La campaña electoral de Unión por la Patria (UP), en su desesperada búsqueda de rescatar votos perdidos, no deja de aportar diariamente ingredientes cada vez más disparatados a la incertidumbre política y económica argentina. Todos ellos encajan perfectamente con el nombre de dos columnas semanales emblemáticas de la nacion: “De no creer”, de Carlos Reymundo Roberts, y –hace dos décadas–”Circo criollo”, del recordado Daniel Della Costa.
Cuando faltan 35 días para la primera vuelta del 22 de octubre, el panorama político del oficialismo resulta francamente insólito. Sin Alberto Fernández ni Cristina Kirchner en el centro de la escena, ambos delegaron en Sergio Massa el virtual manejo de la “chequera” del Estado al solo efecto de poner más pesos devaluados en los bolsillos de la gente y captar votos focalizados en distintos segmentos, con el apoyo interesado del sindicalismo peronista y los movimientos sociales oficialistas.
Con su habitual elocuencia, el economista Miguel Ángel Broda calificó como “piromaníaco” a Massa. El problema es que como ministro le echa más combustible a la inflación con mayor gasto público, déficit fiscal, emisión de pesos, créditos subsidiados, endeudamiento del Tesoro a tasas de interés altas o indexadas y menor recaudación tributaria a futuro. Y como candidato busca aliviar –muy selectiva o parcialmente– sus efectos, cuando el daño sobre el poder adquisitivo ya está hecho. Algo así como usar un lanzallamas y dedicarse después a vender matafuegos, aunque su stock sea insuficiente.
Una muestra son las medidas impositivas adoptadas en vísperas de la difusión del índice de inflación récord de agosto (12,4% mensual y 124,4% interanual) –la mayor en 31 años–, disparada por el salto de 22% en el tipo de cambio oficial dispuesto un día después de las PASO y aislado de cualquier atisbo de plan económico, que no impidió que la brecha cambiaria se mantuviera por encima de 100%. El inmediato impacto sobre los precios –principalmente en alimentos– obligó al ministro a correr detrás de la inflación, con la reedición del “plan platita” (bonos de suma fija a asalariados y jubilados) para sostener artificialmente el consumo. Pero también con un componente de inflación reprimida (congelamiento del dólar oficial, precios de combustibles, tarifas de electricidad para niveles bajos y medios y de transporte en el AMBA hasta fin de octubre), que se hará sentir tras las elecciones.
De ahí que las estimaciones privadas ya apunten a una inflación interanual de 160/180% para fin de año. Y que la sorpresiva difusión de un índice semanal de precios, alternativo al del Indec, por parte del Ministerio de Economía complique aún más las expectativas; sobre todo, por las discrepancias oficiales. Esta misma semana el viceministro Gabriel Rubinstein abrió el paraguas al anticipar un “efecto arrastre” de la devaluación sobre el IPC de septiembre y el presidente del BCRA, Miguel Pesce, sostuvo que hay una desaceleración desde el pico de la tercera semana de agosto que se habría profundizado en lo que va de septiembre, para mantener este mes la tasa de interés de plazos fijos en 9,8% mensual. Una decisión riesgosa si se tiene en cuenta que el 30 de septiembre vence la nueva versión del dólar soja, que permitió al BCRA recuperar reservas e intervenir sobre los dólares financieros, con lo cual los pesos podrían convalidar aumentos de precios en distintos productos o alimentar la demanda del dólar blue en las semanas previas a la elección.
Si alguna vez Massa tuvo la ilusión de emular al sociólogo Fernando Henrique Cardoso, que pasó de ser ministro de Hacienda a presidente de Brasil durante dos mandatos consecutivos, su gestión a lo largo del último año fue en dirección diametralmente opuesta.
Como ministro, FHC desarrolló y fue el principal comunicador del Plan Real –iniciado durante la presidencia de Itamar Franco–, que posibilitó una drástica reducción de la inflación brasileña, que de 43,1% mensual durante el primer semestre de 1994 cayó a 3,1% en el segundo y a 1,7% en 1995. Este programa tuvo grandes similitudes con el de la convertibilidad de la era Menem-Cavallo. El éxito para erradicar la hiperinflación le permitió acceder a la presidencia en el período 1995-1999, durante el cual incluyó la reforma del Estado, con la privatización de empresas públicas en sectores deficitarios; la profesionalización de la administración pública y una ley de responsabilidad fiscal que se cumplió al pie de la letra, al punto de lograr superávit primarios que permitieron sortear varios shocks externos. También repuntó la inversión extranjera directa (IED), principalmente en la industria automotriz con la radicación varias fábricas y el aumento de la producción, con lo cual se aceleró el crecimiento del PBI, y reducir los índices de pobreza, aunque sin lograr superar el crónico déficit energético, mientras la política del Banco Central de Brasil fue mantener altas tasas de interés. En enero de 1999, tras la reelección de Cardoso, el BCB decidió abandonar el tipo de cambio fijo de 1 a 1 entre el real y el dólar, para pasar a un régimen de flotación que implicó una devaluación de 40%. Cuando en 2022 Lula ganó las elecciones, mantuvo sin variantes la política económica de FHC durante sus primeros tres años de mandato.
Massa, en cambio, asumió el Ministerio de Economía en agosto de 2022 sin un plan, con el condicionamiento político del kirchnerismo de no corregir el atraso cambiario con una devaluación y la promesa –incumplida– de bajar la inflación de este año a 3% mensual y 60% interanual, a través de acuerdos de precios a cambio de permisos de importación mientras se desplomaban las reservas del BCRA.
Con la grave sequía de 2023, que redujo los ingresos por exportaciones agropecuarias en US$20.000 millones, cualquier gobierno hubiera subido el tipo de cambio para estimular las ventas externas y desalentar importaciones a fin de preservar las reservas. Pero al tratarse de un año electoral, esa política fue reemplazada con sucesivos parches que se tradujeron en 20 tipos de cambio diferenciales que no disiparon las expectativas de devaluación frente a una fuerte emisión inflacionaria de pesos y ensancharon la brecha cambiaria.
También las últimas medidas para atenuar el impacto de la inflación de tres dígitos sobre los asalariados formales están en las antípodas de una reforma tributaria para que la economía vuelva a crecer.
La suba de 170% en el piso no imponible de Ganancias (a través de mayores deducciones) para asalariados registrados –con apoyo de la CGT y los gremios estatales– hará que a partir de octubre solo paguen el impuesto quienes perciban sueldos brutos superiores a $1,9 millón mensuales. Se trata de 90.000 personas, que entrarían en la cancha de River. El único consuelo es que abarcará a jubilados de privilegio, como Cristina Kirchner, que percibe alrededor de $9 millones.
Pero quedan afuera los trabajadores autónomos en blanco (unos 400.000) que, según el tributarista César Litvin siguen manteniendo una situación de desigualdad ante la ley, ya que con un mínimo no imponible de $220.000 mensuales (solteros) y $268.000 (casados con dos hijos), pagarán 35% de Ganancias mientras quienes perciben $1.500.000 estarán exentos.
Y para mayores distorsiones, esta exención no sólo reduce la coparticipación de Ganancias a las provincias, sino que se proyecta compensarla con una suba del impuesto a las empresas que desalentará la inversión privada, imprescindible para el crecimiento económico. Habría que modificar la ley de Etiquetado Frontal, para incluir la oblea “Exceso de impuestos” en todos los productos de consumo durable y no durable.