LONDRES (The Economist).– Para dimensionar el impacto que la inteligencia artificial (IA) puede tener en la economía, pensemos en la historia del tractor. Los historiadores discrepan sobre quién lo inventó. Algunos dicen que fue el ingeniero británico Richard Trevithick en 1812. Otros sostienen que fue el estadounidense John Froelich en Dakota del Sur, a inicios de la década de 1890. Y otros que argumentan que hay muy pocas menciones a la palabra “tractor” antes de inicios del siglo XX. En lo que todos concuerdan, sin embargo, es en que el tractor tardó mucho tiempo en instalarse y dejar su marca. En la década de 1920, por ejemplo, apenas el 4% de las granjas de Estados Unidos tenían uno, y en la década de 1950 en menos de la mitad se trabajaba con esta maquinaria.
En estos días hay afiebradas especulaciones sobre los efectos de la IA en el empleo, la productividad y la calidad de vida. Es una tecnología asombrosa que nos deja sin palabras. Sin embargo, el impacto económico quedará “pisado” a menos que la adopten millones de empresas, más allá de Silicon Valley. Y para eso hace falta mucho más que introducir el uso de un simpático bot conversacional. Por el contrario, implica una reestructuración a gran escala de las empresas y de su manejo interno de los datos. “Para el crecimiento a largo plazo, la difusión de las mejoras tecnológicas es indiscutiblemente tan importante como la innovación en sí misma”, dice Nancy Stokey, de la Universidad de Chicago.
Francia y Japón son los mejores ejemplos de la importancia de extender el uso de las nuevas tecnologías a todos los sectores económicos. Japón es un país inusualmente innovador: genera más patentes nuevas per cápita por año que cualquier otro país, salvo Corea del Sur. Los investigadores japoneses pueden jactarse de la invención del código QR, de las baterías de litio y de la impresión 3D. Pero el país es deficiente a la hora de introducir las tecnologías en algunos sectores de la economía.
En Francia pasa lo contrario. En materia de innovación es un país promedio, pero es excelente a la hora de extenderla a toda la economía. En el siglo XVIII, espías franceses robaron secretos de ingeniería de la marina británica, y a inicios del XX, Louis Renault visitó a Henry Ford y aprendió los secretos de la industria automotriz. En tiempos más recientes, expertos en IA salidos de Meta y Google fundaron la empresa Mistral AI en París. Además, Francia es buena para extender el uso de las nuevas tecnologías desde las grandes ciudades hacia la periferia.
En los siglos XIX y XX, las empresas del mundo se volvieron más “francesas”, y las nuevas tecnologías se difundieron cada vez más rápido. Los economistas Diego Comin y Martí Mestieri encuentran evidencias de que en los últimos 200 años “se fue reduciendo la brecha temporal en la adopción de nuevas tecnologías entre los diferentes países”. La electricidad se extendió por toda la economía más rápido que los tractores. La computadora de oficina tardó apenas un par de décadas en cruzar el umbral de adopción del 50% de las firmas. Internet se extendió más vertiginosamente todavía. En general, en el siglo XX la difusión de la tecnología ayudó a impulsar el crecimiento de la productividad.
Sin embargo, desde mediados de los 2000, el mundo se volvió más japonés. Es cierto que los consumidores adoptan las innovaciones tecnológicas más rápido que nunca. Se estima que la aplicación TikTok pasó de cero a 100 millones de usuarios en un año, y ChatGPT fue la aplicación web de más rápido crecimiento en la historia hasta el lanzamiento de Threads, el nuevo rival de Twitter. Las empresas, por el contrario, son cada vez más cautelosas. En el sector manufacturero estadounidense el 6,7% de las empresas usan impresión 3D, y solo el 25% del flujo de trabajo de las firmas está en la nube, cifra estancada desde hace un lustro.
