El desafío de no volver a entrar en un laberinto sin salida

El problema de fondo que deberá resolver la próxima gestión es el balance del Banco Central (BCRA); faltan dólares y sobran pesos. Los síntomas que percibe el sector privado (familias y empresas) detrás del problema son una inflación mensual de dos dígitos, una brecha cambiaria que está en 115%, y una violenta dispersión de precios relativos, en una economía que no crece desde 2012.

Salir de este entuerto implica una combinación de status quo (un desarme pragmático del cepo), licuación de los pesos no indexados y/o reestructuración de los pesos indexados que distribuya los costos y torne gobernable el tránsito hacia un esquema más normal de funcionamiento de la economía.

Sostener cuatro años más el status quo con estos síntomas es inviable, pero cambiar de esquema sin costos, con una “dolarización mágica que genere un salariazo” sin un desplome previo, también lo es.

Al final de cuentas, como sinceró Carlos Rodríguez, el problema no es la dolarización, sino la despesificación de la economía: “El BCRA emitió muchos pesos remunerados y no tenemos nada para dar a cambio”. Las propuestas de conseguir dólares prestados y/o avanzar en un esquema contable de dolarización de los depósitos licúa o bien a los tenedores de deuda en dólares (con bonos que hoy valen menos de 30) o bien a los tenedores de depósitos en dólares. La licuación descontrolada, si se avanza en un esquema de desdoblamiento cambiario con un dólar libre, como en el Plan Bunge y Born (el primero de Carlos Menem), puede recrear un overhang de pesos incontrolable, que termine en una reestructuración. La incertidumbre sobre los contratos detrás de estas opciones, frente a un escenario electoral aún muy largo, está dejando sin ancla a la economía.

La gobernabilidad debe ser entendida en tres dimensiones. 1) La gobernabilidad que permita que el programa avance sin que “se prenda fuego la calle”. 2) La que permita que pasen por el Congreso las leyes que requieren la estabilización y las reformas estructurales en un país federal que tiene un Senado controlado por las provincias. 3) La que le permita al país alargar el horizonte en una democracia en la cual alternancia sea la norma; dicho de otra forma, que las reformas no se te den vuelta a poco de andar. No se construye con una motosierra.

A fin de cuentas, el esquema de la primera década de este siglo terminó reaccionando exageradamente al esquema de los 90 (cuando la preocupación era el desempleo, agudizado por un ajuste deflacionario de la economía, que no alcanzó cuando el mundo dejó de acompañar y la convertibilidad colapsó, con ruptura de contratos mediante). Un esquema que, a su vez, había reaccionado exageradamente al de los 80 (cuando la preocupación era la hiperinflación y la sociedad avaló un ajuste sin precedente, en un mundo que había virado al Consenso de Washington).

Pasamos de una economía cerrada en los 80 a una abierta en los 90 y a una cada vez más cerrada a partir de los años 2000, recreando problemas parecidos a los de los 80, en un mundo que hoy está virando rápidamente hacia un nuevo consenso de Washington bien distinto al de los 90. El ratoncito en la rueda la pasa mejor.

El interregno de Macri

Comparar la situación actual con la de 2015 es útil porque, como entonces, se intenta pasar de un esquema de represión financiera grosero a un esquema de normalización económica. Pero, además de que el intento entonces falló (no por ser gradual, sino por inconsistente), menos de cuatro años más tarde estábamos de nuevo instalando el cepo. La herencia hoy es mucho más compleja.

Igual que en 2015, las reservas internacionales netas son muy negativas (US$4700 millones), pero el riesgo país asciende a 2375 puntos básicos y la tasa libre de riesgo (la de 10 años de Estados Unidos), a 4,45%. En 2015, el riesgo país estaba en menos de 600 puntos básicos y la tasa de 10 años de Estados Unidos en 2,4%. Dicho de otra forma, en 2015 había mecanismos para recapitalizar el BCRA tomando deuda; hoy no hay quien nos preste. Además de que la deuda con importadores y las utilidades de compañías retenidas son mucho más altas que las de 2015.

Igual que entonces, hoy sobran pesos, pero dos de cada tres que sobran en la economía son remunerados, es decir, crean endógenamente pesos. En 2015 esa relación era 0,6 a 1. Hoy, el stock de pasivos remunerados del BCRA asciende a $20 billones, a un interés de 10% mensual, y la emisión endógena de pesos asciende a $2 billones por mes. Este número es equivalente a seis veces el déficit fiscal de julio, y es igual al costo fiscal del grosero paquete de medidas electorales anunciado.

