La economía global ha transitado un período de drásticos cambios en los últimos años. Pandemia de Covid e invasión rusa a Ucrania mediante, la inflación alcanzó el año pasado su mayor nivel en cuatro décadas en la mayoría de las economías del mundo. Luego de varios años de tasas de interés ultra bajas (financiamiento barato), para contrarrestarlo, los bancos centrales iniciaron un período de endurecimiento de la política monetaria a nivel global (subas de tasas), que ya se ubica entre los incrementos del costo del dinero más rápidos de la historia contemporánea.
¿Por qué (nos) fue tan complejo anticipar este incremento de la inflación y, por lo tanto, la reversión abrupta de las condiciones financieras? “Es difícil hacer predicciones, especialmente del futuro”, reza una frase que se atribuye (quizá de manera apócrifa) al físico danés Niels Bohr, padre de la física cuántica y Premio Nobel en 1922. Lo cierto es que la aceleración inflacionaria que experimentó el mundo no fue consecuencia de un fenómeno unívoco, sino el resultado de una conjunción de factores que incluyeron shocks de demanda, de oferta y tendencias estructurales.
Es posible, al menos, detallar cinco motivos que actuaron simultáneamente:
Las políticas monetarias laxas y fiscales expansivas de los años previos y, en particular, durante la pandemia, que, sin duda, generaron un caldo de cultivo para disparar la inflación ante un desajuste de expectativas.Asimismo, la propia pandemia generó, en particular durante su salida, cuellos de botella y tensiones en las cadenas globales, que provocaron escasez de oferta y desacople con la demanda, presionando los precios al alza.La guerra en Ucrania, además, gatilló otro shock de oferta ante el encarecimiento de los precios de los alimentos y la energía (dos componentes centrales de cualquier canasta de consumo).También fueron relevantes los bajos niveles de desempleo en buena parte de las economías desarrolladas, producto de los años de crecimiento previo y la retracción de oferta de trabajo durante la pandemia, que han generado en varios países una trasmisión de salarios a precios superiores a la media.Y, por último, la transición energética, que genera en el corto plazo algunos desbalances en el mercado de fuentes energéticas alternativas, mientras la oferta y demanda se acomodan, presionando a los precios.
Todos estos avatares en la economía mundial, con la inflación y la suba de tasas de interés en el centro, no deberían desenfocar los desafíos que enfrentará el mundo en los próximos años, de carácter estructural y de mediano y largo plazo. En este escenario, sobresalen cuatro tendencias a considerar:
Los cambios geopolíticos en cursoLa citada transición energéticaLos cambios demográficos, junto a los movimientos migratorios y los nuevos mercados laboralesLos desarrollos tecnológicos en curso, como la inteligencia artificial
Con respecto al primer punto, los cambios geopolíticos, cabe decir que a los economistas en ocasiones nos gusta poner motes simplistas a fenómenos complejos porque sintetizan un concepto, aunque a veces a costo de un reduccionismo injusto. Este es el caso de las alteraciones que desataron la guerra en Ucrania, dando lugar a conceptos como “desglobalización”, “reglobalizaciòn”, “slowbalización”, “nearshoring” o “friendshoring”, por citar algunos. Lo cierto es que los números concretos, por ahora, no reflejan una retracción evidente del comercio global. En todo caso, de ocurrir, no obedecería a la guerra, sino a fenómenos previos, como la crisis financiera global de 2008, desde la cual es posible observar una contracción en los flujos comerciales globales. El debate de fondo es si el mundo se enfrentará o no a un trade-off (disyuntiva) entre eficiencia económica (a sabiendas de que el escenario óptimo consistiría en producir libremente a nivel internacional en aquellas geografías en las que las condiciones de competitividad por producto fuesen superiores) y seguridad (nacional, sanitaria, climática).
Según un estudio del FMI, el costo de una eventual fragmentación geopolítica global podría bordear el 2% del PBI global, pero otros estudios ubican este impacto sensiblemente por encima, hasta el 10%. La concepción de un mundo completamente fragmentado, en rigor, se deduce poco plausible. En este sentido, un estudio de McKinsey demuestra que cada región del mundo requiere importar de otra región al menos un 25% de un insumo crítico para desarrollarse con normalidad.