Hay historias de terror. En 2017 un tercio de los bancos regionales japoneses seguían usando “cobol”, un lenguaje de programación inventado una década antes de que el hombre aterrizara en la luna. El año pasado, Gran Bretaña importó disquetes, minidiscos y casetes por valor de más de US$24 millones. Una quinta parte de las empresas del mundo rico ni siquiera tiene un sitio web. Y los gobiernos suelen ser los más recalcitrantes insistiendo, por ejemplo, en los formularios de papel.
La consecuencia es una economía de dos niveles. Las empresas que adoptan la tecnología se están escapando del alcance de sus competidores. En Canadá, en la década de 1990, el crecimiento de la productividad de las empresas más productivas fue aproximadamente un 40% superior al de las empresas menos productivas. De 2000 a 2015, el proceso de aceleró y fue tres veces mayor. Un libro de Tim Koller y sus colegas de la consultora McKinsey señala que luego de clasificar las empresas según su retorno sobre el capital invertido en 2017, el percentil 75 tuvo un retorno un 20% más alto que la media, el doble de la brecha del año 2000. Algunas empresas ven grandes ventajas en comprar nueva tecnología, pero muchas no.
Consecuencias tangibles
Aunque los datos económicos pueden sonar abstractos, sus consecuencias en el mundo real son bien tangibles. Las personas atrapadas en el uso de tecnologías obsoletas sufren, al igual que sus salarios. En Gran Bretaña, desde la década de 1990 el salario promedio en el 10% de las empresas menos productivas disminuyó levemente, mientras que el sueldo promedio en las mejores empresas subió considerablemente.
La naturaleza de la nueva tecnología, la lentitud competitiva y las crecientes regulaciones del Estado explican la lenta penetración de ciertas prácticas en las empresas. Robert Gordon, de la Universidad Northwestern, argumenta que los “grandes inventos” de los siglos XIX y XX tuvieron mucho mayor impacto en la productividad que las innovaciones más recientes. El problema es que cuanto más incremental se vuelve el progreso tecnológico, más se ralentiza su difusión, ya que las empresas tienen menos incentivos y enfrentan menos presión competitiva para actualizarse. La electricidad proporcionaba luz y energía para hacer funcionar las máquinas. La computación en la nube solo hace falta para operaciones más intensivas. Además, las innovaciones más recientes, como el aprendizaje automático, suelen ser más difíciles de usar y requieren trabajadores más calificados y mejor gestión interna.
El dinamismo empresarial decayó en todo el mundo rico en las primeras dos décadas del siglo XXI. La población envejeció. Se crearon menos empresas. Todo esto redujo la difusión de la tecnología.
En los sectores manejados o fuertemente dirigidos por el Estado, el cambio tecnológico se da lentamente. Como señala Jeffrey Ding, de la Universidad George Washington, en la Unión Soviética de planificación centralizada, la innovación era de primera línea mundial –pensemos en el Sputnik–, pero su penetración en la economía era inexistente. La ausencia de presión competitiva desincentivaba cualquier mejora. Los sectores fuertemente regulados constituyen hoy una gran parte de la economía occidental: en Estados Unidos, por ejemplo, la construcción, la educación, la atención médica y los servicios públicos representan una cuarta parte del PBI.
¿Y si la IA rompe el molde y se extiende a la economía más rápido que otras tecnologías recientes? Tal vez. Es fácil imaginarle alguna utilidad para casi cualquier empresa. ¡Basta de administración! ¡Una aplicación para hacer la declaración de impuestos! Es posible que la pandemia haya inyectado una dosis de dinamismo en las economías occidentales. Se abren nuevas empresas a un ritmo mayor y los empleados empiezan a a rotar de trabajo con más frecuencia. Tyler Cowen, de la Universidad George Mason, agrega que las empresas más débiles tienen un incentivo extra para adoptar la IA, porque tienen más que ganar y menos que perder.
La IA también se puede integrar a herramientas ya existentes. Y, por otro lado, rendirá todos sus frutos cuando las empresas se reorganicen por completo en torno a la nueva tecnología. Eso demanda tiempo, dinero e impulso competitivo. © The Economist