Alberto Fernández se resignó a convertirse en un expresidente en funciones. Lo atormentaba afrontar una realidad que se cristalizó hace demasiado tiempo. Fiel a sí mismo, demoró la decisión hasta dañarse. No había día en que no expusiera sus cavilaciones ante algún integrante de su anillo de confianza, reducido a un grupo de autoayuda. “Hay que encontrarle un relato para explicar por qué no va a presentarse a la reelección”, traducía uno de sus íntimos días atrás. La crisis no lo esperó.
Tuvo que rendirse a las apuradas, sin salida, en medio de una corrida contra el peso y cuando se cernía sobre él un movimiento de pinzas desde todos los rincones del peronismo. No hubo narrativa a mano para disimular el gigantesco acto de debilidad que implicó su anuncio del viernes. En el clip que piadosamente le sugirieron titular “Mi decisión” se arrogó un gesto patriótico detrás de la declinación. Embriagado por la épica, confirmó acaso sin percatarse que su proyecto político era lisa y llanamente un obstáculo para los propios.
Lo comprobó en la piel cuando entró el viernes a la noche a la reunión de la cúpula del PJ. Le habían advertido en la semana que iban a ser sus idus de marzo, con una horda de dirigentes dispuestos a sacrificarlo a la vista de todos. A partir de la renuncia reinó la concordia. La reunión podía haber sido un mail: duró 17 minutos, habló el Presidente y todo se zanjó con el llamado a un congreso del partido para el 16 de mayo. Lo comunicó Axel Kicillof -que iba a ser Bruto- en una conferencia improvisada en la vereda. Hacía juego con el momento de un frente político que parece a la intemperie.
La unidad está garantizada, celebró Kicillof. Es algo. Ahora el Frente de Todos se dio tres semanas, las que faltan hasta la próxima cumbre peronista, para darse una estrategia electoral. Es también el plazo que el kirchnerismo le da a Sergio Massa para salir de la turbulencia financiera que hizo temblar las piernas de Fernández.
En condiciones normales un gobierno que enfrenta unas elecciones con 100% de inflación anual, sin dólares en el Banco Central y con una pobreza galopante solo puede aspirar a salvar algún mueble del incendio. Pero en las últimas semanas se adueñó de las principales figuras del oficialismo el temor al “desastre total”. Salir terceros en la presidencial, perder la provincia de Buenos Aires, quedarse sin poder de bloqueo en el futuro Congreso.
Massa no se entrega a la pesadilla. Su amenaza de dejar el ministerio fue el desafío que apagó los fuegos de artificio de Fernández. Ahora la última ficha para reflotar su candidatura presidencial se juega en Washington, donde intenta convencer al Fondo Monetario Internacional (FMI) de relajar la meta de déficit fiscal del 1,9% del PBI y de que le adelante los desembolsos previstos para este año. Le urge impedir la recesión que se le viene encima a la Argentina.
La ecuación electoral del ministro incluía variables políticas y económicas que para este mes debían ponerlo en una situación competitiva como candidato único y natural del Frente de Todos. La magnitud de la sequía hizo explotar todos los cálculos. Peor: puso sobre su mesa la decisión de tomar las medidas drásticas que él había llegado para evitar. Principalmente la devaluación brusca, que se niega a convalidar, aunque el mercado empieza a descontar como ineludible. La famosa mecha ya no se estira.
Antonio Aracre salió eyectado de su efímera pasantía en el poder por dar cuerpo a la idea de un salto en el tipo de cambio oficial. El exgerente de una multinacional de semillas sembró rumores sobre un campo fértil. Fernández y Massa aprovecharon su imprudencia para enmascarar las razones de la corrida, que no se frenó con la sucesión de amagos, salidas intempestivas y renunciamientos.
El misterio de Cristina
La vicepresidenta Cristina Kirchner mira la escena con un silencio pasmoso. A Fernández no le dedicó ni un frío tuit, como aquel que publicó La Cámpora con el augurio de una nueva etapa que empieza ahora que él esbozó su despedida.
