Vladimir Putin imaginó que la invasión de Ucrania sería una guerra de bajo costo para los rusos y de alto beneficio para sí mismo. El presidente ruso planeó, según sus propios generales contaron, que sus fuerzas tomarían Kiev en apenas dos o tres días después de que comenzara la incursión, el 24 de febrero de 2022.
Un rápido éxito militar implicaría pocas muertes y leve impacto económico y, sobre todo, alejaría las amenazas occidentales y ampliaría las fronteras de la Gran Rusia que Putin pretendía resucitar al modo de un emperador contemporáneo.
Esa ilusión duró días. Y este fin de semana, dieciséis meses después, Yevgeny Prigozhin, el dueño del mayor ejército privado del siglo, el propagandista más eficaz del Kremlin, rompió la última fantasía de su gran amigo, Putin. El precio para los dos será altísimo.
Pese a los planes del presidente, ya pasó la mitad de 2023 y la guerra continúa. Rusia acumula éxitos y fracasos, lo mismo que Ucrania, la nación que, al momento de empezar la invasión, apenas contaba con el 10% de los recursos militares que tenía Moscú. Ninguno logra sacar una ventaja decisiva. La destrucción del este de Ucrania y los muertos se apilan, sobre todo dentro de las poco entrenadas fuerzas rusas.
“Mi propio enemigo”
Hace meses ya que Putin, cambió su fórmula de beneficios: mantener la guerra y sus dramas lejos de casa y de la vida diaria de los rusos, no ya para sacar alto rédito sino para garantizar su propia supervivencia en el poder.
El presidente casi lo logra. La recesión de 2022 no fue ni tan grande como la proyectaban los organismos internacionales ni tan desastrosa como la de Ucrania; incluso fue menor que la ocasionada por la pandemia. La destrucción se limitó a Ucrania, con algunas poquísimas excepciones en tierra rusa. Y los muertos y los rigores del reclutamiento casi forzoso al que las bajas en combate lo obligaron fueron silenciados por la implacable censura rusa.
Sin embargo, su ahora examigo Prigozhin se interpuso entre esa fantasía y Putin. La realidad se aceleró y golpeó a Rusia y a los rusos de una manera que no imaginaban hace tres días.
La guerra entró en casa de forma brutal. Pese a ser frenada en 24 horas, la rebelión del grupo Wagner creó pánico en Moscú y otras ciudades, desnudó la imposibilidad de las fuerzas armadas rusas de hacer frente a un ejército de mercenarios y dejó en evidencia, fundamentalmente, los errores de cálculo de Putin, errores que hoy son la mayor amenaza a sí mismo.
Malos cálculos y misterios
Distanciado de los rusos y del mundo, el presidente todopoderoso, el líder de las dos décadas de puño fuerte e infalible empieza a convertirse en su propio enemigo. La última señal de esa transformación fue su error de cálculo con Prigozhin. El excaterer y ahora jefe mercenario está enfrentado desde hace un año con Sergei Shoigu, ministro de Defensa, y Valery Gerasimov, jefe del Estado Mayor de las fuerzas armadas rusas, por los trofeos por los que se suelen pelear todos los hombres de Putin: dinero, poder y honores. Todo bajo la habitual supervisión del presidente, el árbitro que dirime y reina.
Sin embargo, el “divide y reinarás” de Putin ya no es lo que era. Las internas se desbocaron y las quejas de Prigozhin sobre Shoigu se convirtieron, la semana pasada, en acusaciones de boicot y asesinatos. Y el jefe del grupo Wagner estalló y le presentó a Putin su mayor desafío en casi 24 años de poder.
Allí cuatro preguntas desnudan el error de cálculo –y la debilidad- de Putin y de su Kremlin. ¿Por qué el presidente dejó que su examigo y socio llegará a este punto? ¿Por qué el gobierno ruso no accedió a la información de inteligencia que sí tenía Occidente sobre la operación de Prigozhin, planeada con anticipación a juzgar por su dimensión? ¿Si tenía esos datos, por qué dejó que el grupo Wagner tomara con tanta facilidad la base de Rostov, llenara de pánico a los rusos, rompiera su ilusión de paz y evidenciara la falta de preparación de sus fuerzas armadas? ¿Actuó solo Prigozhin?
