LONDRES.- Apenas el rey Carlos III puso un pie en el primer escalón para subir al trono, la prensa, los medios políticos y el establishment británico lanzaron un vendaval de críticas, dudas y especulaciones sobre los peligros que amenazan a la monarquía con su llegada. El indicio más significativo en ese sentido fue aportado por The Sunday Times, diario tradicionalmente conservador que a lo largo de la historia fue uno de los pilares de la corona: en un dibujo sin palabras, publicado frente a la página editorial, el humorista Morten Morland mostró al nuevo soberano recibiendo una corona diminuta sobre la cabeza.
Ese escepticismo traduce la incertidumbre de un país que todavía no terminó de hacer su duelo tras la muerte de Isabel II que, después de dirigir el país durante 70 años, dejó un sucesor que fue coronado como el soberano de mayor edad en toda la historia británica. Esa forma de describirlo equivale a decir, en pocas palabras, que su reino será efímero porque morirá dentro de poco tiempo. Por eso, la mayoría de los comentarios de la clase política y de los expertos de la monarquía se concentran en la figura su heredero, el príncipe Guillermo de Gales.
Las dudas sobre el futuro de la corona británica no son nuevas. En 2021, la escritora Hilary Mantel había pronosticado que la monarquía “no sobrevivirá más de dos generaciones familiares”, que Guillermo será el último rey de una dinastía que comenzó hace más de mil años. “El príncipe Jorge nunca llegará a recibir la corona”, pronosticó.
En todo caso, “el problema no reside en el personaje que encarna la monarquía, sino en el futuro de la institución”, escribió Russell Myers, comentarista de la realeza en el Mirror, un diario que refleja las posiciones laboristas. Eso significa incluso que la socialdemocracia reconoce que el gran desafío del monarca consiste en “asegurar el futuro de la monarquía”. La posición laborista, que salvo sorpresa obtendrá la mayoría necesaria en las elecciones de 2024 para reemplazar a los conservadores en el poder, revela que no existe una verdadera amenaza interna.
Las minúsculas protestas anti-monárquicas en Trafalgar Square mientras se desarrollaba la coronación a 3 kilómetros de distancia y los gritos hostiles que interrumpieron el God Save de King en el estadio Anfield de Liverpool, probaron que el sentimiento republicano es relativamente estable en Gran Bretaña: 65% de los británicos son favorables al mantenimiento de la monarquía y solo 25% prefiere una “transición” hacia un régimen republicano, según una encuesta realizada la semana pasada por el instituto Ipsos para la cadena de televisión Sky News. El sentimiento republicano, que se expresa en los carteles amarillos con la leyenda “No es mi rey”, está lejos de representar una amenaza, pero alcanzó el nivel más elevado de los últimos 30 años. No es sorprendente entonces que el 78% de sus partidarios se concentre en la población mayor de 65 años, según otro sondeo de YouGov, según el cual lo respaldan solo 35% de jóvenes.
El principal reproche no es de carácter político. Los republicanos le critican financiar su elevado tren de vida con los impuestos de sus 67 millones de habitantes en un país que se empobrece a ritmo acelerado. “Que los privaticen o que generen sus propios recursos para financiar sus actividades”, reclaman los opositores.
Para tratar de romper la serie negra de episodios volcánicos que salpica el prestigio de los Windsor desde los escándalos de la princesa Margarita en los años 60, Carlos III aspira a imprimir un giro positivo a su reinado. A pesar de estar atado de pies y manos porque la Constitución –no escrita– le impide tomar decisiones políticas o participar en el debate nacional, el nuevo rey pretende encauzar su país por una senda de respeto de la naturaleza y la transición ecológica. Sus primeros gestos fueron hacer modificar los motores térmicos de dos de sus automóviles personales –un Aston Martin y un Bentley– para que puedan utilizar un combustible “verde” a base de vino blanco fabricado en su propia granja. Pero se negó a instalar turbinas eólicas en las tierras de su ducado de Cornwall para “no arruinar el delicioso paisaje” de la campiña.
Desde la muerte de su madre también evocó a menudo su intención de dedicar algunas de las residencias reales –como los castillos de Balmoral, Windsor e incluso el Palacio de Buckingham– en sitios abiertos al público.
Como gobernador supremo de la Iglesia de Inglaterra deberá defender el compromiso de terminar con las emisiones de CO2, proclamado en una declaración solemne de la jerarquía anglicana. Y como “Defensor de la Fe”, otra de sus ambiciones consiste en proteger la libertad de culto y el multiculturalismo de la sociedad, sin olvidar los derechos de los no creyentes.
Pero, sin fuerza política, no le resultará nada fácil promover esas ideas y desprenderse de la imagen de frivolidad y despilfarro que acompaña a la casa de Windsor desde hace más de medio siglo para convertirla en una monarquía virtuosa capaz de responder a las reales aspiraciones de su pueblo.
A diferencia de la coronación de Isabel II en 1953, la tormenta de pasiones contradictorias que azota el palacio de Buckingham demuestra que la mayoría de los británicos, ya sean opositores o partidarios, consideran que la llegada al trono de Carlos III no simboliza el comienzo de una nueva era, sino más bien la perfecta continuación de la misma.