Dos décadas de economía kirchnerista en las que se duplicó un Estado que es cada vez más difícil financiar

Hace 20 años, Néstor Kirchner, de mocasines, traje cruzado y una impostada pose de “tipo común”, estampó su frente en un lente de una cámara de fotos cuando saludaba en la explanada de la Casa Rosada, el lugar que habitaría como presidente de la Nación los próximos cuatro años y medio, y desde donde el kirchnerismo reinaría en 16 de los últimos 20 años.

Fue el inicio de una nueva época económica, qué marcó al país tanto a fuerza de garrote como de caricias cercanas y que, por estos días, se debate con una inflación de 120% anual, con cepos que asfixian, con decenas de cotizaciones del dólar y con 40 de cada 100 argentinos pobres. Es difícil hacer un balance sin que se pueda poner en el último renglón el resultado final, pero sucede que este proceso transita por estos días por el momento económico más extremo de sus varias gestiones. No hay manera de repasar esta época sin empezar por este final, donde los números azules de inicio de ciclo parecen una pintura descascarada y lejana frente a estos indicadores, negativos por donde se los mire, con los que el kirchnerismo se apresta a coronar su vigésimo aniversario.

Repasar un ciclo económico tan intenso requiere ir y venir por el cajón de las fichas y, de pronto, rescatar una, la más importante, la que determinó el tablero de juego. Ese tema preponderante que se sobrepone a todos es el desmesurado crecimiento del Estado, que, a 20 años de haber iniciado la expansión, se ha tornado casi imposible de financiar. La emisión monetaria, la deuda, la devaluación del peso, la asfixiante presión fiscal y, por supuesto, la inflación, están inspiradas en aquel fenómeno tan característico de estas dos décadas. En el fondo, todos son diferentes respuestas a una misma pregunta: ¿Cómo hacer para financiar el Estado?

Hay algunos números que explican lo que enhebró el kirchnerismo. Se podría decir que el gasto público nacional con el que asumió Néstor Kirchner el 25 de mayo de 2003 representaba el 12,3% del producto bruto interno (PBI), de acuerdo a datos de la consultora Invecq a partir de lo que publica el Ministerio de Economía. Dicho de otra forma, por cada 100 pesos que producía la economía, 12 se firmaban con aquella lapicera Bic del kirchnerismo de entonces. Cuando su mujer y sucesora Cristina Fernández se tomó un vuelo a El Calafate el 10 de diciembre de 2015 y se negó a entregar la banda, la proporción ya era de 24%, el doble de lo que había sido el punto de inicio.

Durante la presidencia de Mauricio Macri el indicador terminó en 18,5%, una baja pronunciada respecto de diciembre de 2015. Pero, claro, una sociedad anestesiada que jamás vio en la expansión del gasto público un problema, sino todo lo contrario, le quitó el apoyo en las urnas. Así se abrió lugar el cuarto mandato kirchnerista. Alberto Fernández regresó a los números récord y, en 2020, producto de la pandemia, colocó la marca de vuelta en 24,4%, para establecerla en el ocaso de su gestión en poco más del 20%, con un ajuste que, fundamentalmente, se basa en el aumento de las jubilaciones por debajo de la inflación.

Pero esa manera de gobernar a “billetazos” no fue solo materia exclusiva de la Casa Rosada. Los tres niveles del Estado (Nación, provincias y municipios) abusaron de los fondos públicos. El llamado gasto público consolidado, de acuerdo a la misma fuente, pasó de representar 26% del PBI en 2003 a 46,5% cuando Cristina Kirchner dejó el poder. Macri empinó la curva hacia abajo y lo dejó en alrededor de 43%, valores en los que se mantiene después de un pico de 47,5% en 2020, año de pandemia.

Pero todas las series y las estadísticas quedan cortas cuando se quiere repasar la expansión del Estado en la economía argentina. La electricidad, el gas, el agua, la harina, la milanesa de soja y la leche para cortar el café; los peajes, el tren, el colectivo, los aviones y el precio de los combustibles: todo, absolutamente todo depende del Estado, que hasta se metió en el precio de las figuritas del Mundial de Qatar. El valor del dólar con el que se viaja, con el que llegan los extranjeros, con el que exporta o importa el productor, con el que toca Coldplay o con el que se pagan las tarjetas de crédito, en todas estas relaciones cotidianas aparece el Estado. Y hay más.

