Para el ejercicio propuesto se necesita solo papel y lápiz. Y entonces, de acuerdo con los propios ingresos y las propias posibilidades se le pide a cada lector que anote un número uno y la cantidad de ceros que desee. En la anotación dirá 10.000, 100.000, 1.0000.000 o más aún. La siguiente consigna es poner el signo pesos delante. Y, luego, contestar la pregunta: ¿qué haría con ese monto de dinero?
El segundo ejercicio es algo más sencillo: solo hay que colocar el signo dólares delante de aquel número y contestar la misma pregunta. Si se miran las respuestas al primer desafío, lo más probable es que se observará que la mayoría compraría moneda de Estados Unidos o, en caso de no poder acceder a ella, adelantaría la compra de algún bien. Respecto del otro punto, es muy probable que las contestaciones se aproximen a la opción de guardar esos dólares o a la de invertirlos fuera del país. Más allá de algunas excepciones, seguramente por ahí andará la cosa.
Para mantener el juego, bien podría continuar la saga y reflexionar el lector sobre otros interrogantes. ¿Qué haría si fuese el dueño de la máquina de imprimir billetes, en una campaña presidencial en la que no habrá magia macroeconómica, pero sí estará la posibilidad de llegar al votante con dinero en efectivo mediante planes sociales o subsidios? Y una más: ¿Mantendría el presupuesto de la administración pública en un año electoral con un ajuste de 60%, tal como está hoy estipulado, con una inflación que es prácticamente el doble?
Quizá las respuestas de la gran mayoría coincidan o, por lo menos, sean cercanas. Entonces, a repasar. Los que tienen pesos, corren a dólares, y si no los pueden comprar, pues van por bienes. Los que tienen dólares, no los cambian. Mientras, el Gobierno emite para financiar el gasto público, que se hace difícil de recortar en un año electoral o para sostener la campaña y sus candidatos. Pues bien: cada una de esas medidas son inflacionarias.
Dicho de otro modo, en medio de un aumento generalizado de precios que coquetea con la hiperinflación, el Gobierno tiene en marcha más un plan inflacionario que uno para bajar el nivel de suba de precios. Y a eso se le suma la conducta de millones de personas que, como pequeños agentes económicos aterrados de ver cómo se devalúan sus ingresos y como cada mes son más pobres, corren a algún refugio que les permita alguna certidumbre. Un combo perfecto en un período de elecciones, en el cual la incertidumbre es la moneda que corre. La actual gestión termina en poco más de 7 meses (230 días exactamente) y no asoma una sola medida antiinflacionaria. Demasiado tiempo para no hacer nada pero, a la vez, muy poco tiempo para intentar medidas con un efecto rápido.
Reflejo de los tiempos que corren, el blue y los dólares financieros vienen alcanzando valores récords en los últimos días.
La Argentina está sumida en un tránsito de meses en los que la inflación se consolidó por arriba del 100% anual. Solo un recuerdo que no es menor. A principios de 2007, cuando Alberto Fernández era jefe de Gabinete del presidente Néstor Kirchner, el gobierno intervino el Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec). El 2006 había terminado con una inflación de 9,8%, apenas por debajo de los dos dígitos, un nivel que asustaba al entonces presidente. Los datos de enero y febrero de 2007 hacían suponer que en el año el índice superaría el temido 10%.
Entonces, se decidió la intervención del instituto, con el desembarco del caricaturesco secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno. Fue el inicio de una colosal manipulación de cifras, datos e indicadores que duró hasta 2015 y que en aquel primer año hizo que el índice de precios al consumidor arrojara un 8,5% en la medición oficial. Claro, los estadísticos rebeldes y las consultoras privadas que mantuvieron sus mediciones, estimaron el dato en un 26,2%. Fue la consolidación de la mentira como política de Estado y el inicio de un período inflacionario que no se atacó como tal. No se trata de hacer apología de aquel remedio sino, por el contrario, y más allá de la rotunda condena a los métodos, de graficar la importancia que Kirchner le daba a la suba de precios.
Pasaron 15 años y aquel discípulo de Kirchner, que siempre lo refiere como ejemplo, ni se inmuta cuando la cifra tiene un cero más y la duplicación de los precios en un año ya forma parte de las pocas certezas de los argentinos. Como se dijo, lo que viene antes del cambio de autoridades del país es demasiado tiempo para no hacer nada.
“Hay un combo perfecto entre algunas decisiones del Estado y las conductas que se generan en la sociedad. No hay dólares, y más allá de algunos conejos que sacó de la galera el equipo de Sergio Massa para conseguirlos, no hay manera de abastecer la demanda”, afirma el economista Dante Sica, exministro de Producción de Mauricio Macri y titular de la consultora Abeceb.
Sin ancla
Pero, provenientes de un gobierno oxidado y sin movimiento, ninguna de las medidas tomadas logra anclar las expectativas. “La economía responde a las decisiones de cada agente económico –dice Sica–. Hoy los precios se forman de acuerdo al valor de reposición. Y para eso hay que mirar los mercados futuros, que descuentan un dólar de $450 para enero [de acuerdo al Rofex]. Colocan el valor de un bien con ese parámetro. Luego viene el consumidor que no quiere tener pesos y mira el precio y se mueve con una lógica muy concreta. Compra el bien porque ya no le importa si es caro o barato hoy; lo que determina esa conducta es que lo único que sabe es que es más barato que mañana”.
Para Camilo Tiscornia, economista y socio de C&T Asesores, la inflación es el resultado de distintos aspectos de la política económica del Gobierno. Según su explicación, el fenómeno deriva de del manejo de una variable en particular que, en el fondo, refiere a una cuestión monetaria. “En la teoría neoclásica, en general la teoría más aceptada, la inflación tiene que ver con algo monetario; es la famosa frase de Milton Friedman que dice que la inflación es siempre y en todas partes un fenómeno monetario”, explica.
