La Argentina está al borde de una hiperinflación producto del descalabro monetario y fiscal en el que se encuentra. La línea que nos separa del daño mayor es cada vez más fina. No creo que sea materia debatible, a estas alturas, que la madre del problema es el déficit fiscal crónico. En los últimos sesenta y cinco años, el país tuvo menos de diez con superávit (algunos de la década del 90 con las privatizaciones y con el súper ciclo de las commodities en la primera década de este siglo; o sea, relacionado a ingresos fiscales). Después hemos transitado por la senda del endeudamiento y la emisión, creando vulnerabilidades internas y externas con sus consecuencias reflejadas en crisis recurrentes y una lamentable tasa de crecimiento del producto, del empleo formal, inflación, etc.
A estas alturas, la inflación y las crisis argentinas tienen más que ver con la ley de la gravedad que con la economía. Desgraciadamente, no cae maná del cielo y no queda margen. Lo primero que debiera hacer el próximo gobierno es solucionar el tema del déficit. Y no creo que haya margen tampoco para reducciones graduales en el tiempo, por más consistencia que tenga un plan. La credibilidad argentina está minada.
Con la cronicidad de los déficit, lo que se necesita ahora son varios años de superávit. Acá, en la situación existente, lejos está la discusión de la política fiscal contracíclica y otras discusiones de países ordenados. Por supuesto que hay que atender simultáneamente los desequilibrios monetarios creados, pero, si no se resuelve el tema fiscal, ningún nuevo esquema monetario razonable para la economía tendrá éxito. Obviamente, cualquier esquema monetario requiere un banco central autónomo y manejado por gente idónea, pero la principal batalla es la fiscal.
Desde el comienzo, el nuevo gobierno debería conseguir un superávit fiscal y mantenerlo algunos años. A ese superávit (o parte de) debería transferirlo al Banco Central para que sea destinado a desarmar la bomba de las Leliq (pasivos del Banco Central), que son mantenidas por los bancos (activos) y son el respaldo de los depósitos. Acá no hay magia y, en la situación actual, un equilibrio de corrida contra depósitos, con sus consecuentes efectos en la economía (incluido canje de depósitos por bonos, aceleración de la inflación, etc.) no puede ser descartado. Hay que construir credibilidad como sea que aleje la probabilidad del equilibrio malo. Ciertamente, con superávit fiscal y un Tesoro ayudando al Banco Central a desarmar el stock de pasivos, va en este sentido y hasta es una condición necesaria.
Lo de que el Tesoro transfiera recursos al Banco Central puede sonar demasiado raro en la Argentina, pero se ha hecho en otros países. Por ejemplo, en Chile, durante la crisis bancaria de los ochenta, el fisco quedó endeudado con su Banco Central y hace unos años terminó de pagarle un pagaré de 14% del PBI.
Es probable que transferencias del Tesoro al Banco Central de alrededor de 1% del PBI, durante el próximo gobierno, complementadas con medidas sanas de política monetaria, hagan el trabajo de desarmar la bomba, sanear la macroeconomía, el sector monetario y bancario y evitar el equilibrio malo.
Probablemente, el presupuesto con el que empiece el próximo gobierno no sea tratado antes de que asuma el próximo presidente. Se debería poner todo el esfuerzo en hacerlo superavitario. No es una cuestión ideológica. Simplemente, no queda espacio para la tibieza ni para las pataletas de adolescentes caprichosos.
El autor es economista