Ciudadanos comunes para un hombre que se cree impune

NUEVA YORK.- En la película Doce hombres en pugna, la obra maestra de Sidney Lumet del año 1957, dos integrantes de un jurado casi se agarran a trompadas mientras deliberan sobre un caso de homicidio en primer grado en la ciudad de Nueva York. Cuando logran separarlos, otro de los jurados, un relojero conciliador interpretado por George Voskovec, da un paso al frente para romper el incómodo silencio que se había instalado.

“Esta pelea… No estamos acá para eso, para pelear. Tenemos una responsabilidad”, dice el jurado en un inglés titubeante con acento vagamente centroeuropeo. “Siempre consideré que ese era un rasgo notable de la democracia: que hemos sido… ¿cómo era la palabra…? ¡Notificados! Hemos sido notificados por correo que debíamos presentarnos en este lugar para decidir sobre la culpabilidad o la inocencia de un hombre del que nunca oímos hablar. No tenemos nada que ganar o que perder con nuestro veredicto. Y esa es una de las razones de nuestra fortaleza.”

Los orígenes del relojero inmigrante generan suspicacias en algunos de los otros jurados -todos varones blancos-, pero resulta apropiado que sea precisamente él quien le recuerda al grupo el papel esencial de los jurados para el autogobierno de los ciudadanos de Estados Unidos. Porque muchas veces lo que más nos cuesta ver es lo que tenemos frente a nuestras narices…

En los últimos tiempos pienso muy seguido en Doce hombres en pugna, sobre todo por la seriedad con que aborda la cuestión de la humanidad de los jurados y la importancia de su papel. Y durante la última semana esa sensación estuvo particularmente presente, cuando Donald Trump se entregó a las autoridades por cuarta vez en cinco meses y fue fichado en el condado de Fulton, Georgia, por asociación ilícita para intentar revertir el resultado de la elección a presidente de 2020 en ese estado.

La otra noche volví a ver la película y llegué a la conclusión que un jurado sería la mejor respuesta a difícil cuestión de hacer responsable a Trump de los hechos del 6 de enero de 2021 en el Capitolio. No siempre tuve esa opinión. Llevar a juicio a un expresidente, por justificado que estuviese por los hechos, me parecía una opción de último recurso, cuando todo lo demás había fallado.

Los juicios políticos contra Trump fueron bloqueados por la intransigencia republicana en el Senado. Aunque los votos para destituir a Trump por primera vez fueron de ambos partidos, la Constitución exige una mayoría calificada de dos tercios, que vuelve inviable el castigo cuando los márgenes son muy estrechos.

Después está la “cláusula de descalificación” de la 14va Enmienda, que excluye de cualquier cargo público a quien haya prestado juramente a la Constitución y luego hayan participado “de una insurrección o rebelión en contra de ella o proporcionando ayuda o protección a sus enemigos”.

Originalmente, el blanco de esa cláusula eran los militares confederados, pero ahora está en el ojo de la tormenta, desde que dos respetados constitucionalistas conservadores explicaron, con convincente detalle, que se aplica perfectamente a Trump, porque su comportamiento antes y durante el 6 de enero lo descalifican para ser presidente.

Y agregan que los funcionarios del Estado a cargo de la impresión de las boletas deberían tenerlo en cuenta, y simplemente eliminar su nombre.

Pienso que es claro que el asedio al Capitolio fue una insurrección y que Trump tuvo por lo menos algo que ver. Pero quienes critican a los mencionados constitucionalistas señalan, también de manera convincente, que los términos son tan amplios y vagos que la cláusula se presta al abuso, en especial si se deja en manos de funcionarios electorales partidarios.

Además, cualquier intento de dejar a Trump afuera de las boletas desatará un litigio judicial que terminará en la Suprema Corte. Cuesta mucho imaginar toda una seguidilla de jueces que dictaminen que el candidato republicano favorito a la presidencia no puede ocupar el cargo.

Un jurado penal de ciudadanos comunes, por otro lado, no solo decidiría el destino de Trump, sino que lo haría, como señaló el relojero inmigrante, destilando la quintaesencia del autogobierno democrático. Una docena de ciudadanos elegidos al azar, notificados por correo para que se presenten en el tribunal, decidirá sobre la culpabilidad o la inocencia de uno de sus conciudadanos, que en este caso es un expresidente.

Las reglas del proceso

A diferencia de la mayoría de los jurados, los elegidos para las causas del 6 de enero estarán muy familiarizados con el acusado. Son seres humanos que vivieron los últimos ocho años y que posiblemente tengan sentimientos preexistentes hacia Trump. Pero como todos los jurados, estarán sujetos a la ley y a estrictas reglas de proceso y de presentación de pruebas, diseñadas para filtrar esos prejuicios.

Y como todo ciudadano, Trump gozará de la presunción de inocencia, así como de todas las protecciones que la Constitución les garantiza a los acusados de delitos penales, incluido el derecho al debido proceso, a no testificar en su contra, y a ser juzgado por un jurado de sus pares.

Tal vez para Trump sea poco consuelo, pero para el resto de nosotros debería ser un consuelo enorme.

“Tiene que ver con la participación política”, dice Akhil Reed Amar, constitucionalista de la Universidad de Yale, que ha escrito mucho sobre la importancia de los jurados. “Se trata de la conexión de los jurados entre sí y con el gobierno. Es una institución política diseñada para tener la experiencia real, la apariencia y el sentimiento de lo que es el autogobierno”.

Los padres fundadores de Estados Unidos lo sabían muy bien. Incluso antes de que se adoptara la Constitución, todos los estados preveían juicios con jurado para los casos penales. Y la Declaración de Derechos contiene tres enmiendas distintas que garantizan el derecho a un jurado.

Los jurados no son perfectos: ninguna empresa humana lo es. Pero con su búsqueda de los hechos y con su esfuerzo por aplicar la ley, los jurados nos acercan a una “verdad acordada” más que cualquier otro método ideado hasta ahora, y ciertamente mucho más que el barro de la política partidaria.

Por supuesto que un jurado bien podría absolver a Trump: es el riesgo que corremos al confiar unos en otros para emitir un veredicto. Es lo que sucede en Doce hombres en pugna, cuando el personaje de Henry Fonda, que al principio es el único que votaba no culpable, va convenciendo gradualmente a los otros once miembros del jurado a reconsiderar si la fiscalía efectivamente había probado los hechos. Su punto no era que él tenía razón y ellos estaban equivocados, sino que había suficientes incertezas, suficiente “duda razonable”, para no condenarlo.

“Realmente no sé cuál es la verdad”, le dice Henry Fonda a los últimos jurados que se resistían a cambiar su voto. “Creo que nunca nadie lo sabrá. Ahora nueve de nosotros parecemos sentir que el acusado es inocente, pero sólo estamos apostando en base a probabilidades”.

Es lo que implica vivir en una sociedad regida por el Estado de derecho. Bajo la forma de un jurado, creamos fugazmente un mundo en el que los hechos y las leyes, en lugar de los prejuicios, tienen la oportunidad de imponerse. No es un mundo en que la mayoría de nosotros pueda habitar todo del tiempo, pero sin él no habría democracia.

Por Jesse Wegman

(Traducción de Jaime Arrambide)

MySocialGoodNews.com
Logo
Enable registration in settings - general
Shopping cart