LONDRES.- En una fastuosa ceremonia celebrada este sábado en Westminster, seguida por cientos de millones de personas por televisión y dos millones en las calles de Londres, Carlos III de Inglaterra se convirtió este sábado en el cuadragésimo soberano coronado en esa abadía desde 1066.
Ese solemne acto de dos horas, que el nuevo soberano esperó pacientemente durante 74 años, se convirtió en realidad cuando Justin Welby, arzobispo de Canterbury y gobernador de la iglesia de Inglaterra, colocó sobre su cabeza la corona de San Eduardo y el rey invocó al Supremo para que su reinado pueda ser “una bendición” para la gente de “toda fe y convicción”.
Ese histórico momento, cargado de simbolismos y visto en directo en todo el planeta, fue probablemente el cénit en la vida de ese hombre, cuyo destino quedó sellado hace 70 años, cuando su propia madre accedió al trono en 1953 y él se convirtió en heredero del trono de Inglaterra.
La jornada comenzó muy temprano, cuando los invitados de menor importancia protocolar comenzaron a llegar a la abadía a partir de las 7.45. Para entonces, una lluvia intermitente, que empeoraría con el correr de las horas, había comenzado a caer sobre una ciudad que se asemejaba a dos urbes totalmente diferentes. Una llena de algarabía, invadida por una muchedumbre compacta, vestida con los colores reales, donde flameaban banderas británicas y las vestimentas más disparatadas, reunida a lo largo de lo que sería el recorrido real. Otra, la mayor parte de Londres, desierta, sin un alma en las calles, abandonada por sus habitantes que, a esas horas, se habían instalado frente a sus pantallas de televisión o en los pubs para seguir la ceremonia.
A las 10.20, ni un minuto más ni uno menos, el rey y su esposa Camilla, salieron del palacio de Buckingham. Iban escoltados por 7000 policías, soldados y miembros de los servicios de seguridad, que marcharon junto a la espectacular carroza dorada, la Gold State Coach, que los condujo hasta la catedral.
A las 11 (hora local), Carlos III y Camilla hicieron su entrada a la abadía, donde los esperaban 2300 personalidades de la nobleza, dignatarios extranjeros y miembros del cuerpo diplomático, algunos integrantes de la familia real, políticos, y representantes de una infinidad de asociaciones de beneficencia patrocinadas por la pareja real.
El arzobispo Welby inició de inmediato la primera etapa de esa ceremonia profundamente religiosa, que respeta desde hace siglos el mismo ritual. Conocido como “el reconocimiento”, el oficiante presenta el nuevo soberano a la asamblea, al “pueblo”, según la tradición. Carlos se volvió entonces hacia los cuatro lados de la abadía, para ser proclamado “rey indiscutible”, antes de que la asistencia fuera invitada a expresar su homenaje y su voluntad de servicio.
Siempre guiado por el arzobispo, el nuevo monarca prestó después juramento sobre la Biblia. Carlos hizo además un segundo juramento para dar testimonio de su calidad de “fiel protestante”.
Pero fue la tercera etapa de esa espectacular ceremonia la que, sin duda, quedará grabada en la memoria de miles de millones de personas: la unción. Un momento de profundo recogimiento y emoción, no solo para el monarca, sino incluso para los menos creyentes. Después de despojarse de la capa de Estado, Carlos III revistió una simple camisa de lino blanco, símbolo de humildad, ante de sentarse en el trono de San Eduardo, el mismo que se utiliza desde el siglo XIV en cada coronación.
“Es realmente el momento clave de la ceremonia”, explica la periodista especializada Marion Prudhomme. El único donde el rey, oculto a los ojos de la gente por tres paneles tapizados con una tela exquisitamente bordada en homenaje a los países del Commonwealth, recibió la triple unción con “la cuchara de la coronación”.
El líder supremo de la Iglesia Anglicana untó entonces las manos, el pecho y la cabeza del monarca con óleo santo, producido esta vez con aceitunas de árboles del Monte de los Olivos de Jerusalén y bendecidas durante una ceremonia especial en la iglesia del Santo Sepulcro.
Una vez recibida la unción, Carlos II abandonó ese trono, que lleva en su base la mítica “piedra del destino” utilizada antiguamente para la coronación de los reyes de Escocia, y se revistió con una túnica bordada de hilos de oro, la misma que antes habían llevado dos de sus predecesores. En ese momento le fueron entregados los atributos de la corona, como el abrigo imperial, el orbe de oro y el anillo del Soberano, que representa el matrimonio del monarca con su nación.
Carlos ocupó enseguida el trono de San Eduardo y se colocó el guante de la coronación. En su mano derecha recibió el cetro con la cruz, y en la izquierda el cetro con la paloma. Exactamente a las 13.00, recibió en la cabeza la corona de San Eduardo, que se utiliza una sola vez en la vida de un monarca. Las campanas de Westminster comenzaron entonces a sonar y de inmediato, en una ceremonia conocida como Ring for the King, tañeron otras 38.000 en el resto del país. Se escucharon trompetas y disparos de cañón para celebrar el verdadero acceso al trono del nuevo monarca.