La transición energética, el segundo aspecto a abordar, conlleva otro campo de debate intelectual a nivel mundial, en particular a raíz de su impacto sobre la economía global. Existe un consenso generalizado en que no hay otra opción que encarar con urgencia el desafío que plantea el cambio climático. Algunos especialistas sugieren que en el corto y mediano plazo esto genera desfasajes que están detrás de la aceleración inflacionaria observada en los últimos años. Más allá de ello, es evidente que, de querer hacer frente con éxito a este desafío, el mundo se enfrentará a una necesidad de inversión acuciante.
Para cumplir los objetivos del Acuerdo de París y mantener la temperatura por debajo de los 2ºC y aproximarse a 1,5ºC, las emisiones de gases de efecto invernadero deben reducirse prácticamente a la mitad en 2030 y ser cero neto en 2050; lo cual acarrea cambios importantes en la economía.
Un estudio realizado por el International Institute of Finance conjuntamente con McKinsey estima que serán necesarios unos US$9,2 billones al año hasta 2050 para cumplir el objetivo de París (unos US$3,5 billones más de los US$5,7 billones que se invierten actualmente). En el período 2021-2050 sería un total de US$275 billones. Ello implica que la contraparte de esta mayor necesidad de inversión deberían ser mayores niveles de ahorro o mayor tasa de interés en el futuro, así como cualquier combinación de ambas.
En paralelo avanzan los cambios demográficos, los fenómenos migratorios y los nuevos mercados laborales. Está claro que el mundo desarrollado tiende a envejecer aceleradamente. Esta cuestión, junto al bono demográfico del que aún disfruta una buena parte de los países en vías de desarrollo, y sumado a las diferencias en PBI per cápita a favor de los desarrollados, genera una combinación propicia para potencialmente observar grandes fenómenos de migración en los próximos años o décadas. Por ejemplo, el ingreso por habitante de los países más grandes de Europa supera en 10 veces a los del norte de África (US$34.000 contra US$3000 per cápita). La distancia entre ambos continentes, conviene recordar, es de solo 14 kilómetros en el estrecho de Gibraltar. Esto se suma a un mercado laboral cuya oferta de trabajo se ha estrechado desde la pandemia, por una conjunción de factores que abordan el comienzo del retiro laboral de la generación “baby boomer” o las políticas migratorias restrictivas de los últimos años en países centrales, tales como Estados Unidos e Inglaterra.
Para completar el panorama, el mundo se encuentra a las puertas de cambios tecnológicos que podrían modificar radicalmente el escenario económico global. El más popular, sin lugar a dudas, es la inteligencia artificial. ¿Qué sabemos hasta ahora de su efecto sobre la economía? Solo poseemos la certeza de que alberga el potencial de incrementar sensiblemente (tal vez, exponencialmente) la productividad.
La Primera Revolución Industrial se orquestó gracias a la introducción de la tecnología en aquellos procesos industriales que, hasta aquel entonces, habían estado realizándose de forma manual. La llegada del telar mecánico en el siglo XVIII supuso un cambio trascendental, no solo por el aumento de la eficiencia en los procesos (la productividad en la industria textil se incrementó unas 40 a 50 veces), sino también por la necesidad que comenzaba a surgir de especializar los puestos de trabajo. Es cierto que la introducción del telar mecánico generó desempleo en el muy corto plazo. Sin embargo, tres décadas después, el empleo directo e indirecto en el sector se había incrementado en un 4400%, aumentando también la eficiencia y el bienestar de los trabajadores en general.
¿Qué da como resultado esta combinación de tendencias geopolíticas, demográficas, migratorias, laborales, climáticas y tecnológicas a las que se enfrentará el mundo en los próximos tiempos? Si alguien le dice que lo sabe, desconfíe. Aunque ello no debe frustrarnos por hacer el intento de anticiparlo lo mejor posible. En palabras de Woody Allen: “Me interesa el futuro porque es el sitio donde voy a pasar el resto de mi vida”.
Lo que está claro es que asistiremos a un mundo de redes (económicas, tecnológicas, geopolíticas y sociales) de creciente complejidad, interacciones simultáneas y en tiempo real, con potenciales impactos asimétricos y shocks (positivos y negativos) de difícil anticipación. Todo esto requerirá de mucha coordinación y diálogo entre gobiernos, organismos reguladores, empresas y sociedad civil. Una vez más, la capacidad de adaptación, la versatilidad y el trabajo en equipo serán la clave para marcar la diferencia. Porque como decía el escritor francés Anatole France, “el futuro está oculto detrás de los hombres que lo hacen”.
El autor es economista jefe global de Grupo Santander y profesor de Macroeconomía de la UBA