Una angustiante carambola de tragedias apagó la campaña y puso a los candidatos a correr hacia un refugio de silencio, como si hubiera sonado una sirena antiaérea. Caerán votos en lugar de bombas este domingo invernal, pero efecto provoca un miedo análogo. Es el temor a lo imprevisible, a la sorpresa que acaso tenga preparada una sociedad que ya dio demasiados signos de desilusión, apatía y crispación con la política.
Parece una condena del destino que la carrera hacia las elecciones más inciertas de la era democrática haya terminado ahogada en una sucesión de crímenes sin sentido y de una escalada del dólar: la primera página de cualquier diagnóstico sobre la Argentina subraya que la inseguridad y la inflación se mantienen desde hace años en la cima de las preocupaciones ciudadanas.
El shock de realidad interpeló ante todo al Gobierno y al ministro Sergio Massa, que al asumir la candidatura presidencial se compró también la responsabilidad de llenar un vacío de poder. La deserción militante de Alberto Fernández y el paripé del “yo no fui” que hace Cristina Kirchner convierten a estas PASO en un experimento atípico: más que resolver la sucesión, los votantes son llamados a cubrir una vacante.
Al tope de la boleta principal de Unión por la Patria, Massa enfrenta un virtual plebiscito a su figura. Nadie se juega más que él en el juicio de las urnas.
De sus múltiples desafíos, el principal consiste en el poder que le otorguen los votantes para gestionar la delicadísima transición hacia diciembre. Necesita emerger en la noche del domingo como un candidato competitivo, capaz de soportar las inclemencias del mercado con las reservas del Banco Central en rojo furioso.
Su determinación de evitar a toda costa una devaluación hasta después de las elecciones generales de octubre demanda un blindaje de votos. Le espera retomar la negociación con el FMI, que prometió de palabra el giro de 7500 millones de dólares vitales para que este gobierno llegue a puerto, pero postergó la aprobación formal.
El cambio en la estrategia del Fondo descolocó a Massa en plena campaña. Él garantizaba dentro y fuera del oficialismo que el dinero entraría al país antes de las PASO y que se despejaría el tablero electoral del drama que implica vencimientos. No fue así. Perdió semanas preciosas en discusiones agónicas, mendigó en cancillerías exóticas, se ató a la opaca generosidad china y, sobre todo, se vio obligado a dar vuelta una carta que hubiera preferido esconder: puesto ante el abismo de pagar con dinero propio o defaultear la deuda con el organismo, decidió cumplir.
El directorio del Fondo le dio el respiro de una promesa, pero dejó por escrito demandas de ajustar el gasto y devaluar el tipo de cambio oficial. Resolverá si aprueba (o no) el desembolso cuando las barajas de Massa estén sobre la mesa. Básicamente sabrán si es o no un interlocutor con apoyo social y en condiciones de convertirse en heredero.
Un mal resultado de Unión por la Patria alentaría la expectativa de devaluación. Por eso, el ministro repartió el tiempo en los últimos días entre acomodar el operativo electoral y preparar la reacción burocrática a una eventual corrida del lunes.
Los últimos momentos de la campaña lo mostraron en una apenas disimulada soledad política. Cristina Kirchner se refugió en Santa Cruz y, de no haberse suspendido, hubiera faltado al acto de cierre del peronismo patriótico en La Plata.
Entre los interlocutores de la vicepresidenta explican de dos formas distintas el desapego de “la Jefa” por estas elecciones. Los que más quieren a Massa dicen que cumplió con un esquema previsto. Pegarse al candidato al principio, para ayudar al trasvase del voto duro, y dejarlo volar solo después para que conecte con sectores menos afines al kirchnerismo. Entre quienes digieren con dificultad al candidato susurran que Cristina se indignó por la forma en que se resolvió el caso del FMI. “Ella le creyó que la plata estaba. Terminamos raspando la olla para pagar y ahora el Fondo nos tiene agarrados del cogote”, dice una fuente del entorno de la vicepresidenta.
Deslealtades
La declamada unidad justicialista está hecha de desconfianzas. Intendentes lanzados al sálvese quien pueda de las boletas cortadas, kirchneristas que se pegan a Juan Grabois por miedo a perder el voto identitario, camporistas que recelan de Massa pero se espantan de solo pensar en un buen resultado del otro candidato presidencial. “Si Juan saca 10 puntos va a querer cobrar como si de verdad fueran apoyos de él”, dicen.
Nadie duda de que Massa le ganará a Grabois la candidatura para octubre, pero la diferencia importa. En el comando de campaña simplifican las cuentas: menos de cinco puntos del dirigente social, es razonable; por encima de eso empiezan los problemas.
Aunque sueñe con ser el próximo presidente, Massa se lanzó a esta aventura con un objetivo de mínima que es convertirse en el jefe del peronismo. Los gobernadores lo subieron al ring y le dieron una señal antes del cierre de listas. Ahora le toca a él mostrar que puede encarnar el poskirchnerismo.
La alianza con Cristina y Máximo nació bajo el signo de esa paradoja. Ahora se necesitan; en el futuro parecen condenados a combatir. La cuña de Grabois actuó como un anticipo de ese destino. Ninguno de los jerarcas del anciene régime se dignó pedir el voto para el ministro.
Axel Kicillof fue uno de los que se movió en esa pretendida neutralidad, para el fastidio de Massa (apenas una foto de sábado, en veda, recorriendo el centro de cómputos del partido). Él tiene en estas elecciones su propia patriada y tampoco consiguió la compañía esperada de Cristina y familia. Su continuidad en la gobernación requiere un buen resultado de Massa, por el efecto arrastre de la boleta sábana. Le asiste la ventaja constitucional de que podría ser reelegido si en octubre saca un voto más que su rival de Juntos por el Cambio (no hay ballottage). Aun así la preocupación lo acorrala.
