Alemania se asoma al final de su modelo económico después de 20 años de bonanza

MADRID.- Desde que lo acuñara el zar Nicolás I de Rusia a mediados del siglo XIX, hay un título que, como un cinturón de boxeo, ha ido cambiando de dueño con los años: el “hombre enfermo de Europa” (the sick man of Europe). Usado en su origen para evidenciar la decadencia del Imperio Otomano, este ha evolucionado en el calificativo predilecto para señalar a una gran economía que va a menos. Y, si en los últimos años el Reino Unido ha tenido el dudoso honor de ostentarlo, la guerra de Ucrania y sus consecuencias han destapado a un nuevo candidato: Alemania. La cuarta economía mundial y la primera europea atraviesa aguas turbulentas y se enfrenta a problemas estructurales que podrían suponer el final de casi dos décadas de bonanza para el motor económico del Viejo Continente. Según el Fondo Monetario Internacional (FMI), será la única economía desarrollada que no crezca este año.

Para encontrar la última vez que Alemania aspiró al título, hay que remontarse a comienzos de los años 2000, cuando su economía se desinflaba —el PIB marcó dos retrocesos consecutivos en 2002 y 2003—, acusaba una pobre demanda exterior y marcaba tasas de desempleo de dobles dígitos. Gerhard Schröder, canciller desde 1998 hasta 2005, inició entonces una serie de reformas que impulsaron un jobwunder (bum del empleo) y que, junto a la fuerte demanda exterior de economías pujantes como China, llevaron en volandas al pilar de la economía alemana: un sector manufacturero competitivo, gracias en buena parte al barato gas ruso y a la mano de obra del Este de Europa. Estos factores han sostenido al país germano durante casi dos décadas, haciendo de él la primera espada de Europa. Pero, advierten algunos expertos, su éxito puede haber hecho que Berlín se haya confiado demasiado.

La economía alemana se encuentra ahora lejos de la bonanza de la pasada década: en el segundo trimestre, su PIB se mantuvo estable (0,1%), después de haber entrado en recesión a principios de año, y no experimenta un avance real desde septiembre de 2022. Además, la inflación, el mal de moda en los últimos meses, se está mostrando particularmente resistente en el país germano, más afectado por la crisis energética. Alta inflación y ralentización económica: estanflación. Eso sí, tiene la tasa de desempleo más baja de la zona euro y, para economistas como Clemens Fuest, director del Instituto Leibniz de Investigación Económica (IFO), eso hace que el calificativo de “hombre enfermo” resulte una exageración.

Por el lado de los hogares, las señales son fieles a la mentalidad ahorradora alemana: mientras que los salarios subieron a su mayor ritmo histórico en el segundo trimestre (un 6,6%) —alimentando el miedo a que empeoren la inflación—, el consumo de los hogares se mantuvo estancado, y los indicadores de confianza del consumidor caen. El índice elaborado por la empresa de análisis de mercado GfK sufrió un nuevo retroceso este mes, y marca una tasa negativa de 25,5 puntos a las puertas de septiembre. Con todo, Marcel Fratzscher, presidente del instituto de investigación económica DIW Berlin, defiende que, de momento, no se perciben señales de efectos de segunda ronda —cuando las subidas salariales para paliar el impacto de la inflación acaban redundando en otro aumento de precios—, y confía en que puedan impulsar el consumo.

El cambio del orden geopolítico, roto por la invasión de Ucrania, ha destapado las debilidades del modelo alemán. Este, apunta Wolfgang Münchau en uno de sus análisis para Eurointelligence, depende de tres ingredientes: competitividad de costes, liderazgo tecnológico en su industria y estabilidad geopolítica, y “todas ellas se han ido”, señala. Por un lado, el corte del gas ruso —que suponía más del 50% del gas consumido en Alemania— ha golpeado a la industria electrointensiva, obligando a compañías como la química Lanxess a reorganizar su negocio y cerrar plantas. Además, con China de capa caída, se ha puesto en evidencia la excesiva dependencia del comercio con el gigante asiático: en julio, de acuerdo con la agencia estadística alemana, las exportaciones a China —que ascienden al 3% del PIB germano— bajaron más de un 6% en tasa interanual.

“El mundo alrededor de Alemania ha cambiado”, defiende Münchau, “lo que ha irrumpido es una crisis de los precios de la energía, nuevas divisiones geopolíticas y choques tecnológicos que plantean interrogantes existenciales sobre el futuro del modelo”. Para Fuest, Alemania seguirá dependiendo de un alto nivel de exportaciones e importaciones, “pero las industrias que tuvieron éxito en las dos últimas décadas, en particular la química y la automovilística, no desempeñarán el mismo papel en el futuro”. Por lo pronto, el indicador de confianza empresarial que realiza el instituto que preside marcó en agosto su cuarto mes en negativo, y la la percepción de los empresarios alemanes se encuentra en niveles de agosto de 2020.

Las opciones de Berlín para darle la vuelta a la situación a corto plazo son pocas, y la situación política —una coalición tripartita en el Ejecutivo—no ayuda. A finales de 2021, socialdemócratas, liberales y ecologistas firmaron el acuerdo que dio comienzo a la era de Olaf Scholz como canciller de Alemania tras 16 años de un Gobierno liderado por Angela Merkel. En el seno del gobierno del semáforo se han planteado dos grandes medidas: el establecimiento de un precio energético unitario para la industria electrointensiva, liderada por el ministro de Economía, Robert Habeck —de Los Verdes— y la aprobación de un ambicioso paquete fiscal, propuesta por la parte más liberal de la coalición, liderada por el ministro de finanzas, Christian Lindner. En la primera reunión del Ejecutivo tras las vacaciones, las diferencias entre liberales y ecologistas impidieron sacar adelante la medida, que acabó siendo aprobada este martes: un paquete de ayudas fiscales por valor de 32.000 millones de euros para los próximos cuatro años.