Ahora se llegó al extremo de que cada empresa que tenga un mínimo bien importado podrá lucir una sonrisa de Guasón si logra que el regulador omnipresente le entregue un dólar para cancelar obligaciones en el exterior a un valor que es la mitad del que hay que pagar en el mercado. Por el contrario, el que no lo logra, está más cerca de la quiebra que de la subsistencia. El extremo del intervencionismo del Estado ha llegado a que, para hacer sustentable un negocio, sea más importante ser amigo del regulador que tener talento empresario.

A partir de un Estado populista que llegó a extremos intervencionistas, el matrimonio Kirchner desató una fiesta de consumo que se financió inicialmente con exportaciones récord, producto del aumento del precio de las commodities. El tipo de cambio se atrasó, las tarifas empezaron a quedar rezagadas y, entonces, se gestó una feroz ola de subsidios, principalmente a la energía y al transporte, pero también a alimentos o a actividades económicas enteras, como alguna vez fue la cría de cerdos o pollos.

Claro que aquellos primeros años, favorecidos o no por la coyuntura, tuvieron un signo distintivo que dejó la página de Néstor Kirchner en los libros de historia con una leyenda en la que se lee: “Buen administrador”. Fueron los años dorados de los llamados “superávits gemelos”. Aquel cuaderno del mandatario que todo lo anotaba marcaba que había más exportaciones que importaciones; y más ingresos que gastos. Fue el gran mérito del primer gobierno kirchnerista que logró iniciar un proceso de acumulación de reservas.

Ese modelo, con el que hasta se llegó a pagar al contado la deuda con el Fondo Monetario Internacional (FMI), inició la curva inversa con la expansión del gasto público que arrancó con Néstor, pero se profundizó con Cristina Kirchner. De hecho, actualmente, la falta de dólares se ha convertido en el principal problema para el 20° aniversario de la llegada al poder. Toda una paradoja: de aquella obsesión del primer mandato por la acumulación de moneda dura hasta el ocaso de las reservas en las que se debate la cuarta administración kirchnerista.

“El proceso más importante que se puede rescatar de estos años es el crecimiento del gasto público. Hoy ese gasto es inflexible; se puede desacelerar un poco, pero no eliminar”, resume Luis Secco, economista y director de Perspectivas Económicas, quien aporta una serie de datos que permiten comparar la cantidad de personas que perciben ingresos del sector público y del privado. En la línea de tiempo, arriba se puede ver algo así como una ilustración de lo que podría ser el camino de ascenso a una montaña como el volcán Lanín; abajo, la meseta patagónica.

Los argentinos que todos los meses recibían dinero del Estado eran 6,3 millones en 2006, mientras que los que vivían del sector privado llegaban a 4,9 millones. Las proyecciones de 2023 que incluyen el efecto de la nueva moratoria previsional, indican que serían 18,5 millones los primeros (pensiones no contributivas; leyes especiales, pensiones graciables y excombatientes; titulares de AUH, AUE y prestaciones por desempleo; becas Progresar, jubilaciones, pensiones y empleo público; no incluye Plan Potenciar Trabajo) y 6,2 los segundos. Es decir, la expansión de los que perciben dinero mensualmente del sector público creció 194% en 20 años, mientras que la de los que viven del sector privado se expandió apenas 27%.

Nuria Susmel, economista de FIEL, le pone más números al tema. “Hace tiempo que tengo la idea de que el empleo público es una especie de plan social. Este tipo de empleo crece en todas partes porque crece la población, crece la actividad, las economías se sofistican, etcétera. Ahora, la Argentina tiene claramente un exceso, principalmente en las provincias. Allá por 2002 había 6,21 empleados públicos por cada 100 habitantes; hoy hay 10. Según el crecimiento de la población, debería haber 2,8 millones de ocupados en el Estado, es decir, hay 1,5 millones de más. Si esa población no estuviera ocupada, habría un desempleo de 13,5%. Por eso hablo del empleo público como plan social”, resume.

Los datos que aporta son claros: los empleados públicos pasaron de 2,22 millones en 2003 a los actuales 4,24 millones si se cuenta Nación, provincias y municipios más las empresas públicas, lo que constituye ahora el 10% de la población.