El fogonazo de inseguridad lo incomodó a destiempo. Tuvo que salir a corregir a su ministro Sergio Berni, a quien no se le ocurrió mejor idea ante la conmoción por el asesinato de Morena Domínguez que decir que solucionar la inseguridad “es fácil si hay vocación política”. A veces no hace falta tener opositores.
Tampoco dio una mano Aníbal Fernández, cuando se excusó de opinar del tema porque “no es su jurisdicción”, con un apego por los límites geográficos que no hace honor a su proverbial pasión por hablar de cualquier cosa.
Massa no le escapó al desconcierto. Decidió grabar un “mensaje al país” y tuvo que cambiarlo dos veces porque las malas noticias se iban superponiendo antes de emitirlo. Al final habló para condenar el uso político de una tragedia y a punto seguido se refutó a sí mismo al recordar los éxitos de su política de seguridad como intendente de Tigre.
Nadie sabe a quién afectará en las urnas la agitación social de última hora. Cualquier pronóstico es una ruleta que gira. Pero en Unión por la Patria vienen de cuatro días de angustia y pesimismo. Ya venían registrando datos negativos concretos: la pérdida de apoyo para el peronismo oficialista en las 18 elecciones provinciales celebradas desde abril superó el millón de votos. Y eso que los gobernadores habían ajustado el calendario para separarse de la suerte del gobierno nacional.
La batalla de la oposición
Una peculiaridad que caracteriza a estas elecciones es que tan crítico estado del oficialismo no termina de encender el optimismo de la oposición. En Juntos por el Cambio descuentan un triunfo, pero quieren ver para creer. Cargan en la mochila la experiencia reciente de un gobierno derrotado antes de lo previsto, en 2019, bajo el fuego de otra (o la misma) crisis.
El shock del crimen en Lanús descolocó a Patricia Bullrich y a Horacio Rodríguez Larreta. La muerte cruel de Morena Domínguez ocurrió en el municipio donde manda Néstor Grindetti, candidato a gobernador del bullrichismo. Durante horas eternas corrió la inquietud de que el costo político del caso golpearía también al frente opositor.
La noche del jueves fue Larreta quien quedó enredado en un hecho lamentable, como fue la muerte de un manifestante en medio de una protesta violenta frente al Obelisco. Un sector del kirchnerismo quiso convertirlo en un caso Maldonado express.
La agitación posterior –con una marcha de la izquierda que incluyó piedrazos y bombas molotov- reavivó el gran temor de muchos empresarios e inversores: de ganar la oposición, ¿tendrá la capacidad política para aplicar las reformas económicas profundas que promete y evitar un desborde de la protesta social?
Bullrich y Larreta expresan dos formas de responder a esa inquietud. Es “a todo o nada”, dice ella; es necesario negociar para que el cambio sea perdurable, responde él.
El miedo a que la batalla los debilite a ambos confluyó en los últimos días hacia una ligera tregua, en la que mucho tuvo que ver Mauricio Macri. Se negoció con trazas de racionalidad como será la puesta en escena en el búnker común cuando se sepa quién ganó. “Hay que cuidar al perdedor”, coinciden fuentes de los dos sectores.
La reconstrucción de los afectos heridos por la competencia tal vez deba convivir con otras urgencias. De ganar con cierto margen, el candidato presidencial de Juntos por el Cambio pasaría a ocupar un lugar clave en la transición. ¿Pedirá el FMI que los técnicos opositores se sienten a la mesa de negociación? ¿Habrá espíritu colaborativo o, como suele sugerir Bullrich, hay un solo gobierno a cargo que tiene la responsabilidad hasta que el próximo presidente esté elegido?
El peso de esa disyuntiva será proporcional al porcentaje que acumule JxC. En los dos búnkeres mostraban números optimistas este sábado, que les permitía soñar con un caudal más cercano al histórico 40% de este espacio que al 30%. Creer o reventar, como todo en esta campaña.
En los dilemas opositores pesará fuerte lo que pase en las PASO porteñas, donde Jorge Macri enfrenta el duelo del radical Martín Lousteau. Se juega la posibilidad de un cambio de liderazgo más profundo. El macrismo nació en la Ciudad y desde allí -vidriera y recursos mediante- construyó una maquinaria de poder capaz de rivalizar con el kirchnerismo a nivel nacional. Un triunfo de Lousteau podría trastocar de raíz la dinámica de la coalición oficialista.
Un gran responsable de las penurias de Juntos por el Cambio es Javier Milei, el candidato disruptivo que marcó la agenda de la campaña, en especial en sus comienzos. Las PASO develarán la incógnita de cuán real es su auge y si la Argentina tiene lugar para posiciones de derecha radical -dolarización, venta de órganos, libre portación de armas- y antipolítica como las que representa el economista libertario. ¿Quebrará la barrera del 20% que lo haga competitivo en octubre? El dato tendrá mucho que ver en la fisonomía de la transición que empieza el lunes. Algunos analistas le atribuyen un alza de último momento, fruto del malestar social potenciado en la semana final de campaña. Ventajas de no tener pasado.
Quien nada arriesga en el domingo de elecciones es Fernández, que parece haber superado el duelo de perder por abandono. Su última aparición de campaña fue el ensayo de un balance personal a través de redes sociales, donde respondió preguntas de usuarios sentado al aire libre en la residencia de Olivos. El programa se llamó “Alberto responde”. Por suerte nadie se tentó de ponerle “Desde el jardín”.
El Presidente disfruta de su destino irónico: un buen resultado del peronismo le asfaltará el camino para llegar a diciembre en paz; una derrota contundente dejará herida a Cristina, a quien ve como un verdugo, y a Massa, el ministro que terminó de desdibujarlo.