“Vamos Peludo viejo”, gritaron fuerte los Álvarez apostados sobre el alambrado de la pista luego de que el jurado Lucas Lagrange marcara al toro de la cabaña La Chingola como Gran Campeón Macho de la Exposición de Coronel Dorrego, en la provincia de Buenos Aires.
En ese momento tan esperado y soñado, Juan Manuel Álvarez, dueño de la cabaña y que estaba en la pista con otro animal, no pudo aguantar las lágrimas. Con una emoción contenida a flor de piel, vio el abrazo eterno en el que se fundieron su padre y su hijo Bautista, de 14 años, que observaban desde afuera. Con sus manos en alto, miró al cielo para agradecer.
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Es que era la primera vez que conseguía tal galardón. En un segundo se le pasaron por la mente los años de sacrificio, de noches lejos de casa, de fines de semana sin poder salir, de vacaciones postergadas. “Verlo caminar entre los mejores en la final en la pista ya era tocar el cielo con las manos. Un sueño cumplido”, cuenta a LA NACION.
Allí estaba el fruto de ese esfuerzo. Y, a pesar de esa frase que dice que “nadie es profeta en su tierra”, la familia Álvarez había logrado rebatirla y ganar en su casa, en su lugar.
Todo comenzó allá por los años 50 cuando su abuelo, Don Virgilio, junto un hermano, comenzaron a criar animales de la raza Shorthorn en un pedazo de campo que tenían. Al tiempo, los hermanos dividieron el campo y Virgilio compró unas hectáreas en el paraje Estación Calvo, a 17 kilómetros de Dorrego y donde había una escuela rural para que vayan sus tres hijos.
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Sin criar pedigree sumó los Polled Hereford que, al no estar la barrera sanitaria, vendía su producción de toros en la zona de Río Colorado. Pasaron los años y su hijo Carlos Anibal, más conocido por Pitiqui, iba a ser el que continuaría con la cabaña. Dejó el Shorthorn y siguió solo con el Hereford.
Pero la cosa cambiaría. Los problemas macroeconómicos en los 90 lo obligaron a abandonar las exposiciones y dedicarse solo a vender toros a campos vecinos. Comenzó también a dedicarse un poco más a la agricultura, actividad que tenía más rentabilidad que las vacas. Aunque era muy pequeño aun, ya se veía que Juan Manuel iba a seguir los pasos de su abuelo ya fallecido y de su padre.
“En cada exposición que íbamos yo me la pasaba todo el día en los corrales para ver como bañaban y preparaban los animales para la jura en la pista. Me convertí en un fanático y lo único que pensaba era que quería volver a competir con La Chingola”, relata.
Los años fueron pasando como también las preferencias de los clientes que comenzaron a inclinarse por el Angus. Era momento de virar: “La gente nos pedía Angus y cada vez había más auge de esa raza”.
Cuando iba a cumplir los 31, hoy tiene 41, las ganas del ganadero de volver a las pistas, ahora con Angus, eran muy intensas. Una tarde después de hacer una recorrida, se juntó con su padre para pedirle regresar a las exposiciones. “Teníamos solo vacas generales y para competir con puro controlado se necesitaba muchas vacas para poder armar los tríos de toros. No tenía esa plata para invertir”, detalla.
Entendió que la manera más rápida de estar en pista era comprando vacas de pedigree, un poco más caras pero los terneros nacidos al año siguiente ya se podían presentar de manera individual y no por lote, como es en los concursos del puro controlado. Se hizo socio de la asociación de criadores y se compró dos vacas que las inscribió en la Sociedad Rural Argentina (SRA).
“Somos una cabaña chica y familiar que no tiene empleados. Es todo muy a pulmón. Si yo estoy en una exposición, es mi hijo y mi sobrino los que se ocupan de las cosas del campo. Y ese día, el haber ganado con Peludo, se te viene a la cabeza el esfuerzo de todos los días, de inseminar con frío, con lluvia y viento. Valió la pena”, describe.
Por año tiene 12 nacimientos de pedigree y un rodeo conformado por 70 madres entre puro y controlado. El Gran Campeón, que cumple dos años en octubre próximo, ya desde que nació “pintaba muy bueno”.
“Nació con 55 kilos y ya me decían que tenía que prepararlo para las grandes exposiciones, incluso para Palermo. Yo tenía dos cosas por las que no podía: una es que no tengo espalda económica para llevar un animal a la Exposición de Palermo; es mucha plata la que se necesita para pagar los costos. Pero lo más importante es que antes de ganar en cualquier lado yo quería ganar en mi ciudad, en mi casa”, indica.
Cuando terminó la jura, a pesar de la importancia que tenía para la cabaña tener en su campo al Gran Campeón, la familia decidió vender el animal en el remate: “Para nosotros es mucha plata que la necesitamos para seguir adelante. Ese lunes que fui al predio a buscar las pilchas que había llevado, no quise pasar por el corral donde estaba Peludo para despedirme, porque tenía una gran tristeza de que ya no iba a estar en nuestro campo”.
Para hacer frente a los gastos, hace un tiempo que en el campo los Álvarez dan servicio de hotelería, una suerte de pensión de animales de cabaña para exposición. Hacia adelante, los desafíos del cabañero parecen no tener techo. Pisar la pista central de Palermo es uno de ellos. El otro es volver a criar Shorthorn, la raza que eligió su abuelo hace más de 70 años.
“Es una espina que tengo yo, quiero volver a tener algo de esa raza con la que mi abuelo se inició en la ganadería. Para nosotros esto no es un trabajo, es una pasión que ahora nos mostró que estamos haciendo las cosas bien”, finaliza.