Las respuestas son tan esquivas como insuficientes son aún las explicaciones de por qué Prigozhin lanzó una operación que, tarde o temprano, decretaría, por lo menos, su muerte política.
El error de Putin no es más que el último de una serie de malos cálculos que hicieron que los planes de Putin salieran al revés y condicionaran no solo su lugar en el mundo sino su lugar en Rusia.
No olfatear y anticiparse a Prigozhin se suma a otros tres errores críticos que llevaron a Putin a pensar que la guerra duraría días, a lo sumo semanas: que Ucrania se arrodillaría ante la fuerza rusa; que los Estados Unidos de Joe Biden, golpeado por la humillante y caótica salida norteamericana de Afganistán, no reaccionaría ante la invasión, y que una Europa necesitada del petróleo y del gas rusos sería indiferente a los pesares de Kiev.
El pesado y duradero costo de los errores
Nada de eso sucedió. Esos errores no fueron terminales para el gobierno ruso pero sí potenciaron sus debilidades y crearon nuevas dependencias, justo cuando Putin buscaba ampliar, con la invasión, la influencia y la autonomía de su país.
La economía rusa y su esfuerzo bélico dependen de la venta de petróleo y gas; de allí proviene el 50% de los ingresos del Estado. La energía rusa fue tanto una dependencia como un arma, hoy es solo una dependencia. Amenazar con cortar el flujo de gas o de petróleo fue un arma constante el año pasado para el Kremlin. Pero Europa modificó su consumo y se aprovisionó y el mercado y los precios cambiaron. Hoy el gas y el petróleo están en precios muy inferiores a los del año pasado y los compradores de crudo ruso son casi solo dos: China e India. Naciones a las que antes Rusia les hablaba desde arriba hoy son su salvavidas económico.
Hacia adentro de Rusia, los errores de cálculo de Putin desviaron sus planes precisamente en el sentido contrario al que él quería. El más obvio ahora, cuando terminan estas 24 horas de vértigo y peligro de la historia rusa, es el frente de guerra.
Los 25.000 mercenarios del grupo Wagner eran esenciales para sostener las líneas de defensas rusas en el sureste ucraniano ante la contraofensiva ucraniana, que hoy mismo tomó mayor dimensión para aprovechar la distracción de Rusia. ¿Qué sucederá con ellos y con su comando luego de la rebelión y de que Prigozhin viajara a Bielorrusia? ¿Tendrán la misma lealtad con el Kremlin para luchar y morir en una guerra que su jefe consideraba ya una aventura inútil?
El menos visible de los efectos de los errores de cálculo de Putin es el político. La autoridad y la credibilidad de Putin empezaron a desgastarse muy lentamente con la invasión a medida que los fracasos llegaban y el líder permanecía distante. La rebelión expresa a los tiros y a los gritos lo que muchos callaban en Rusia, no importa su color ideológico: la guerra no funciona.
¿Cuál será el impacto sobre esa autoridad de la rebelión? La insurrección fue sofocada, pero es la primera en la era Putin. La grieta está a la vista.
En la historia rusa, los finales de era no son abruptos; son, en todo caso, la sumatoria de años de rebeliones, hartazgos, quejas ignoradas, sometimiento, sufrimiento y frustración, que explota en períodos de inestabilidad y sensibilidad internacional. La revolución bolchevique comenzó en 1917 pero la historia rastrea sus gérmenes a la revolución de 1905. La disolución de la ex URSS fue en 1991; sin embargo, sus gérmenes pueden rastrearse a la invasión soviética de Afganistán, que empezó en 1979 y terminó diez años después con un fracaso estrepitoso.
Desde movimientos opositores asfixiados y desaceleración económica hasta guerras sin final aparente e intentos de golpe de Estado, Putin empieza a acumular muchos de esos antecedentes.