El inicio de esa construcción del Estado se produjo en un momento único de la economía, en el cual el ingreso de dólares por las exportaciones del agro era capaz de financiar la más grande de las estructuras. Aquel excedente se volcó masivamente al gasto corriente, en vez de destinarse a la expansión de la infraestructura o a la acumulación de reservas. “Se construyó un Estado que hoy es infinanciable y que deterioró todas las otras variables macroeconómicas. Además, no hubo ganancia de competitividad. De hecho, hoy se podría mostrar el doble del tamaño del sector público y el deterioro de los servicios básicos que provee como la educación, la salud y la seguridad, que gran parte de la población se procura por su cuenta”, dice Dante Sica, economista de Abeceb y exministro de Producción.

Como se dijo, la primera expansión del gasto se apalancó en la enorme suba de los precios de los bienes exportables argentinos. Paralelamente, Néstor Kirchner inició un proceso de aumento de la presión fiscal, que llegó a niveles récord a finales del tercer mandato del espacio político, en 2015. Para el Instituto Argentino de Análisis Fiscal (Iaraf), la presión tributaria efectiva pasó de 22,6% del PBI en 2003 a 27% en 2007. Desde ese lugar, Cristina Kirchner lo depositó en el récord de 32,3%, es decir, en sus mandatos, los integrantes del matrimonio consolidaron una suba de 43% de la presión impositiva. El número es un promedio como porcentaje del PBI y no la presión que tiene un determinado sector o contribuyente que, en varios casos, sobrepasa el 50% de los ingresos.

Un mojón importante en la política de aumentos se dio en 2008. El aumento de presión fiscal llegó a un punto cúlmine en marzo de aquel año, cuando se desató la llamada “crisis del campo”, una protesta del sector agropecuario que se oponía a las retenciones móviles para la soja, entre otras exportaciones de granos. En julio, con el recordado voto “no positivo” del vicepresidente Julio Cobos, terminó con la iniciativa oficial. “Fue una rebelión fiscal de un sector económico”, la definió alguna vez la dirigente Elisa Carrió.

Tanto Néstor como Cristina Kirchner, en sus dos períodos, fueron responsables de una expansión del gasto por encima de la inflación. De acuerdo a datos de Secco, y si se toma como el mes uno la base cero de comparación y se lo ajusta por inflación, hacia el mes 48 de su mandato Néstor gastó $168,4, mientras que su mujer llegó a $143,9 en su primer paso por la Casa Rosada y a $118,4 en el segundo.

Según esa comparación, por cada cheque mensual que firmó el santacruceño por $168,4, Mauricio Macri suscribió $71,5, menos de la mitad, mientras que Alberto Fernández, al que le faltan algunos meses de gestión, firma uno por $99,3. Dicho de otra forma, Kirchner gastó 68% por encima del IPC; Cristina, 43%; el Presidente, prácticamente lo mismo que cuando asumió, y Macri ajustó casi 30 puntos por debajo del aumento de precios. “Néstor Kirchner consagró en el Estado aquel principio que dice que billetera mata galán. Nadie gastó más que él”, resume Secco.

Aldo Abram, economista de la Fundación Libertad y Progreso, cuenta que la recuperación de aquellos años tuvo que ver con el regreso al camino de un presidente elegido por el voto y con la estampida de los valores de los bienes exportables. “Los Kirchner pudieron gastar sin problemas por el rebote de la economía, pero también por los precios de las commodities. Eso no se sostuvo y empezaron los problemas. Sobre todo entre 2014 y 2015, se notó la presión impositiva no solo en el contribuyente, sino en que el sector privado productivo, agobiado por los impuestos, había dejado de invertir y no creaba trabajo de calidad”, explica.

Sin embargo, aquella receta exportadora tiene varios indicadores que le ponen puntos suspensivos. Más allá de que las exportaciones subieron nominalmente, la comparación puede ser caprichosa, ya que el mundo exporta más. Marcelo Elizondo, economista experto en comercio exterior, cuenta que la Argentina representaba en 2003 un 0,39% de las exportaciones mundiales. Pasaron 20 años y ese número es ahora de 0,35%. En el caso de las ventas al exterior de servicios, del 0,22% del total mundial de 2003 pasó ahora a un 0,21%. No hubo expansión en el comercio argentino en el planeta. “Un dato más. Según el portal del Gobierno, mientras que en 2007 había 14.444 empresas que exportaban, en el primer semestre de 2022 el número era de 7532. El dato no es anual, porque hay muchas que no exportan en los dos semestres, pero es un indicador”, dice.

“Si tuviera que señalar como la característica más saliente de todo el período kirchnerista y la que más perduró en el tiempo, sin duda diría que es la expansión del gasto público -aporta Matías Surt, economista y director de Invecq-. Es la expansión del gasto público más rápida y más fuerte de la historia argentina. Solo pasó algo similar en el primer y segundo peronismo, pero ni siquiera llegó a ser tan abrupta como ahora”.

