“Yo voto” (#YoVoto), decía la campaña de la UBA en conmemoración de los 40 años de democracia. Bien por la UBA. La gente se ha vuelto esquiva a tres cosas: las encuestas, los políticos y las urnas. No me hice la selfie con el hashtag que pedía la campaña, pero vengo de cumplir con mi deber ciudadano –mejor dicho, de ejercer el derecho a elegir-. Lo feliz que me siento: hice mi contribución a la democracia y al aniversario; sería espantoso festejar los 40 años con una abstención del 40%. Cuatro décadas, bodas de rubí: a ver si le ponemos un poco de onda.
No voy a decir a quién le deposité mi confianza, pero no por la prohibición que rige hasta las 6 de la tarde: pasa que voté, votamos, a muchísimas personas. Sumados los siete tramos de las boletas son 141; ¡141! Sería larguísimo mencionarlas a todas, e injusto quedarme solo con algunas. Por qué darle más importancia al mequetrefe que quiere vivir como rey en la residencia de Olivos, que a un esforzado cortacalles con aspiraciones de concejal, o al chico de 21 años, hijo de un puntero, que muere por ser consejero escolar para independizarse de sus padres y cambiar la moto por un auto.
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Esto de que sea una multitud de 141 postulantes está bien pensado: como todos ellos van a ir a votar, y se supone que también familiares y amigos, y hay miles de listas a lo largo y ancho del país, te garantizás un piso de participación muy razonable. En caso de que la abstención creciera a niveles alarmantes, la solución es que las listas tengan 400 o 500 candidatos. El sistema corrige a los antisistema.
En realidad, no pensé en nada de eso hace una hora, cuando me hicieron pasar al cuarto oscuro en una escuela de Boulogne. Estaba con cierta excitación. Busqué las boletas de agrupaciones y dirigentes que me hacen subir la bilirrubina y me paré frente a ellas tres o cuatro segundos; les dediqué una sonrisa enigmática, amagué con agarrarlas, dije “ooole” y seguí de largo. Fue mi primer voto.
El segundo lo puse en el sobre y lo llevé a la urna