Borges y aquellos pastores de hacienda brava

A María Kodama…

En sus obras, Borges desarrolla temas mundanos, reales o imaginarios (sobre todos estos últimos), presenta al lector hechos y los comunica con el Quijote, con Pascal, con Oscar Wilde, Chesterton, Keats. Podría seguir con una lista interminable que abarca su cultura, descubriendo o imaginando hechos, pensamientos o ficciones por él imaginados.

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Entre sus páginas se entrecruzan el Quijote de Cervantes con el Martín Fierro, Camoens con Lugones, Ariosto con Jacinto Chiclana: tal es su versatilidad y tan fuerte que no nos sorprende de pronto al doblar una hoja que aparezca un hombre sentado ante una mesa en un cuarto de hotel con una página en blanco delante. Ese hombre soñó una pelea, un gaucho alza a un moreno con un cuchillo, lo tira como un saco de huesos, lo ve agonizar y morir, se agacha para limpiar el acero, desata su caballo y monta despacio para que no piensen que huye, ese simple hombre no sabrá nunca que su nombre será Martín Fierro, y que otro hombre lo relatará para hacerlo un símbolo literario, la expresión de un país, el pasado y el presente que aún subsiste del Martín Fierro.

Dice Borges: “Muchos no habrán oído jamás la palabra gaucho, o la habrán oído como una injuria”.

Aprendieron los caminos de las estrellas, los hábitos del aire y de los pájaros, las nubes del sur y la luna inmensa y lejana. Fueron pastores de hacienda brava, firmes en el caballo del desierto. Domadores, enlazadores, marcadores, troperos, matreros, payadores, jinetazos…

Amparado en el poncho el brazo izquierdo, el derecho sumía el cuchillo en el vientre del animal. El mate y el naipe fueron las formas de su tiempo. Eran sufridos castos y pobres. La hospitalidad fue su fiesta. Sus arreos los llevaban lejos. No murieron por una abstracta patria sino que eran hombres de López de Ramírez o de Artigas.

No eran devotos, fuera de alguna oscura superstición pero la dura vida les enseño el culto del coraje. Su ceniza está perdida en remotas regiones del continente. Hilario Ascasubi los vio cantando y combatiendo al mismo tiempo. Alguna noche los perdió el pendenciero alcohol de la pulpería.

Fueron hombres de la partida provincial, otros huían de ella. Los payadores cantaban sin premura, porque el alba tarda al clarear.

El diálogo era pausado, pero eran capaces de ironizar. Morían y mataban con inocencia.

Hombres de la ciudad les fabricaron un dialecto y una poesía de metáforas rústicas, recorrieron esos abiertos caminos sus ocasos y alboradas, idealizaban su monta y su coraje. Su riqueza era el caballo y el primitivo rancho. Los gauchos fueron de toda laya: troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Algunos tenían fama de avaros, salvo cuando la bebida y los naipes los hacían generosos. Desafiarse y sacar el filo debajo del brazo la costumbre. La sangre cuando corría no los asustaba, era la costumbre de matar al ganado. Algunos defendieron las fronteras del intruso extranjero. En los arrabales siempre terciaba una guitarra. Los malevos, los cuchilleros y el lunfardo eran cuentos de Borges. Vivieron su destino como en un sueño, sin saber lo que eran, y entonces y ahora fueron y son: los gauchos.

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