Enorme revuelo causó el líder de La Libertad Avanza con su promesa de privatizar el Conicet. ¿Podemos presumir un destino semejante para otros organismos del Estado que generan y transfieren tecnología al sector agropecuario, como el INTA y varias universidades públicas?
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Esto ocurre en un contexto de país detonado en lo social, lo económico y lo político. Récords de inflación y de déficit fiscal, carga impositiva confiscatoria, pobreza estructural, indigencia, desempleo, informalidad, desnutrición, delito, violencia, desorden social, crisis educativa y recursos públicos dilapidados, entre otras calamidades asolan al país. La recurrente amenaza “…si viene la derecha, perderemos derechos y soberanía” es tan ingenua como poco creíble ¿Qué progresos acreditamos luego de años de un gobierno autoproclamado progresista?
En medio de este descomunal desbarajuste, el anuncio de la privatización de la ciencia pública sonó como un rayo estruendoso en medio de una tormenta nocturna. Inmediatamente, desde la ciencia estatal, la política y varios medios se advirtió que la idea libertaria ponía en riesgo extremo al sistema científico y tecnológico argentino. Era esperable esa reacción. Pero ¿qué significa privatizar organismos como el CONICET o el INTA? ¿Cómo se implementa? ¿Mediante una “venta”, o tal vez una transferencia? ¿Cuál sería el valor monetario de estos organismos? ¿Qué destino tendrían los recursos humanos y bienes del estado? ¿Qué pasaría con los proyectos y desarrollos en marcha? ¿Quiénes serían los eventuales interesados en la compra? Muchos interrogantes como estos flotan en el aire sin una respuesta concreta.
Pero…si ya está privatizado… Seamos realistas. La innovación tecnológica en el sector agropecuario ya está privatizada de hecho. Y lo está desde hace varias décadas. Por lo tanto, estamos cautivos de un debate vacío. Algunas preguntas son pertinentes respecto a la tecnología que hoy consume el productor agropecuario ¿Quiénes proveen maquinarias y equipos al sector? ¿Quiénes proveen semillas que han sido seleccionadas en campos experimentales y laboratorios privados? ¿Quiénes perfeccionan genéticamente nuestras especies y razas animales? ¿Quiénes elaboran y proveen fertilizantes, fitosanitarios y otros insumos básicos al agro? ¿Quiénes ofrecen al sector dispositivos de alta tecnología, como computadoras, GPS, drones y robots? ¿O aplicaciones para celulares y computadoras? Aunque existen excepciones, la mayor parte de las innovaciones han ingresado al agro a través de corporaciones y empresas privadas ¿Qué ellas tienen un fin comercial? ¡Qué duda cabe! Pero en tres décadas, esas innovaciones convirtieron a la Argentina en un país agro-exportador de primer orden, y al campo en el mayor proveedor de divisas externas. Todo esto fue motorizado a través de la innovación y transferencia privada. Congresos, exposiciones y jornadas dan testimonio de la potencia y velocidad de esa vía de modernización tecnológica.
¿Debemos por ello prescindir de la ciencia pública en el sector agropecuario? Definitivamente no. No podemos ignorar el apoyo de la ciencia pública a la modernización del agro, materializada a través de valiosos proyectos de cooperación pública-privada. El trigo HB4, tolerante a la sequía, es un caso exitoso de esa cooperación. Pero también existen nichos vacíos de conocimiento que el negocio privado no aborda y la ciencia pública debe llenar. Como ejemplo, mencionemos la conservación de los recursos naturales y la protección del ambiente y la ecología.
Difícilmente el sector privado estudie procesos que ocurren a gran escala territorial durante largos períodos de tiempo. No es ese su negocio. ¿Quién sino la ciencia pública puede estudiar el impacto de los cambios en el uso de la tierra y del agua, la dinámica hídrica de los ecosistemas, el cambio climático, la contaminación del suelo y el agua? ¿Y quién mejor que la ciencia pública para evaluar sus impactos sobre el hábitat, la biodiversidad y la propia salud humana? Esto en absoluto significa asumir que todo está bien y nada deba cambiar. Hay problemas y desvíos a corregir. Por ejemplo, es evidente que cierta ideología se infiltró en el sistema científico durante las últimas décadas, y desde ese lugar logró orientar recursos a programas y proyectos interesados y de dudoso valor social. Ese nexo debe romperse, no solo porque dilapida recursos, sino porque el sesgo ideológico no es compatible con una ciencia seria. El control social mediante auditorías externas -transparentes y rigurosas y no complacientes- es el camino para preservar y prestigiar la ciencia pública, preservándola de cualquier aventura “privatizadora” de dudoso destino. La clave está en no caer en el dogma infantil de idealizar un sistema científico que podemos creer “puro e impoluto” pero que, en la vida real, tiene virtudes a potenciar y defectos a corregir.
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El autor es miembro correspondiente de la Academia Nacional de Agronomía y Veterinaria