A diferencia de 2015 hoy la inflación saltó al 12,4% en agosto y, según nuestra proyección, sería de 11% en septiembre. Y seguramente va a volver a saltar, frente a la lógica búsqueda de cobertura ante la enorme incertidumbre. En 2015 la inflación hasta las elecciones corría por debajo del 2% mensual.

A diferencia de fines de 2015, cuando la brecha cambiaria era de 40%, el BCRA intenta evitar ahora que suba de 115% usando dólares “prestados”, bonos en cartera, y dejando afuera del MULC parte de los dólares de exportación.

A diferencia de 2015, hoy la dispersión de precios relativos (hay bienes ridículamente caros y tarifas ridículamente baratas) convive con ingresos (salarios y jubilaciones) muy rezagados. Desde entonces, el salario formal real cae más de 20%, el informal más de 40% y las jubilaciones (sin bono) más de 35%.

A diferencia de 2015, el gasto público consolidado muestra una fuerte licuación (33% del PBI, según el dato estimado para 2023, frente a 43% del PBI en 2015). Aun así, sigue siendo casi 8 puntos porcentuales más alto que el promedio de 1950-2001. Un 40% está en manos de las provincias; un 9%, de los municipios, y solo 51%, de la Nación. Del gasto nacional, 75% es en transferencias al sector privado (jubilaciones y pensiones, asignaciones familiares, programas sociales y subsidios a empresas). De este último grupo de transferencias, el 80% es para el gasto en jubilaciones, que cayó casi 2,5 puntos porcentuales del PBI desde el pico de 2017.

Un programa de estabilización es condición necesaria para empezar a encarrilar el balance del BCRA, corregir la distorsión de precios relativos y la brecha cambiaria y fijar un ancla creíble que corte la inercia y reduzca la inflación sin reaccionar exageradamente con la tasa en pesos, a fin de licuar parte del déficit cuasifiscal sin “reventar” el capital de trabajo de las empresas. Para esto, es fundamental la consolidación fiscal que lleve a cero la emisión de pesos para financiar al fisco, y que permita restablecer una tasa de interés en dólares que baje la incertidumbre sobre la capacidad de un rollover de los vencimientos que arrancan en 2025.

La fuerte caída del gasto público observada a pesar del nuevo “plan platita”, está basada en una megalicuación del gasto indexado, que no se sostiene si el próximo programa es exitoso en bajar la inflación y no opera un esquema de desindexación y de reformas estructurales que adapten la productividad de la economía y del sector público al mundo actual. Mucho menos, si en la contienda electoral los extremos siguen pujando por ver quién baja más los impuestos sin una hoja de ruta para ordenar el esquema tributario groseramente distorsionado por la inflación y la alta evasión.

El margen para el gradualismo que había en 2015, hoy no está. Se requiere un shock, que corrija la distorsión de precios relativos de arranque y fije un ancla creíble que permita avanzar en lo anterior. No hay forma de corregir los precios relativos en forma gradual con la inercia actual (12%) o con la que va a heredar el que llegue en diciembre 2023. Y cada día que pasa, los costos de salida son cada vez más altos.

La pregunta no es si lo que viene es shock o gradualismo, sino si es “shock controlado” (para no reaccionar exageradamente con la tasa de interés de pesos y disponer mecanismos compensatorios que permitan negociar la desindexación del gasto), o “shock descontrolado” que escale la nominalidad en forma permanente.

La combinación de status quo, licuación y/o reestructuración adoptada en el programa que viene no es inocua. Todos los caminos involucran costos; el punto es cuáles son los que conviene adoptar y cómo se distribuyen para sostener la gobernabilidad. El riesgo del voluntarismo es que terminemos como en 1989, reestructurando, licuando y perpetuando el status quo.

Recordemos que la Convertibilidad permitió monetizar rápido la economía tras una megalicuación y un dólar que pasó de 655 australes cuando asumió Menem, en julio de 1989, a 10.000 australes en abril de 1991, cuando arrancó el esquema. Menem negoció con Raúl Alfonsín, las dos leyes ómnibus (Reforma del Estado y Emergencia Económica), que fueron el andamiaje legal de los cambios que requirió el esquema. Recordemos también, que cuando la Convertibilidad arrancó, Menem aún tenía cuatro años y ocho meses de mandato por delante.

Como punto a favor, hoy hay sectores dinámicos que pueden ayudar a recapitalizar rápido el BCRA y empezar a construir una moneda. Evitemos desaprovechar esta nueva oportunidad buscando otra vez atajos en un laberinto que no nos lleva a ningún lado.

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