LONDRES.– La coronación de un rey, sobre todo cuando se trata de un monarca británico, es un acontecimiento muy fuerte de naturaleza política. Por su propia índole, ese episodio representa un mensaje destinado a transmitir la determinación del nuevo soberano y las intenciones de su país de mantener su rango a nivel internacional. Por definición es, además, un suceso histórico que se repite pocas veces en un siglo. En los últimos 100 años hubo solo cuatro coronaciones: Jorge V, en 1910; Eduardo VII y Jorge VI, en 1936, e Isabel II, en 1953.
Por eso es que el acceso de Carlos III al trono de Inglaterra es mucho más que una fiesta popular que sirve para regocijar a sus súbditos y multiplicar las ganancias de los vendedores de souvenirs. Los británicos menores de 70 años vivirán este sábado la primera coronación de su existencia y serán los testigos de un momento fundador.
Con frecuencia existe cierta tendencia a olvidar que el aparato y los fastos de las grandes ceremonias nacionales existen para subrayar la esencia política del acceso al poder de un monarca que –sin expresarlo de esa manera– ejerce una función protectora.
Ese principio es particularmente fuerte en un país como Gran Bretaña, donde ceremonial y constitución forman parte de un solo cuerpo fundacional. “En ausencia de constitución escrita, son los juramentos que presta el monarca durante su coronación que determinan los principios de gobernanza”, interpreta Ian Bradley, profesor emérito de historia cultural en la Universidad de Saint Andrews y autor del trabajo referencial God Save the King: The Sacred Nature of the Monarchy (La naturaleza sagrada de la monarquía).
Los dos primeros juramentos que formula un monarca durante la coronación, redactados por el arzobispo de Canterbury remontan a la época del rey Edgar el Pacífico en 973. Cuando jura, el nuevo rey se compromete a respetar ese texto y a hacer respetar los principios cardenales de justicia y compasión.
El tercer juramento, de orden religioso fue varias veces revisado a través de la historia. Carlos hubiera querido una formulación más tolerante de la responsabilidad que lo designa como “Defensor de la Fe” y guía suprema de la Iglesia Anglicana. Hijo de un hombre que nació ortodoxo griego, hubiera preferido la fórmula “protector de todas las creencias”, pero solo el Parlamento está autorizado a introducir esa enmienda.
Como compensación, en las diversas etapas de la ceremonia el monarca será acompañado -por primera vez- por cuatro pares del reino, miembros de la Cámara de los Lores, de confesión musulmana, hindú, judía y sij. Cada uno de ellos será el encargado de aportar al monarca las insignias de su poder real: la toga, el anillo, los brazaletes de sinceridad y sabiduría, y el guante. Es precisamente en ese momento fundamental que el símbolo reviste una fuerza inigualable de unificación y refundación.
El contexto político e histórico de esta coronación reviste una importancia excepcional porque sobreviene en un momento dramático de la historia de Europa que pone en peligro los equilibrios internacionales y suscita las peores inquietudes sobre la precaria estabilidad mundial que garantiza la paz desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
Carlos III no puede hacer gran cosa para cambiar el rumbo de los acontecimientos porque el soberano británico ejerce funciones simbólicas sin ninguna capacidad legal para determinar la política del país ni para ejercer una influencia en el terreno diplomático. Desde el siglo XVII el poder político está en manos del Parlamento y, por extensión, del primer ministro. En ese marco estrecho, con el correr de los siglos, el soberano se convirtió en una suerte de padre de la patria que garantiza la unidad del país e inspira la confianza necesaria para mostrar que la corona se ocupará de la seguridad de la población.
Aunque Carlos III no puede decirlo en público, sus consejeros del palacio de Buckingham sugieren en voz baja que el principal objetivo del monarca consistirá en promover la reconciliación del país seis años después de las turbulencias y desgarros provocados por el Brexit, las amenazas de desunión que amenazan al Reino Unido por las tentaciones separatistas de Escocia, Gales y Ulster (Irlanda del Norte) y los riesgos de una rápida descomposición del Commonwealth que conserva los últimos restos coloniales del imperio.
La figura protectora del monarca quedó más que nunca en evidencia durante la Segunda Guerra Mundial. En esos años negros, para demostrar que la familia real compartía la tragedia de la población, Jorge VI -el padre de Isabel II- se negó a abandonar el país y casi a diario recorría las ruinas de Londres, devastada por los ataques aéreos nazis.
Otro momento de enorme comunión entre el monarca y su pueblo se produjo tras la tragedia del 16 de octubre de 1966 en la ciudad galesa de Aberfan, donde un aluvión sepultó una escuela, provocando la muerte de 144 personas, entre ellos 116 niños. La soberana acudió al lugar de la tragedia, visitó la escuela, recibió a los padres a puertas cerradas y -por último- recorrió las calles céntricas en medio del silencio desgarrador de una población desconsolada que solo tenía fuerzas para derramar un río de lágrimas.
Hace siete meses, cuando sepultaron a la reina, ese episodio resurgió en el recuerdo popular como el momento que mejor ilustraba la empatía de la monarca con su pueblo.
Después de reflexionar su misión durante 70 años, mientras esperaba el momento de ascender al trono, Carlos parece tener en claro por qué camino marchará en busca de su destino.