Sin embargo, apunta el segundo tema saliente de este período: el uso del gasto público como una palanca de intervención sobre la estructura social argentina, que generó una combinación completamente inconsistente entre la estructura productiva -los que aportan- y la distributiva, entre los que se reparte.

Así las cosas, el gasto público se convirtió en el tablero de mando de la economía argentina. “Creyeron que a través de esa herramienta se podía subsidiar tarifas para que la gente tuviera un mayor ingreso disponible, subir artificialmente su poder adquisitivo y que lo gasten en otras cosas. O dar jubilaciones y aumentar el ingreso a los jubilados; contratar empleados públicos y dar empleo a quien no tiene o aumentar los salarios, porque cuando se contratan personas en el sector público, se genera un aumento de la demanda en el mercado de trabajo que impulsa para arriba los sueldos”, continúa Surt.

Ante tal expansión del sector público que intentó modelar una estructura social de ingresos altos, la estructura del sistema económico y productivo argentino quedó quieta, sin ganar tamaño. “Una estructura social desarrollada, como la europea, requiere una economía más eficiente todavía para que soporte el peso del Estado y lo pueda financiar. En la Argentina ocurrió lo contrario”, dice Surt.

En nombre de aquel Estado se intervino de tal manera el sector privado que, paradójicamente, resultó más pequeño e ineficiente. De la mano de aquellos postulados se estatizaron el sistema previsional, las acciones de Repsol en YPF y decenas de compañías como Aerolíneas o Aguas Argentinas. Volvieron a manos públicas prácticamente todos los ferrocarriles y hasta se creó una petrolera (Enarsa) que no tenía petróleo, o una aerolínea (Lafsa) que nunca voló, pero tenía cientos de empleados. Los colectivos urbanos de toda la Argentina, que hasta 2002 no necesitaban subsidios para subir y bajar pasajeros, se hicieron dependientes a punto tal que hoy alrededor de 9 de cada 10 pesos que recaudan los paga el Estado.

Se intentó hacer con la cerealera Vicentin lo que ya se había logrado con la imprenta Ciccone, la fábrica de billetes que se estatizó para salvar al entonces vicepresidente y exministro de Economía, Amado Boudou. Las concesiones viales ahora son parte de una empresa pública y aún persiste el reclamo judicial para que Autopistas del Sol y del Oeste recorran el mismo camino.

Dentro de esa lógica, se corrió al sector privado del mundo de la infraestructura y toda la inversión quedó en manos del sector público. Ni siquiera el gasoducto Néstor Kirchner, que tenía todo acordado para que los petroleros desembolsaran el dinero, pero finalmente fue sostenido por plata del Tesoro.

Siempre con la misma receta del Estado todopoderoso se regularon los precios de toda la economía y se generaron enormes distorsiones de las que no es fácil salir. Con esa misma caja de herramientas se trató la inflación que empezó a aparecer como síntoma en 2007. En aquel verano, Kirchner decidió intervenir las estadísticas del Indec y colocó ahí al obediente Guillermo Moreno, por entonces secretario de Comercio Interior. El remedio al Índice de Precios al Consumidor (IPC) en alza fue la intervención en los precios, primero, y en la economía, después. Desde entonces, jamás se atacaron las causas de la inflación, sino que se la trató con otro diagnóstico.

El Estado, especialmente el Banco Central, fue el principal auxilio al Tesoro, junto con el aumento de impuestos. Aparecieron los cepos y, luego, la emisión monetaria que generó el efecto que por estos días corona este proceso con 120% de inflación.

A 20 años, hoy en la economía impera la prohibición, la asfixia regulatoria, la inflación despiadada y la caída del valor del peso, la infraestructura detonada, el sector privado en pausa y los indicadores sociales que no se deterioran más por ese tamaño del Estado que sostiene lo que puede. Pero, por sobre todo, dos décadas después, el kirchnerismo se debate en la más extrema incertidumbre económica y se aferra a las excusas de Macri, la pandemia, la guerra o lo que pueda.

Finalmente, es el ocaso del imperio del populismo de Estado, un experimento que solo funciona con dinero y discrecionalidad. En 2023 se terminó el dinero. Por eso, cada día aumenta la discrecionalidad con la que el kirchnerismo se apresta a coronar su obra.

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