Es cierto que era difícil sostener la ficción del gesto patriótico de Alberto, incluso para los propios. Victoria Tolosa Paz se enredó con la palabra escrita: “Siempre primero la Patria, después el movimiento y siempre por último las mujeres y los hombres. En síntesis: primero la gente y empezando por los últimos”. Daniel Scioli celebró así el renunciamiento: “Nunca tomó una decisión en contra del pueblo argentino y esta es una prueba más de ello”. No se sabe si desplegó una destreza para la ironía que se le desconocía. ¿O es que el subconsciente le jugó una mala pasada por la amargura que le genera que ahora Fernández aliente a Agustín Rossi a ser su candidato a la Presidencia? ¿Le habrá cobrado Fernández su promocionada foto de campaña con la camporista Mayra Mendoza?
Scioli, Rossi, por un lado, y el camporista Wado de Pedro, por otro, ocupan una cancha en la que todavía no entraron los jugadores principales ni el árbitro. Se verá si sobreviven ahí de acá a un mes.
La vicepresidenta medita en medio del terremoto en su construcción panperonista. Sus fieles sufren el síndrome de abstinencia de no recibir órdenes. Ella apenas regala audios de Telegram con mensajes ambiguos en los que jura que va a ponerse al frente de la estrategia electoral. ¿Candidata? Por ahora se atiene a lo que dijo en diciembre después de la condena por corrupción que recibió. Insiste en que está proscripta.
Aspira aún a unificar la oferta del Frente de Todos. Su esquema ideal es una jugada como la del 2019, cuando presentó en un tuit la fórmula Fernández-Fernández. Un anuncio que se imponga por sí mismo sobre aquellos que pregonan por unas PASO para definir liderazgos. ¿Pero retiene aún el poder de ordenar el caos a fuerza de voluntad?
Massa no abandonó a la ilusión de ser el elegido. Solo será candidato de consenso, sin primarias, señalan en su entorno y en el sector del kirchnerismo que deposita en él las esperanzas de ofrecer una fórmula competitiva en agosto. Las condiciones para ese salto ya no son bajar la inflación al 3% mensual, como alguna vez soñó en voz alta el ministro. “Tenemos que salir de la corrida. Mostrar al menos que los precios se estabilizan, aunque sea en una cifra alta. Que no haya zozobra. Es cuestión de transmitir sensaciones”, explica un ministro que habla con todos los sectores de la coalición.
La incógnita es si incluso eso es posible. El FMI pide acelerar el ritmo de devaluación y se resiste a entregar dinero adicional tan cerca de un recambio presidencial si no hay un acuerdo con la oposición. Suena inviable. Y no aparecen otras sogas de las que agarrarse.
Un gobernador peronista confiesa: “Perdimos demasiado tiempo. Con esta economía, nadie que integre el gobierno puede ir a pelear los votos”. Se entiende la desesperación de los caciques del PJ por desdoblar elecciones y cuidar “la propia”.
Esa estratagema le está vedada al kirchnerismo, cuya fortaleza de poder reside en Buenos Aires y, en especial, en el conurbano. Un desdoblamiento pondría a Kicillof casi en un mano a mano con el candidato más votado de la oposición. Es como inocularse un ballottage, cuando la ausencia de una segunda vuelta es en los hechos la mayor esperanza que conserva para no perder la provincia.
Los niveles de desaprobación de la gestión nacional y el pesimismo social “extremo” (como lo califica el último Índice de Optimismo Ciudadano, de la consultora Poliarquía) golpean con fuerza a Kicillof. La ola contra el oficialismo amaga con ser un tsunami si no hay ajustes a tiempo. “No estamos para ganar sino para evitar una catástrofe”, advierte un intendente peronista del conurbano.
El kirchnerismo y el massismo se tomarán las próximas semanas para buscar las añoradas “sensaciones” de estabilidad. Solo en caso contrario podría florecer la opción de unas PASO entre contendientes de segunda línea, capaces de despegarse de la gestión nacional y a los que se les encomiende juntar porciones de votos suficientes como para sortear el peligro de un tercer puesto, detrás de Juntos por el Cambio y de los libertarios de Javier Milei.
Les toca vender futuro en condiciones críticas y envueltos en una atmósfera de inocultable fracaso. La jefa del proyecto renunció a seguir bajo la apariencia de ser una perseguida. Y el presidente que ella inventó hace cuatro años deserta sin pena ni gloria, desprovisto siquiera de la excusa confortable de un impedimento legal. Lanzado a una epopeya melancólica que consiste, únicamente, en llegar.