Problemas estructurales

“El gran reto de la economía alemana es estructural”, defiende Fratzscher, del DIW. Los desafíos no son menores. El desempleo está en mínimos, pero esconde algo más preocupante: en el segundo trimestre, según Eurostat, la cifra de vacantes fue del 4,1%, un punto por encima de la media de la eurozona. Esto, con un paro casi inexistente, solo significa que la fuerza laboral no es capaz de cubrir los puestos que la economía necesita. Y se explica, como en muchas otras economías desarrolladas, por el envejecimiento.

El problema no es nuevo: hace ya diez años, el Instituto de Investigación del Empleo (Institute for Employment Research) advertía de que entre 2008 y 2050 la fuerza laboral se habrá reducido en 18 millones de personas solo por razones demográficas. El Parlamento alemán aprobó a finales de junio un plan para atraer trabajadores preparados al país.

A una fuerza laboral que adelgaza y a una excesiva dependencia en las exportaciones se suman varios shocks que apuntan directamente al corazón de la economía alemana: su industria. El principal es la transición energética, en la que el Ejecutivo está invirtiendo cifras milmillonarias, y que, calculan, tardará en moderar los precios energéticos para la industria por lo menos hasta 2027. Por ello, casi un tercio de las compañías están favoreciendo la inversión fuera de Alemania, según el barómetro de transición energética de la Cámara de Comercio e Industria. Además, señala el jefe de ING para Alemania y la eurozona, Carsten Brzeski, los incentivos recogidos en la Inflation Reduction Act estadounidense están atrayendo a empresas europeas, “debilitando de forma estructural a la industria”.

La potente industria automovilística se resiente especialmente de todos estos golpes, a los que se debe añadir uno, que apunta el analista Patrick Artus en un informe del banco de inversión Natixis: la competencia de las pujantes marcas chinas en el mercado eléctrico. El filo del gigante asiático para Alemania es, por tanto, doble. Por un lado, su debilidad en los últimos meses lastra las exportaciones; por el otro, el empuje de marcas como BYD amenaza a su industria. “China se ha convertido en una preocupación más estructural, pues ya no se limita a comprar productos alemanes, sino que se ha convertido en un competidor”, apunta Brzeski.

Por debajo de la excesiva dependencia de las exportaciones, el reto de la transición energética o una población envejecida, se esconde un mal endémico de la economía alemana, que los buenos resultados económicos han logrado tapar (hasta ahora): la infrainversión. “La pandemia y la guerra de Ucrania han cambiado el mundo, pero Alemania también se ha olvidado de invertir y de aplicar nuevas reformas”, señala Brzeski, que apunta como causa a una necesidad de “dar ejemplo” durante la austeridad de la crisis financiera. En un entorno estable, las carencias en inversión pública —con sus consecuencias para la infraestructura del país— han pasado desapercibidas, pero, roto el equilibrio, surge la urgencia.

Para Fratzscher, la industria “está rezagada en comparación internacional” y necesita gestionar una triple transformación: en primer lugar, tiene que acelerar la transformación ecológica; por otro lado, tiene “una de las peores infraestructuras digitales de Europa”, y muchas de sus medianas empresas han tardado demasiado en digitalizar la producción, por lo que se han quedado atrás en productividad. Y, por último, necesita reducir su dependencia de China. En ese proceso, y en línea con los planes de Bruselas, el Ejecutivo alemán está intentando atraer a grandes empresas tecnológicas con una lluvia de fondos: con una subvención de 10.000 millones, Intel invertirá otros 30.000 en la construcción de dos plantas de fabricación de chips en la ciudad de Magdeburgo. La taiwanesa TMSC hará lo propio en Dresden con una ayuda de 5.000 millones del Ejecutivo.

La transformación pasará por una conjunción de inversión pública y privada, apuntan los economistas, que advierten de que esta puede chocar con otro mal endémico del sistema alemán: la excesiva burocracia. “Estas inversiones se ven frenadas por procedimientos de planificación excesivamente complejos, normativas restrictivas y burocracia”, denuncia Fuest desde el IFO. “El Gobierno alemán tiene que abrazar la transformación y fomentar su implantación en lugar de intentar consolidar el statu quo”, apunta Fratzscher: “Para ello es necesaria una inversión pública masiva en infraestructuras y educación, así como una simplificación de la normativa y la burocracia”.

Este proceso, coinciden todos los expertos consultados, conllevará un esfuerzo financiero notable. Para Brzeski, de ING, la reversión de la pasividad inversora que sufre el país sólo será posible si Alemania cambia sus propias reglas fiscales —el freno constitucional de la deuda, suspendido en la crisis del covid—. Además, el año que viene vuelven las reglas fiscales de la Unión Europea, que pueden suponer otro obstáculo para que el país que durante años ejerció como policía fiscal del Viejo Continente dé el paso que sus economistas piden. Todo ello regado con el retorno del discurso de la austeridad por una parte del Ejecutivo, y con la ultraderecha germana asomando la cabeza. Curar al “hombre enfermo de Europa” no será fácil. Ni barato.

Por Pierre Lomba

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