Sergio Massa ensayó un delicado equilibrio entre su rol de ministro de Economía y precandidato presidencial. Al filo de la veda y rayando un gris de la ley electoral sobre las diferencias entre la gestión de gobierno y un acto de campaña, anunció con cálculo mejoras en el impuesto a las ganancias, que se oficializaron recién el viernes en el Boletín Oficial; un aumento en los haberes jubilatorios, y una posible suma fija para asalariados registrados que no alcancen a cubrir la canasta básica de alimentos. Medidas urgentes contra una inflación de tres dígitos. Su último cheque pasó casi desapercibido en medio de una agenda nublada por la tragedia de Morena y la violencia en el conurbano: les giró $20.000 millones del Tesoro a las obras sociales sindicales.
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La entrega de fondos para las prestadoras médicas gremiales se conoció al día siguiente del acto en el que la CGT le levantó el brazo a Massa como su candidato ideal. Se trató de un desembolso “extraordinario” para cubrir el déficit del sistema de salud, la caja por la que los sindicalistas son capaces de todo. El ministro-candidato les prometió a los jefes sindicales un nuevo desembolso, incluso por una cifra muchísimo mayor, antes de las elecciones generales del 22 de octubre. “Nos habían prometido 80.000 millones para antes de las PASO”, reveló a LA NACION un influyente dirigente de la central obrera que participó de la negociación con Massa por el dinero.
Como parte de la misma factura de pago, los sindicatos peronistas lograron que sin mucho convencimiento algunos de sus afiliados se vuelquen a las tareas militantes: reparto de boletas en las fábricas, movilización de votantes en el conurbano y hasta fiscalización en las mesas. A partir de mañana, cuando el país estará pendiente de los coletazos postelectorales en la economía doméstica, hasta se podría reforzar el control de los precios en los supermercados con activistas sindicales, una receta que no dio resultados pese al despliegue de la patota de los Moyano.