Entre las consecuencias negativas de la polarización política, y no de las menos perniciosas, se encuentra la propensión que produce en quienes se subordinan a ella a interpretar la realidad en modo binario. Abanderados de una causa, abandonan toda voluntad analítica para dejar lugar a un discurso puramente estratégico en el marco del cual las únicas opciones consisten en derrotar al adversario o -lo que es lo mismo- garantizar la propia victoria. Toda intervención que no contribuya a tal fin será, por tanto, “funcional” a los intereses del enemigo, y sus emisores serán también enemigos a los cuales derrotar.
Esta conducta vuelve las discusiones enormemente aburridas y estériles: dado que todo está sabido de antemano, no hay efecto posible de la interacción y del intercambio de argumentos. Nadie aprende nada de los otros, nadie persuade a los otros de nada. La polarización, por así decirlo, provoca estragos auditivos y cognitivos: quienes participan de ella se vuelven incapaces de oír lo que dicen quienes no comulgan con el propio credo, y aplastan la realidad bajo un esquema maniqueo.
Así las cosas, resulta ocioso señalar los errores interpretativos y valorativos del texto con el que Gustavo Noriega descalifica la declaración que bajo el título “Compromiso electoral: ante las amenazas a la democracia” promovió un grupo de académicos e intelectuales y que ya ha sido firmada por más de mil personas de diversas profesiones y oficios, pero también de las más variadas tradiciones políticas, ideológicas e intelectuales. Su argumento principal consiste en probar que el kirchnerismo es el único verdadero enemigo de la democracia, y que quienes impulsamos este documento no solo no reaccionamos ante esa, la verdadera y única amenaza, sino que, de hecho, la ignoramos o, peor aún, somos sus cómplices. Podríamos suponer mala fe, dado que es público que muchas y muchos de los firmantes hemos hecho críticas muy tempranas de los problemas que detectamos en los gobiernos kirchneristas, como también en el gobierno de Cambiemos. Noriega no lo ignora, simplemente lo soslaya.
Desde que dicho documento se hizo público, el texto mismo y sus firmantes hemos sido objeto de reproches por parte de voceros de ambos lados de la polarización, para quienes evidentemente resulta inconcebible que sea posible pensar por fuera de la grieta.
Pero esa fue precisamente nuestra intención: señalar una serie de cuestiones que, en nuestra opinión, son de suma gravedad y quedan ocultas o menospreciadas cuando se trata fundamentalmente de impugnar al adversario tradicional. En la visión de Noriega, como en tantas otras, las únicas razones que se pueden esgrimir son las que facilitan que sus propios candidatos lleguen a la segunda vuelta: todo lo demás es una abominación y como tal debe ser sancionada.
Nuestro documento no se situó en la dimensión estratégica de la discusión política. Como escribió Michael Walzer, la estrategia “es el otro lenguaje de la guerra”, es, “como la moral, un lenguaje de justificación”; nuestro propósito fue intervenir políticamente en la arena pública. Lo hicimos porque estamos persuadidos de que una eventual presidencia de Javier Milei vulneraría cuando menos tres dimensiones fundamentales de la vida democrática.
En primer término, una dimensión institucional. Preguntado en numerosas ocasiones cómo impulsaría leyes profundamente disruptivas sin contar ya no con mayorías parlamentarias sino tan siquiera con una expresión legislativa mínimamente significativa, el diputado Milei explicó que recurriría a la consulta popular. La consulta popular, por cierto, es un recurso constitucional, pero es un recurso extraordinario. Extraordinario en los dos sentidos de la expresión: algo reservado para situaciones excepcionales, utilizado sólo para decisiones trascendentes; y un instrumento para ser utilizado muy infrecuentemente. Raúl Alfonsín, por caso, lo utilizó para conocer la opinión de la sociedad ante el tratado con Chile, es decir, ni más ni menos que para demarcar los límites del territorio nacional. Una decisión extraordinaria, cuyas alternativas habían ya puesto a los dos países al borde de la guerra, y cuya resolución sería más consistente si contaba con la aprobación plena de la ciudadanía. Pero la consulta popular no es la forma de gobierno que fija nuestra Constitución. Ella, por el contrario, establece un gobierno integrado por tres poderes, y reserva al legislativo la potestad de sancionar las leyes. Al proponerse ignorar al parlamento, Milei no solo desdeña todas las voces que este representa y que son diferentes de la suya, sino que propone sustituir un régimen republicano por una presidencia cesarista, decisionista, en síntesis, autoritaria.
Si la primera dimensión en la que la democracia se ve amenazada es la de las instituciones democráticas, la segunda es la del ethos democrático o, si se quiere, la de la cultura democrática. En efecto, la democracia no se limita a ser un régimen de selección de gobernantes por la regla de la mayoría. Sin elecciones libres no hay democracia, pero estas son solamente una condición a partir de la cual la democracia recién comienza. La democracia es una forma de vida en común, que tiene ciertas características inexcusables: la tolerancia; el reconocimiento de la legitimidad de los adversarios políticos; la disposición a participar de la esfera pública con razones cuidadosamente justificadas, lo cual supone saber escuchar los argumentos ajenos y recibir críticas de los propios; la autocontención; la aceptación de que toda solución es subóptima, porque resulta de la negociación y no de la imposición. Nada de esto está presente en la conducta pública del señor Milei. La democracia no admite que los adversarios sean tratados de “ratas”, “cucarachas” o “excrementos”. La animalización del adversario es, por el contrario, un rasgo típico del discurso autoritario (cuando no totalitario), que promueve en su audiencia emociones de asco y repugnancia y estimula la violencia física para exterminar la fuente de ese sentimiento.
