En un país convulsionado por las constantes dificultades económicas, políticas y sociales, y con el afán de buscar una solución que nos permita reiniciar el camino hacia la racionalidad, deviene necesario repasar ciertos principios que parecieran haberse dejado de lado.
La situación actual de la Argentina exige que, como hacedores de la política que vendrá, se revise el accionar que han tenido los distintos gobiernos para ver si somos capaces, como sociedad, de evitar que se repitan todas esas conductas que nos han llevado inexorablemente a un estado de multicrisis constante.
En ese trajinar revisionista, no podemos negar que, en mayor o menor medida, las distintas gestiones políticas han contribuido a que estas crisis se renueven una y otra vez, sin darle tregua a la gente.
Se impone, entonces, que recompongamos los principios básicos que deben primar en toda sociedad. Esto es, la búsqueda del bienestar general, la defensa del Estado de Derecho y el respeto por la Constitución y las leyes en su conjunto.
Resulta muy difícil para una nación mantener estos principios si los ciudadanos no respetan las leyes y, por el contrario, actúan como si estas no existieran o no fueran aplicables a ellos. Pero es aún más difícil cuando son los miembros del Gobierno —no importa la bandera que enarbolen— quienes, mediante todo tipo de mecanismo o artilugio, vulneran las leyes y ese Estado de Derecho.
Todos, sin excepción, estamos sujetos a la ley, y nadie es tan importante ni poderoso para estar por encima de esta o escapar a su alcance. Esto es una convención generalizada en la historia conocida como el imperio de la ley o el rule of law, según el derecho anglosajón.
Este concepto jurídico-político debe entenderse como la primacía que tiene la ley sobre cualquier otro principio, y establece un claro limite a las arbitrariedades del poder político. Tiene un alcance sumamente amplio y, a la vez, no es más que la obligación que tiene el Estado y todos sus integrantes a sujetarse a ley fundamental de toda nación, que es su Constitución.
Dentro de nuestro ordenamiento jurídico, el imperio de la ley tiene una importancia fundamental. Esto es así, puesto que contempla todos los mecanismos, los procesos, las normas que sustentan la igualdad de todos los ciudadanos, afianza la posibilidad de que no existan gobiernos arbitrarios, previniendo el uso injusto del poder típico de los gobiernos absolutistas, autoritarios y totalitarios, y garantiza, además, la protección de los derechos humanos y la justicia para todos.
El cumplimiento de este principio asegura la previsibilidad de los gobiernos y del Estado, y alejarse de él, además de complicado, hace imposible que una nación pueda promover el bienestar general de su pueblo, menos aún que pretenda que la sociedad en su conjunto pueda respetar las instituciones tan necesarias para la vida republicana y democrática.
Respetar la ley es la base de toda sociedad, y permite hacer más fácil cualquier proceso que tienda a corregir las distorsiones que se producen y que han llevado a que los gobiernos deban intervenir con distintas medidas mágicas o salvadoras y que, a la postre, no han resultado satisfactorias o, simplemente, nos han llevado a la degradación sistemática institucional de este país. Ni hablar de los distintos procesos inflacionarios y caos económicos de los que hemos sido testigos durante años y años.
Es que el respeto a la ley y al Estado de Derecho de un país asegura la credibilidad y permite que surja el interés por participar seriamente en la vida económica de este, puesto que ofrece las garantías necesarias para que aquellos, que potencial y genuinamente lo miran como un posible mercado para la inversión, confíen, se animen a intervenir y decidan invertir.
No respetar las leyes que regulan la convivencia pacífica entre los miembros que componen una sociedad significa convalidar el desorden, el caos y la injusticia, pero lo que es aún más grave es que hace que se pierda el valor que le damos a conceptos tan básicos como la vida, la propiedad o la igualdad.
La Argentina necesita salir del proceso de involución en el que está inmersa y, al mismo tiempo, debe dejar de lado la tendencia hacia la ilegalidad tan presente en la vida política del país, porque de seguir así, somos inviables y poco serios.
La ilegalidad nos hace retroceder como sociedad y como país que somos. Es evidente el deterioro y la regresión institucional que hemos venido sufriendo. Año tras año, gobierno tras gobierno, se han venido perdiendo los valores que alguna vez nos han hecho grandes. Aquellos valores que los constituyentes pensaron como joyas que se debían proteger, cuidar y encumbrar. Por esta razón, la Argentina ha dejado de ser atractiva para el ojo ajeno. Esto tiene que terminar.
Cuando el mundo discute cuestiones como la inteligencia artificial y su efecto en las sociedades, o temas relacionados con la protección urgente del medio ambiente, tan importante para la vida de todo el planeta, nosotros discutimos sobre el accionar de nuestros gobernantes, de nuestros representantes, y nos apoyamos en ideas anacrónicas y mitos o epopeyas inventadas para justificar el accionar de aquellos que fueron elegidos una y otra vez para que gestionen la voluntad del pueblo, nuestra voluntad. Suena un tanto paradójico, ¿verdad?
Se impone, entonces, imperiosamente que el país retome la senda de la legalidad, de la previsibilidad y de la eficiencia en la gestión del Estado, que solo podrá alcanzarse en la medida en que se adopten las decisiones económicas, sociales y políticas que tengan por objeto proteger al ciudadano de los avatares de las acciones unilaterales, irracionales y desproporcionadas que gobiernos de antaño supieron adoptar.
El país necesita tener mayor seguridad jurídica y, en especial, recuperar el Estado de Derecho. Pero además tiene que trazar planes concretos y claros de desarrollo de largo plazo dirigidos a todos los sectores que sean identificados por sus estructuras productivas, grandes o pequeñas, porque al hacer esto es posible que se concrete la intervención de nuevos participantes económicos internacionales, generando de esta forma que haya un mayor interés, ya que verán a la Argentina como un mercado renovado con reglas claras y previsibles.
La degradación económica y social sin parangón que se está viviendo debe terminar. ¿Somos capaces de hacer esto? ¿O debemos aceptar este nuevo paradigma? El paradigma del retroceso y el de la debacle como mercado y como sociedad.
*El autor es director de Research for Traders y asesor de La Libertad Avanza