Entre la frustración y el cambio

Nunca me atrevería a confesar –no se atrevía Verlaine, nada menos– la cantidad de libros que no he leído, pero me atrevería, oh sí, a confesar que nunca acerté con un pálpito electoral. Descreo de que haya razones especiales en este caso para que corte tamaña racha.

Sin embargo, como el humor y la curiosidad por las aventuras extremas están intactos, busqué, más que por el lado de los consultores en opinión pública, tan controvertidos aquí y afuera en los últimos años, por la flamante y supuesta infalibilidad de la inteligencia artificial. Con alguna osadía, pregunté a esa nueva relación que supimos conseguir, y se llama ChatGPT: “¿Quién cree usted que va a ganar’?”. Respondió al toque y quedé anonadado, no sé si tanto por la inmediatez con que lo hizo, sino por el tenor de lo que dijo.

Tuvo una de esas respuestas típicas de la gente que de tanto hacer verónicas para no comprometerse en nada debería andar por la vida con males de cintura, como letras en bastardilla, torcidas: “Lamentablemente –dijo GPT, con respetuosa solemnidad–, no tengo acceso a eventos futuros ni información actualizada más allá de mi fecha de conocimiento en septiembre de 2021 (últimas elecciones generales). Por ahora, no puedo predecir el resultado de las elecciones que mencionaste ni puedo proporcionarte información actual sobre los candidatos”.

Debí conformarme con el juramento de que “el futuro es hoy”, que en modo muletilla, como se dice ahora, ha estado presente en la campaña a fin de que calen hondo en los candidatos las urgencias que trasiegan la conciencia colectiva. Comencé así por decirme que ya sabemos que se votará en medio de una gran frustración nacional que cruza de arriba abajo al cuerpo social del país. Que el hecho de que el ministro de Economía sea candidato con las más bajas tasas de credibilidad del gobierno y de su principal mentora, la vicepresidenta de la Nación, es como si a finales de los ochenta se hubiera pedido a Jesús Rodríguez, político honrado como el que más, que hiciera un nuevo sacrificio y se enfrentara en nombre de la UCR alfonsinista contra Carlos Menem.

Hay dos diferencias sustanciales, es cierto, respecto de 1989. Una, Sergio Massa está donde está porque él lo quiso y se inmolará por su cuenta y orden si la tragedia política recayera sobre el oficialismo. Dos, nadie ha conseguido hasta ahora atraer hacia sí los focos de una atención generalizada como lo logró Carlos Menem en aquel momento.

Como creo que la economía es un medio instrumental de la política y no al revés, me pareció inevitable, en esta primera campaña de la serie que deberemos afrontar hasta la consagración de una nueva fórmula presidencial, que se haya hablado con desprecio de “la casta política”. Lo digo con desasosiego ciudadano y sin hacerme cargo de los desvaríos temperamentales de algunos actores centrales en este segmento de la competencia cívica que nos llevará al final al 10 de diciembre. Gentes a las que la calificación de políticos resulta a esta altura en su aplicación, aunque en términos proporcionalmente inversos, menos acertada que describir a Miguel Ángel como decorador de interiores.

De modo que, si la política está gravemente cuestionada en todos los órdenes de la sociedad, como parece estar, debería haberse luchado con más rigor a fin de atacar el comportamiento abusivo, transgresor, parasitario de la mayoría de los partidos políticos. Lo hago notar a pesar de coincidir, palabra por palabra, con la letra y el espíritu del artículo 38 que la reforma de 1994 incorporó por primera vez en la historia argentina a un texto constitucional: “Los partidos políticos son instituciones fundamentales del sistema democrático”.

Así lo entendieron, con carácter de principio democrático en relación con el sentido de su existencia, los partidos de sensibilidad republicana desde que comenzaron a emerger modestamente después de la Independencia. Por motivaciones acentuadas con el correr de este siglo, hay más y más gentes desentendidas y disgustadas con el funcionamiento de los partidos políticos. No es un disgusto provocado por su naturaleza y significación institucional en una democracia; es un rechazo a la conducta y su deslucido papel en una interminable crisis.

Distinto fue el temperamento del peronismo desde su emergencia durante la revolución militar de 1943, y casi hasta finales de los años sesenta. Fue refractario al papel de los partidos como intercesores necesarios entre la sociedad y el Estado. Con valor sobreentendido, mezcla de sorna y desdén, el peronismo hablaba hasta el cansancio de la “partidocracia”. Fue el sonsonete de muchos años hasta que terminó por abandonarlo y dejar espacio a otros para que labraran consignas de igual talante: la “patria sindical”, la “patria piquetera”.

Es verdad que hasta 1970, sin haberse arropado todavía al abrigo de la mayor constelación de partidos democráticos que actuaba por entonces, el peronismo había sufrido los efectos de la severa proscripción de 1955 a 1965, que padeció con diferentes matices, hasta que se aunó a todos los otros partidos en desgracia equivalente durante el régimen del general Onganía. Este los puso fuera de la ley y se apoderó de sus bienes. La idea originaria de proscribir al peronismo fue algo en consonancia con lo ocurrido en la posguerra europea con los partidos políticos fascistas, fenómeno que todavía se prolonga en algunos países. En Italia, ¿no es cierto?