Por último, identificamos una amenaza al pacto fundacional de la democracia argentina, que es el pacto de los derechos humanos, un acuerdo trabajoso pero finalmente firme, por el cual la sociedad argentina decidió, hace ahora cuarenta años, a la salida de la dictadura, que la violencia no tendría ya lugar para resolver las diferencias en el espacio público. Consagrado, si se quiere, en el Juicio a las Juntas, al que Carlos Nino denominó Juicio al Mal Absoluto, ese pacto estableció la imposibilidad de hacer revisionismo sobre ciertas cuestiones fundamentales, especialmente sobre el carácter criminal de la dictadura. Contrariamente a lo que se dice con frecuencia, el pacto no obturó la discusión sobre la violencia política, ni impidió el cuestionamiento jurídico, político y ético de la violencia revolucionaria -de hecho, los líderes de las organizaciones armadas fueron juzgados y condenados, y numerosos artículos y libros fueron escritos. Pero sí impidió proveer a los crímenes de la dictadura de cualquier coartada exculpatoria. Lo que produce un estado de alarma no fue, como sugiere Noriega -y otros- el acto de reconocimiento de las víctimas de la violencia de las organizaciones armadas que impulsó Victoria Villarruel en la legislatura de la Ciudad de Buenos Aires, aunque el tono, la oportunidad y el sitio tuvieron más el carácter de una provocación que de una conmemoración. No: lo que despierta las alarmas es la larga trayectoria de una persona en la cual la organización de visitas a Jorge Rafael Videla consistía en una reivindicación de lo actuado por el dictador. Esa es, indudablemente, una gravísima violación de aquel pacto, que la señora Villarruel, y por tanto la fórmula presidencial, ha decidido no suscribir.
Amenazas a las instituciones de la democracia, advirtiendo que el sistema republicano y representativo de gobierno será sustituido por un régimen cesarista plebiscitario; amenazas a la cultura democrática, instalando en la esfera pública una dinámica de insultos, agresiones, descalificaciones, violencia verbal, graves amenazas en las redes sociales (que ya dieron lugar a varias denuncias judiciales), e incapacidad y falta de voluntad de participar racionalmente del debate democrático; impugnación del pacto fundacional de la democracia argentina que, a pesar de las numerosas crisis económicas, sociales y políticas que nuestro país atravesó en estos cuarenta años, permitió que nunca se pusiera en duda que el recurso a la violencia queda excluido de la vida pública: esas son las razones que han motivado nuestra declaración.
Noriega, como otros que nos han criticado, se empeña en hacer un inventario de las malas artes del kirchnerismo, y de recordarnos que la única amenaza a la democracia proviene de allí. No desconozco que el peronismo está habitado por impulsos antiliberales, y que algunas de sus expresiones manifiestan una tendencia autoritaria. Pero también es necesario insistir en que el peronismo ha sido, a lo largo de estos cuarenta años, un actor de la vida democrática de nuestro país. Quizá valga la pena recordar el momento en que Antonio Cafiero acompañó a Raúl Alfonsín cuando el carapintada Aldo Rico se alzó contra la sociedad; o el papel de Eduardo Duhalde en la salida de la crisis del 2001, contribuyendo a estabilizar el sistema. Sin duda, el kirchnerismo ha tenido impulsos autoritarios: lo sabemos, los hemos criticado duramente -al menos, yo lo he hecho. Pero cuando la Corte Suprema impugnó la ley de medios el gobierno no convocó una consulta popular; cuando por un voto del Senado resultó derrotado el proyecto de retenciones móviles, que había significado la mayor crisis política del gobierno, simplemente lo proyecto; cuando Cristina Kirchner perdió las elecciones no entregó, es cierto, los atributos del mando a Mauricio Macri, pero también es cierto que nadie intentó manipular o impugnar los resultados electorales o el proceso de asunción del nuevo gobierno, como ocurrió con Trump o con Bolsonaro, líderes en los cuales el señor Milei busca inspiración.
Quienes impulsamos la declaración que ha sido objeto de crítica por parte de Gustavo Noriega y de otros muchos, quienes la acompañaron con sus firmas, no pretendemos censurar ni excluir al señor Milei de la competencia electoral ni, mucho menos, como alguien neciamente ha sostenido, “cancelarlo”. No hemos recurrido a la justicia para impugnar su candidatura, ni hemos buscado un diagnóstico experto que lo invalidara por su manifiesta falta de equilibrio emocional. Hemos simplemente acudido al espacio público en nuestro carácter de ciudadanos para participar del debate democrático. Convencidos de que la argumentación política no puede ser un recurso exclusivo de los políticos profesionales o de los periodistas, sino que la voz no es solo un derecho sino una obligación ciudadana, quisimos contribuir con una reflexión que nos parece necesario compartir.
Lamentablemente, la respuesta de Noriega consiste en la reiteración de la letanía de los males que el kirchnerismo le ha infligido a la patria y en la denuncia de “la deshonestidad, que brilla en el documento de los intelectuales”. Entre los impulsores de este documento hay quienes han sentido simpatías por el kirchnerismo, y hay otras y otros que, como Beatriz Sarlo, Graciela Fernández Meijide o yo mismo, por solo mencionar algunos, hemos sido críticos intensos y tempranos. Para Noriega, desgraciadamente, las complejidades de lo real parecen inasibles: todo aquel que no comparta sus maniqueos y dogmáticos puntos de vista solo se propone “funcionar como un salvoconducto” para favorecer a su enemigo. Una vez más, el debate público se hunde en las aguas servidas de la polarización política.