Como bien dijo Luis Landriscina en sus palabras de despedida a Omar Moreno Palacios; “hablaba de lo que sabía”, pues en lo que tiene que ver con la Difunta los que saben son los fieles, los que creen en ella. Aquellos que cuando ya no había más nada para esperar, confiaron en su intercesión ante Dios para aliviar la angustia que su cruz les provocaba.
Como también dijo Ricardo Rojas, en sus tiempos, “al gaucho poco le importa si se lo considera existente o no”; le llamen como le llamen, desde la lupa de observación que sea. De la misma manera, hay millones de personas que veneraron y veneran a la Difunta Correa.
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Las fechas son un tanto inciertas, por lo que, para no equivocarnos, podríamos decir que la Difunta Correa murió en octubre de 1841, otros afirman que fue en 1830. Lo cierto es que murió en épocas muy lejanas para un país tan joven como el nuestro, y desde esa muerte empezó a surgir esa figura amada por la gente.
Nuestras guerras, nuestros desencuentros hicieron muchas víctimas, víctimas inocentes que lo única que querían era vivir en paz con sus seres queridos. Nada más. Cuando las circunstancias de la vida dejaron a la Difunta sin su padre y sin su marido a quien habían llevado obligado en una leva, ella cruzó los desiertos de San Juan para estar con su esposo, llevando a su hijo que amamantaba. Era una mujer bella, joven y conocedora de la zona, pero al andar escapando o por lo menos evitando ser vista, más las angustias que padecía, seguramente la obligaron a descuidar algunas prevenciones. Además estaba sola con su criatura y algunas cosas, pues no estaba para llevar peso.
Ella sufrió un martirio inimaginable antes de entregar su alma a Dios, pues era una mujer muy creyente en Cristo y la Virgen María; sufría la sed, el desgarro de sus pies y sus piernas por las espinas y vegetales muy ásperos. Las piedras de los cerros nada ayudaban, el sol implacable, las sombras inexistentes, nada para aliviar su agonía, además la preocupación horrorosa que le provocaba su inminente muerte y el desamparo en el que se vería su hijo lactante.
La voluntad de una madre es acaso la fuerza más grande de la condición humana, pero cuando la naturaleza dice basta, es basta, y al fin murió la Difunta Correa. Dicen que buscó la sombra de un algarrobo, pues esa sombra en esos lugares es como la esponja de vinagre que le dieron a Cristo Crucificado en sus labios sedientos. Fue sombra al menos para el niño.
Gente lugareña, arrieros, gente de a caballo la encontraron a ella y su hijito amamantándose de su resiente finada madre. ¿Puede haber un cuadro más conmovedor para aquellos rudos paisanos de aquellos tiempos donde, por lo áspero de la vida, lo primitivo del vivir de aquellos criollos, la presencia de un niño pequeño era sagrada? Muchos centros tradicionalistas gauchescos de hoy, rinden a caballo en multitudinarias manifestaciones criollas, su amor a la Difunta Correa.
Al poco tiempo de su muerte, un arriero recibió de la Difunta Correa un milagro al encontrar unos animales que se le habían perdido, materializado mucho tiempo después la construcción de la primera capillita, que todavía existe, en el santuario de la Difunta Correa, en Vallecito, departamento Caucete, San Juan. Así empezó el gran fenómeno de la Difunta.
Tanto la Provincia de San Juan como la Iglesia se han portado bien con la Difunta Correa y su pueblo Creyente. Los científicos hablan de leyenda, creencia y culto, pero para un sacerdote que vivió en Vallecito esas palabras no estaban bien para Deolinda Antonia Correa. Fue de carne y hueso, un personaje de la historia.
Esta nota se publicó originalmente el 14 de junio de 2021
Fuente: La Nación. Ver nota completa.