Si hubiera que escoger un sentimiento que expresara la vibración social de estos momentos, sería dolor. La definición de la palabra dolor contiene en sí misma, una multiplicidad de significados: “pena, tristeza o lástima que se experimenta de manera intensa por motivos emocionales o anímicos”. A fin de refrendarlo con una cita textual capaz de ilustrar ese registro, bien podríamos usar esta que se repite en nuestras investigaciones cualitativas: “Argentina me duele”
La sociedad, desilusionada, se percibe sola y abandonada a su suerte en un sistema que orada día a día su calidad de vida. Algo que juzga, injusto. Se enfrenta en una pelea muy desigual, a fuerzas que la desgastan. Vivir en estado de alerta permanente requiere cantidades de energía desproporcionadas que se malgastan en tareas de carácter defensivo en lugar de aplicarse a cuestiones más productivas.
No hay mañana, cuando la capacidad para imaginar el futuro fue anulada. Solo hay hoy. Sin nada que lo entusiasme y le haga levantar la mirada, ese cuerpo colectivo avanza cabizbajo y a ciegas hacia el proceso electoral que, de una manera u otra, afectará ese futuro que hoy es incapaz de vislumbrar.
Mientras tanto esconde en su carácter resiliente las fragilidades que lo invaden en la intimidad. Llena cines, teatros, recitales, estadios, shoppings, restaurantes y bares no porque la vida en nuestro país sea una fiesta sino, justamente, porque no lo es. Son consumos que estimulan la libido y que ofician como paliativos para sobrellevar la angustia. La incertidumbre total que agobia a los argentinos, se agudiza e incrementa la dosis de evasión necesarias.
Estas son algunas conclusiones preliminares de nuestro último relevamiento del humor social en base a focus groups que comenzamos la semana pasada y todavía continuamos relevando.
Sobrevivientes por naturaleza
Los seres humanos fueron capaces de evolucionar de un modo superlativo por la capacidad de organizarse en grupos y de adaptarse a todos los contextos. Incluso los peores. El homo sapiens resultó una especie extraordinaria por su plasticidad física, mental y espiritual.
En su reciente ensayo, Dignos de ser humanos, el historiador Rutger Bregman, nacido en los Países Bajos, rescata historias que confirman en los hechos como esa maleabilidad de la que estamos hechos nos permitió sobrevivir.
Cita entre otros el informe de un psicoanalista que describió la vida en un barrio del sudeste de Londres. Ese lugar de la ciudad, como tantos otros, fue muy afectado por los bombardeos alemanes que comenzaron el 7 de septiembre de 1940 y se extendieron por nueve meses.
“Barrios enteros desaparecieron del mapa. Un millón de edificios sufrieron graves daños o quedaron en ruinas y hubo que lamentar más de cuarenta mil víctimas mortales. ¿Cómo reaccionaron los británicos?”, se pregunta este joven pensador reconocido por sus ideas contraintuitivas que abonan, entre otras cosas, la existencia de la bondad como característica intrínseca de la gran mayoría de las personas (aunque no todas, obviamente)
Deja la respuesta, en manos del testimonio de John MacCurdy, el mencionado psicólogo, testigo directo de los hechos: “Los niños seguían jugando en las aceras, la gente que había salido a hacer sus recados seguía regateando con los comerciantes, un agente de policía dirigía el tráfico con cara de aburrido y los ciclistas seguían su camino, desafiando a la muerte y contraviniendo las normas de tráfico. Que yo viera, nadie se molestó siquiera en mirar al cielo”.
Otra escritora polémica y controvertida, la argentina Ariana Harwicz, nos trae a la actualidad en su provocador y lúcido ensayo El ruido de una época.
En el texto expone muchas de las paradojas de la vida contemporánea. En su opinión, “pensar es poner en tensión dos cosas opuestas, a la vez” y por eso las contradicciones deben celebrarse no negarse. Coincido. Eludir o soslayar lo múltiple, lo diverso y lo interconectado, nos conduce al resbaladizo espacio intelectual de la simplificación que puede derivar en peligrosos errores de interpretación y, por ende, de cálculo.
Una paradoja en la guerra
Entre muchos de los aparentes hechos sin sentido que expone Harwicz en su obra, describe la paradoja que ocurre en Ucrania en medio de la cruenta guerra con Rusia que ya lleva más 500 días.