La quinta y última etapa fue la entronización. Carlos dejó entonces el trono de San Eduardo y recibió, visiblemente emocionado, el homenaje de Guillermo, su hijo mayor y heredero del reino. Cuando Guillermo se arrodilló frente a él para jurarle fidelidad, se escuchó un imperceptible: “Thank you William!”, pronunciado por el monarca. Según la tradición, una sucesión de miembros de la familia real y pares de la nobleza debían rendir el mismo homenaje al rey. Esta vez, Carlos III decidió obviar ese aspecto de la ceremonia. También se negó a remplazarla por un homenaje nacional por parte de todos sus súbditos. Según su amigo y biógrafo Christophe Émon, el nuevo monarca calificó la idea de “aborrecible”.
Ya consagrado, Welby remplazó en la cabeza de Carlos III la pesadísima corona de San Eduardo por la corona imperial de Estado, engarzada con 2868 diamantes y 17 zafiros.
Mucho menos pomposa y simbólica, fue la coronación de su esposa, Camilla, que vestida con un elegante traje blanco largo también recibió un cetro y una corona. Como su esposo, las manos de Camilla recibieron el óleo sagrado, aunque la unción se hizo ante los ojos del público. Su corona perteneció a la reina Mary, creada en 1911, a la cual se agregaron -a su pedido- algunos diamantes de la colección personal de su suegra, Isabel II.
Carlos y Camilla regresaron al palacio de Buckingham a bordo de la misma Gold State Coach, una carroza de 260 años, dorada a la hoja, utilizada únicamente para la coronación real y célebre por ser “absolutamente terrible” para los riñones de sus pasajeros. La procesión, de 2,3 kilómetros de distancia, fue integrada por otras carrozas transportando a otros miembros de la familia real. Una con el príncipe Guillermo, su esposa Kate que, vestida en forma espectacular y luciendo los colores de Gran Bretaña (azul, rojo y blanco), se convirtió en la estrella de la jornada. Iban con ellos sus tres hijos, Jorge, Charlotte y Luis. Eterno travieso de la familia, que suele hacer las delicias de la prensa internacional en cada ocasión, el hijo menor de los príncipes de Gales decidió bostezar ostensiblemente durante la coronación para desesperación de su hermana Charlotte, que siempre se esfuerza sin gran éxito en controlarlo.
Tras recibir a todos los cuerpos militares británicos en los jardines de Buckingham y recibir las tres “hurras” tradicionales, el flamante monarca y su esposa, acompañados por miembros de la familia, salieron exactamente a las 14.30 horas al balcón para saludar a los miles de personas que habían esperado pacientemente durante horas, e incluso días, para asistir a la ceremonia. Esa aparición en el balcón es una tradición inaugurada en 1902 por Eduardo VII y que luego fue respetada rigurosamente por todos los nuevos monarcas.
A pesar de la lluvia, los Red Arrows de la patrulla aérea británica cumplieron con lo previsto por el programa: nueve de ellos sobrevolaron el palacio en presencia de Carlos III y su familia, así como la enorme multitud, estimada en 2 millones de personas, reunida en torno del palacio a pesar de la lluvia pertinaz que caía en ese momento.
Problemas de familia
Como en toda familia, y muy particularmente en la familia real británica, marcada por desavenencias y disputas de toda índole, no todo fue ideal durante la jornada. Si bien Guillermo, Kate, sus tres hijos desempeñaron los primeros roles en la celebración, no sucedió lo mismo que Harry, duque de Sussex e hijo menor del rey, que rompió con la monarquía en 2020 y se instaló en California con su mujer, Meghan, y sus dos hijos. Tras meses de negociación Harry estuvo presente en la abadía. Pero, relegado a un puesto secundario en tercera fila. Y luego partió de inmediato hacia el aeropuerto con la excusa oficial de llegar a tiempo para el cumpleaños de su hija Lilibet.
Otro miembro de la familia cuya sanción fue evidente en la ceremonia fue el príncipe Andrés. Casi oculto entren los invitados, el hermano menor del rey no está autorizado a representar a su familia después de una denuncia por agresión sexual en Estados Unidos, ligada al caso del desaparecido financista pedófilo Jeffrey Epstein.
Varios miembros de la familia real tuvieron un papel importante en la ceremonia. Carlos III escogió cuatro pajes entre sus allegados, entre ellos su nieto Jorge, segundo en el orden sucesorio. La reina Camilla incluyó a su familia, fruto de su primer matrimonio con Andrew Parker-Bowles. Tres de sus nietos, Gus, Luis y Freddy, fueron parte de los pajes que la acompañaron.
La lluvia finalmente arruinó los 3100 bailes y festejos populares previstos en Londres para celebrar la coronación del nuevo monarca. Pero se trató solo de una postergación. Este domingo seguirán los festejos en todo el reino, incluso con comidas especiales cuyas recetas fueron publicadas por los servicios de comunicación de la Casa Real.
En cuanto a Carlos III, muchos deben haber querido tener poderes mágicos para adivinar lo que pasaba este sábado por la cabeza y el corazón de ese flamante monarca, que apenas sonrió, y esperó toda una vida para comenzar a perseguir los objetivos con los que siempre soñó. No le será nada fácil. No solo porque lo hace bajo la sombra omnipresente de su madre, Isabel II, que sigue siendo para sus súbditos un modelo irremplazable. Sino porque, a los 74 años, aun queriendo hacer ejercicio de modernidad, Carlos III es, definitivamente, el representante de una generación pasada de moda y de un mundo que está en vías de desaparecer.