El cuadro actual de los partidos políticos no puede prolongarse por más tiempo. Las anomalías son abrumadoras. Falta absoluta de organicidad con la que actúan, salvo medianamente en el radicalismo. Irrealidad palmaria del número de afiliaciones que declaran. Resolución de las candidaturas por un grupo de personas que se arrogan la representatividad absoluta de la identidad partidaria: en no pocos casos, son menos personas que las de aquel estado mayor de un inexistente ejército con el que Fidel embaucó en 1957 en la selva montañosa de Cuba a un angelical periodista de The New York Times, que echó a rodar por el mundo la falsa noticia en aquel momento del supuesto poderío de la guerrilla que acabaría derrocando a Batista. Sobran los audaces que manipulan un sello partidario y la personería jurídico-política obtenida con mil ardides y saltan de elección en elección, de un espacio a otro, poniéndose al servicio del mejor postor.

Se ha llegado al extremo de que la jueza electoral de la Capital, María Servini de Cubría, haya debido denegar en el distrito la participación de tres listas partidarias por no haberle sido entregado el mazo de boletas para ser distribuidas en los recintos de votación. Solo le habían anticipado boletas testimoniales con el pábulo consiguiente sobre qué habían hecho los interesados o no con el dinero recibido del Estado para imprimirlas.

No es precisamente un capítulo agotado en la doctrina jurídica la declaración de los partidos en Estado de Asamblea. Hasta donde llega la memoria, hubo un intento fallido en el siglo XX. En noviembre de 1956, en violación del principio partidario de que la fórmula presidencial se elegía por el voto directo de los afiliados, Arturo Frondizi fue elegido candidato a presidente por la convención nacional de la UCR todavía unificada. Tenía en su seno una mayoría de adictos que difícilmente se hubiera transferido a una votación abierta de los afiliados de todo el país. ¿Qué habría sido de él y sus amigos frente al viejo unionismo, el balbinismo y el sabattinismo, tan fuerte este por entonces desde Córdoba al noreste del país?

Entre fines de 1956 y principios de 1957, el almirante Isaac Rojas, en nombre de la Armada, llevó a la Junta Militar un proyecto que habría entorpecido, o al menos postergado, los sueños presidenciales de Frondizi: declarar a los partidos en Estado de Asamblea y reglamentar la constitución de grupos promotores de afiliaciones a fin de recomenzar desde cero la vida partidaria. El presidente Aramburu vaciló. La Fuerza Aérea, al mando del comodoro Julio César Krause, se pronunció contra la iniciativa de los marinos. El ministro del Interior, Laureano Landaburu, de extracción conservadora, sumó su voz a la de Krause. Aramburu, ateniéndose a lo extremadamente delicado del tema, optó por votar con la mayoría. El 23 de febrero de 1958, Frondizi era el nuevo presidente de los argentinos.

¿Alcanzará en algún momento la presión social el grado suficiente como para que el Congreso de la Nación sea receptivo a estudiar al menos una nueva legislación que limpie el sistema de partidos de las graves impurezas que distorsionan el valor que les reconoce el artículo 28 de la Constitución Nacional? En la ciudad de Buenos Aires, pasado mañana los votantes se encontrarán con veintisiete boletas a presidente y vicepresidente de la Nación. Podría haber sido peor: podrían haberse encontrado con cincuenta y tres, pues es ese el número de partidos con personería nacional ¿Cuántas de ese carácter obtendrán, acaso, el 1,5 por ciento del padrón electoral en todo el país a fin de quedar habilitadas para las ruedas siguientes?

Además, hay 750 partidos de distrito en condiciones teóricas de presentar en alguna o algunas jurisdicciones electorales candidatos a legislador nacional o representantes al Parlasur. ¿Constituyen esos números una manifestación de seriedad política o de la contracultura republicana que ha hecho insostenible en la Argentina una economía ordenada, eficiente, y que es causa de tanta pobreza, desinversiones y éxodos en un país que había sido de advenimiento de extranjeros?

El cuadro que John K. Galbraith describió al regresar a Estados Unidos después de su visita de 1985 al país, justo en el instante en que entraba en vigor el Plan Austral, es el mismo de entonces, pero patéticamente agravado. Galbraith anotó entre sus observaciones dos palabras: inflación y estancamiento. ¿Las han oído mencionar?

Galbraith recordó que antes aun de llegar al país le habían avisado del cambio del peso por el austral y que los billetes eran del mismo valor porque imprimir nuevos habría costado mucho dinero: “Lo importante era ignorar los tres últimos ceros: 10.000 pesos son ahora 10 australes”.

Durante la campaña se deterioraron más de lo que estaban tanto la economía como la sobrecogedora sensación de inseguridad. Milei, Grabois y la abstención electoral preservan hasta el final la condición de tres curiosidades para tener en cuenta, pero lo sustancial del domingo pasará por la forma en que se demuestre –el qué, el cómo, el quién– que la sociedad comienza a ser permeable a un verdadero cambio inmediato y que la situación no se arregla con meros parches, enmiendas insustanciales o derivados de tejemanejes para que todo siga igual.

Todo eso debiera estar fuera de cuestión. Sin olvidar, como saben bien los viejos y sabios médicos, que las patologías son hormigas que andan sobre cristales: hay que aplastarlas, pero con el cuidado de no romper los cristales.

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