Cuenta que son los gobiernos los que deciden qué controlar. Bien podría ser el ritmo de la cantidad de dinero, es decir, de la fabricación de dinero. Y, claro, se llega al punto. “En el caso de la Argentina, donde hay un determinado déficit fiscal, pues hay que financiarlo. Y como no hay forma de hacerlo con el mercado, entonces obliga a un ritmo de emisión monetaria para cerrar las cuentas públicas. Ese combo de déficit fiscal y emisión monetaria, según la teoría económica, determina el ritmo de la inflación”, dice Tiscornia.
Pues, entonces, a más gasto, más dinero para pagar. Sin nadie que preste, no queda más que imprimir billetes: “Esto es como una especie de tendencia, pero claro, hay varias cosas que afectan el día a día, como las negociaciones salariales, las paritarias, los incrementos de los precios internacionales, etcétera”.
Otros gobiernos, por caso, eligen la evolución del tipo de cambio, porque creen que les conviene para controlar la inflación, o para darle más competitividad a la economía. Pero eso, a la larga –o no tan a la larga–, termina con emisión monetaria, porque para regular el tipo de cambio empieza a regularse la cantidad de moneda local. “En la Argentina hay una combinación de las dos cosas, que no es sostenible en el largo plazo. Por un lado, el Gobierno controla el dólar con todas las trabas y controles que tiene, y, por el otro, imprime dinero para financiar el déficit fiscal. De alguna forma, la combinación de las dos cosas genera la inflación que existe. No casualmente está en torno al 6 o 7% mensual, mientras el tipo de cambio se mueve en un rango de entre 5 y 6%, más o menos, cada 30 días”, ilustra Tiscornia.
Ahora bien, ¿se podría racionalizar el gasto en pleno año electoral? Se puede, pero sería algo inédito en la historia de un gobierno peronista, ni hablar kirchnerista, que tome la opción de cerrar las cuentas públicas cuando hay que ganar votos. No está en el ADN de este oficialismo. “Hay algo que no se analiza y para mí es una fuente de gasto del presente, del pasado, y esperemos que no del futuro –dice Ariel Coremberg, asesor de la precandidata a presidente Patricia Bullrich–. Se trata del déficit de empresas públicas que ahora está desatado a más de 5000 millones de dólares por año; prácticamente se lleva el dólar soja”.
El gasto, tema de campaña
El gasto público, a diferencia de otras veces, se convirtió en un tema de campaña. “Esta plata que va a las empresas públicas no está sujeta a ningún control ni auditoría independiente que permita reducir la ineficiencia y el despilfarro, por no decir la corrupción. Le doy un ejemplo: en el balance de AySA del año pasado, Massa autorizó una transferencia de $174.000 millones, que entonces eran aproximadamente US$500 millones, sin ningún tipo de control. Se lo dio a la empresa que maneja su esposa, Malena Galmarini”, ejemplifica Coremberg.
Aldo Abram, economista y director de la Fundación Libertad y Progreso, coincide en que el gasto público, origen de gran parte de las crisis argentinas, será el gran tema del gobierno que asuma el 10 de diciembre. “Nadie quiso avanzar con ese tema a fondo, porque la sensación es que ir por un recorte del gasto hace perder las elecciones. Pero, ahora, lo que prima es que si no se hace nada, la cosa va a ser mucho peor”, dice.
¿Qué hacer en este tiempo, que es larguísimo para no hacer nada, pero corto para que se vean las mejoras? “Si me piden que elija un tema y para el corto plazo, me quedaría con el tipo de cambio. Ahora lo están moviendo al 6 y pico por ciento por mes y la inflación va por ese lado; es una elección del Gobierno; ellos deciden que sea así”, dice Tiscornia.
Abram también considera que el Gobierno optó por este remedio. Explica que no se trata de acordar o no con todas las medidas del gabinete económico, sino de entender qué herramientas usaron, como las tres versiones del dólar soja. “Varios de los remedios que han utilizado comprometen fuertemente a la próxima gestión, pero con eso han logrado fortalecer de alguna manera las reservas”, dice. El foco está en conseguir dólares y mantener el tipo de cambio con una devaluación del peso de entre 6 y 7% mensual.
“Obviamente que al Gobierno no le gusta, pero es el resultado de lo que eligen: no recortar el déficit fiscal y emitir para financiarlo; eso genera inflación. Entonces, mueve el tipo de cambio para que no se le atrase. Ese es el cierre completo de todo este asunto”, finaliza.
Pero claro, el plan “aguantar” con una inflación de entre 6 y 8% mensual es un camino muy fino que hay que desandar en medio de un enorme lugar vacío. Es decir, se requiere equilibrio, concentración y que no sople la más mínima brisa. “El mayor riesgo es por el lado financiero, lo que se necesita para cubrir el rojo del déficit fiscal, porque no solo hay emisión, sino también riesgo de no refinanciamiento. Es decir, riesgo de que los bancos, empresas de seguro y fondos comunes de inversión, además de los ahorristas individuales, no renueven la deuda pública que está en sus manos”, sostiene.
Con aquel lápiz y papel, después de aquellos ejercicios del inicio, bien se pueden hacer las cuentas de qué pasará con los números de cada uno si el plan elegido es mantener la inflación entre 6% y 8% mensual de acá a diciembre. Faltan 230 días y vale la pena repetir un concepto: “Poco tiempo para hacer algo que muestre sus efectos, pero demasiado tiempo para no hacer nada”.