Dice que la Ópera de Odesa sigue abierta. “La gente mira Aida, y luego corre a refugiarse ante los apagones de luz. No representan óperas rusas porque son del enemigo. Es entendible”. Odesa es la tercera ciudad más grande de Ucrania, y por su refinada belleza, la llaman “La Perla del Mar Negro”.
Tanto hace 80 años, como ahora, lo que vemos es algo que ha ocurrido desde tiempos inmemoriales.
El arte, así como el entretenimiento, el juego, el placer, el baile, la fiesta y la alegría, entre otros, resultan nutricios, un alimento para el alma del hombre. Aún en las peores circunstancias, el ser humano sobrevive siendo, precisamente eso, humano. Hijos de mil crisis, los argentinos sabemos de qué se trata y conocemos el truco de memoria.
Pulsiones humanas en tensión
En mi ensayo de 2014, Argenchip, publiqué la foto de un afiche callejero. La tomé en Roma en septiembre de 2009, cuando países como Italia, España, Grecia y Portugal sufrían durísimas consecuencias por la crisis financiera global de aquel entonces.
Allí se veía a un grupo de personas en ropa interior sentadas expectantes en sus butacas. Estaban de frente. Tenían una mirada profunda y desafiante. El aviso decía: “Renuncio a todo. No al teatro”.
Sigmund Freud, definió este patrón de conducta en su obra de 1920, Más allá del principio del placer. Lo nominó como pulsión de vida, o Eros. En esa fuerza vital que impulsa la voluntad de supervivencia, englobó no solo las pulsiones sexuales sino también las de autoconservación. Son pulsiones positivas, constructivas, placenteras, expansivas.
Las opuso a la pulsión de muerte o Tánatos, una fuerza opuesta también presente en la esencia dual y contradictoria del ser humano. La pulsión de muerte, que tensiona a la de vida, es negativa, autodestructiva, agresiva y expresa, acorde al pensamiento del padre del psicoanálisis, la tendencia inherente de todo lo vivo a volver a un estadio previo a la vida, a lo inorgánico.
Esas pulsiones luchan de manera permanente entre sí, tanto en el interior de las personas, en su psiquis, como en el exterior, es decir, lo que vuelcan o derraman fuera de sí y afecta el entorno, a “los otros”.
En ese proceso de irse de la realidad para poder tolerarla, de exiliarse en su propio país, de usar la evasión como mecanismo de sanación, los argentinos parecerían estar conjugando de manera simultánea ambas pulsiones freudianas en dos planos diferentes y con resultados dispares.
La escena a la que asistimos, que nos conducirá en un mes a la primera y reveladora instancia del proceso electoral, queda así profundamente tensionada. Por un lado, en lo personal, lo individual, lo familiar, la pulsión de vida se impone. Por otro lado, en lo colectivo, lo gregario, lo nacional, el registro mayoritario de la ciudadanía es que la pulsión de muerte ha ganado la batalla fáctica y la simbólica.
Se ve al país “destrozado, arruinado, quebrado” –cita textual de los focus groups– incluso peor que en el 2001 porque ni siquiera se espera que se produzca, como en el pasado, ese renacer de las cenizas a lo Ave Fénix.
El mecanismo que tantas veces “nos salvó” está, por primera vez, ausente. Sucede que el pesimismo se apoderó del inconsciente colectivo de un modo abrumador.
Salir de la oscuridad
Más allá de la inflación que ya se ubicaría cerca del 120% interanual, o de la pobreza que sería del 43% en el primer semestre de este año, y del 45% en el segundo trimestre, acorde a las últimas proyecciones de la Universidad di Tella –todos datos concretos y objetivos de la realidad–, lo que emerge “vacío de vida” es el sueño argentino.
Para demasiados habitantes de este país, eso es algo que ya no existe, un imaginario que de tanto insistir, finalmente fue destruido. Los electores avanzan así hacia las urnas sintiendo que van a ninguna parte.
Será una tarea urgente de los candidatos primero, y luego del próximo presidente, rescatar al colectivo social de la oscuridad que le ha quitado al ser nacional las ganas de vivir. Por más ambiguo, difuso e inasible que resulte, en algún lugar hay un “nosotros” que nos representa y nos interpela. Si no logramos que esa identidad colectiva abrace nuevamente la pulsión vital, seguiremos cayendo en el espiral descendente que conduce a la mediocridad y a la degradación. Sin sueños, no hay proyecto. Sin proyecto, todos los caminos conducen a ningún lado.
Así están los argentinos hoy: perdidos en el laberinto de su desilusión.