos o que buscaron victorias electorales por la mera posesión de la maquinita del poder.
En las PASO, un ejemplo claro lo representó la derrota de la dinastía Posse en San Isidro, después de cuarenta años en la intendencia, primero con el padre, Melchor, con cinco mandatos consecutivos; luego su hijo, Gustavo, con seis mandatos seguidos y este año, con la pretensión de perpetuarse con la nieta, Macarena, que perdió. Del otro lado del mapa político, en Tigre, Malena Galmarini: el dispositivo de poder clientelar y político, efectivo hasta no hace mucho, que desplegó para quedarse con la intendencia no le dio resultado y también salió derrotada.
Se terminó por el momento la tersura del simulacro. La gobernabilidad del “como si”. El fin de la sociabilidad política que polariza pero que no pisa del todo al otro porque entre bueyes no hay cornadas. La sociedad está en estado de purga generalizada que lo desautomatiza todo, hasta lo impensado. Milei es el que la vio y mejor interpretó esa ola. En un punto, también contribuyó a darle forma.
La superioridad Milei
El juego de la puja político moral tiene sus riesgos. Para Milei, el riesgo es que su pretensión de superioridad moral sólo puede ejercerse por fuera del sistema. Su problema es el destino inexorable de todo político antisistema, o el dilema del auto nuevo, o del político recién estrenado: que una vez que sale de la concesionaria de la anti casta para empezar a rodar por las calles del poder, pierde valor. Es decir, la bienvenida al cielo de la casta. La elección de viejos nombres de la economía menemista para diseñar la política económica de un eventual gobierno es el signo más evidente de la merma que implica para Milei sus chances de volverse efectivamente poder.
El otro riesgo de la pretensión moral es que es extrema, se juega al todo o nada. Pero esta semana quedó claro que la cercanía del poder, y su ejercicio, es lo contrario, la negociación interminable para encontrar un punto que evite que todo resulte efectivamente nada. Cada promesa emblemática y extrema de Milei, quedó relativizada: de “dinamitar” el Banco Central a tocar sólo el “cosito” de la emisión; de ajustar el Estado a echar sólo a los empleados políticos. Un teorema de Baglini revisitado y recargado: la hora de la moderación que no espera a después de asumir sino que llega aún antes de ganar las elecciones.
La carta que puede jugar Milei con más éxito es la de la falta de pudor. Eso lo hermana con el menemismo: su potencia constructiva para modificar la sensibilidad de una época y su falta de conciencia de la mirada condenatoria del otro político y social, los dos, “lo menemista” y el mileísmo, por los mismos carriles de la realización individual.
A Milei le pesa un pecado parecido que cometió Cambiemos entre 2018 y 2019: tomar decisiones económicas, como el endeudamiento con el FMI, con la certeza incomprobable de que renovarían el mandato. Milei sueña un horizonte de varias generaciones de gestión para que su visión ideológico moral se concrete. Una ensoñación a la altura de su pretensión moral. O quizás, simplemente, una astucia para alejar la demanda de definiciones de políticas públicas que pueden hacer mella a la identidad antisistema.
Kirchnerismo agotado
Al agotamiento de un ideario, el kirchnerista, que se pensó elevado y naturalmente hegemónico ahora le sigue su caída y el surgimiento de una competencia más feroz de lo que se pensaba, el mileísmo. El kirchnerismo se debilita como resultado de la misma polarización que generó: deificó el mal en una oposición de centro derecha institucionalizada y ahora se encuentran con un mal antisistema que se atribuye el bien sin vueltas.
El kirchnerismo sigue cometiendo el mismo error: dar por descontada la verdad moral de su visión ideológica. De ahí nace la reducción del fenómeno Milei al efecto voto bronca, como si sólo tuviera un contenido emocional pero no un sentido ni emocional ni ideológico. El Estado como enemigo y el esfuerzo individual es el ideario que Milei consolidó en estos años: el voto bronca es también propositivo en ese sentido, contrario al ideario kirchnerista.
La marcha en defensa del Conicet convocada, entre otros, por el ministro de Ciencia, Daniel Filmus, con apelaciones a simbología partidaria, es un rasgo de esa pretensión moral, que se apropia de la legitimidad de un reclamo. O la Secretaría de Derechos Humanos kirchnerista que sigue esquivando violaciones de derechos humanos de nuevo cúneo. O el Ministerio de las Mujeres, Género y Diversidad, que no se compromete en tiempo y forma con un femicidio político en el Chaco.
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La pretensión moral de la izquierda, desde la izquierda de Myriam Bregman y Nicolás Del Caño a Juan Grabois y los movimientos piqueteros, también quedó cuestionada: ocupan la calle como si fueran dueño de una legitimidad moralmente superior pero en las urnas quedan a la intemperie de su representación real: mínima.
La poca plata que demandó la campaña de Milei muestra que es una época la que se expresa, más allá de los esfuerzos del marketing de la política por conducir esas tendencias. O mejor dicho, es una época que languidece y otra que pelea por nacer. Todo está por verse.