Generaciones de hispanohablantes vivieron, y partieron hacia otros horizontes, sin percatarse de dos palabras que podrían hacer furor ahora a raíz de acontecimientos de interés mundial que animan el lenguaje.
Una es “coprofilia”, a la que ha vuelto a apelar el Papa con denotación de grave disgusto por la desinformación y tendencias periodísticas que se regocijan en el escándalo. Coprophilia, en inglés. Koprophilie, en alemán.
La otra palabra, todavía congelada en el freezer de los neologismos, es “filematología”, referida a la ciencia de los besos. Filema, beso; logia, tratado, estudio. ¿Por qué “filematología” y no “filemalogía”?, se preguntan lingüistas de la categoría de Alicia Zorrilla, expresidenta de la Academia Argentina de Letras. ¿Qué hace el “to” en esa voz compuesta?
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Como cualquier ciencia, esta indaga en las cunas del género de que se ocupa: por amor, por amistad, por respeto. ¿Por algo más? Luis Rubiales, el temerario presidente de la Real Federación Española de Fútbol, ha puesto a divagar a medio mundo con ese asunto del besuqueo. Lo ha logrado con el “pico”, como dicen sus coterráneos, que aplicó sorpresivamente, y al lado de la reina Letizia, a Jennifer Hermoso, integrante del equipo femenino que acababa de obtener el campeonato mundial del más popular de los deportes.
Al elegir un vocablo raro y compuesto de origen griego (copro-filia), ausente en las primeras veintiuna ediciones del Diccionario de la Real Academia de la Lengua, Bergoglio ha instalado dos evidencias.
La primera, de orden técnico, lo define como hombre al día en cuestiones filológicas. “Coprofilia” solo es registrada por el Diccionario de la Lengua Española desde la edición veintidós, de 2014, que se editó por igual en papel y de forma digital. Como la penúltima edición había sido de 2001, los académicos han de haber percibido que el viejo vocablo adquirió en los casi tres lustros corridos del nuevo siglo el relativo pero suficiente uso que debía acreditar para su legitimación en el diccionario.
La segunda evidencia es que para expresar aquel disgusto el Papa disponía de otros vocablos más convencionales, y menos riesgosos de meterse en camisa de once varas, que el de coprofilia, que en términos estrictos es amor por los excrementos. Solo alguien en estado de furia descalifica con tal reciedumbre en el supuesto, claro, de que conozca esa extraña palabra.
El Papa tenía a su alcance la posibilidad de propinar a aquellos a quienes quería dirigirse con vehemencia otra palabra incorporada al diccionario también en 2014, pero de uno o dos grados de más baja temperatura: “coprolalia”, también de raíz griega –cuándo no, como que “lalia” es habla–, con la connotación de tendencia patológica a proferir obscenidades. El viejo diccionario, más modesto que la versión última en la definición de esta clase de manías, apenas receptaba dos vocablos: coprofagia y coprófago, ambos referidos a la ingesta de excrementos.
Por decir lo menos, se hubiera dicho que al hablar de coprofilia el Papa ha entrado en un terreno espinoso para dignatarios de su altísima jerarquía. Ha recibido, es cierto, más críticas personales por su gestión al frente de la Iglesia que cualquier otro pontífice de la contemporaneidad, y ha logrado, en una suerte de gambito controvertido, que recorten las distancias o amengüen las diatribas quienes lo destrataron, en algunos casos brutalmente, en sus años de arzobispo de Buenos Aires. Si estuviéramos narrando un partido de tenis, en lugar de ocuparnos de la política vaticana de estos tiempos, al haber recibido al exjuez Eugenio Zaffaroni e incorporarlo a una comisión académica a horas de los saqueos en la Argentina, observaríamos que una infortunada pelota llegó a contrapierna del Papa.
Ha habido en el periodismo voces de censura a algunas posiciones doctrinarias del papado o a relaciones personales que Bergoglio ha cultivado, con más preferencia que otras, en estos primeros diez años en Roma con protagonistas de la política vernácula. Cada parte ha estado en el derecho de actuar según lo determina la conciencia de los hombres libres. Nadie, sin embargo, ha ido en un sentido general tan lejos, o, mejor dicho, tan cerca de la coprolalia –para calificarlo en lenguaje bergogliano– que Javier Milei. Fue cuando escribió en 2018 por Twitter: “A vos, que te gusta la m… de la justicia social, sería bueno que arranques repartiendo a los pobres la riqueza del Vaticano”.
Al tiempo de haber edulcorado posiciones en diversas materias desde la victoria del 13 de agosto, Milei dijo a LA NACION que respeta al líder del catolicismo y que nada tendría que objetar si viene al país el año próximo. De todos modos, el 5 de septiembre habrá una misa de desagravio al Papa como respuesta a las gravísimas manifestaciones hechas “por uno de los candidatos” presidenciales contra su persona e investidura, anticipó José María Di Paola, “Pepe”, padre villero, en nombre de sus pares.
En cuanto al beso que el desborde emocional de Rubiales aplicó en la boca de la desprevenida “Jenni”, digamos que pertenece al rubro de lo que los muchachos llamábamos “besos robados”. El hecho de que haya ocurrido en circunstancias de enorme repercusión pública hace pensar si el aguerrido movimiento de Me Too ha perdido algo del empuje de años atrás. De esto se había estado hablando, pero la descomunal ocurrencia de Rubiales ha puesto a prueba la templanza de una lucha de género que llegó a colocar a los hombres contra las cuerdas por si se pasaban de listos. Llevó a la cárcel a tipos tan poderosos como Harvey Weinstein. El famoso productor cinematográfico cumple una pena de 23 años de prisión y este año cargó con una nueva condena de 16 años más.
A esta altura, las verdaderas intenciones del “pico” de Rubiales son tan poco relevantes como saber quién abrió ese día las puertas del estadio. Lo extraordinario de esto es que el tío no haya renunciado todavía, al menos por la vergüenza de un suceso que ha producido la renuncia a sus posiciones de más de ochenta deportistas y la suspensión dispuesta en su contra por la FIFA, órgano de conducción mundial del fútbol.
Si un beso, como suele decirse, es capaz de provocar una tormenta de sensaciones, el de Rubiales suscitó un estupor planetario por el descaro. Busqué en vano, en mi biblioteca, un libro que compré a los 18 años, y cuyo nombre había despertado mi atención en una librería de la avenida Corrientes: El beso. Estudio médico legal. Su autor, José Belbey, médico socialista. Al parecer, había retomado en su trabajo el sentido de una conferencia de comienzos del siglo XX de José Ingenieros. Era sobre “El delito de besar”, en burla de ciertas contravenciones municipales. Las páginas de Belbey resultaron en su tiempo en exceso cientificistas para las curiosidades y apremios de mi mocedad.
Lo extraordinario es que Rubiales no haya renunciado, al menos por la vergüenza de un suceso que ha producido la renuncia de 80 deportistas
Uno de los epifenómenos notables de la conmoción suscitada por el denostado Rubiales ha sido volver a encontrarme con datos clásicos sobre la fisiología del beso. Sobre si produce, por ejemplo, la movilización de quince o de treinta músculos faciales; si cumple el papel de estimulante en la generación de oxitocina, y si es hasta útil para gastar calorías. Nada de eso se planteó Mauricio Macri, en octubre de 2019, cuando besó a Manuela Ledesma, en la “Marcha del Sí, Puedo”, en la Plaza Independencia de Tucumán. Fue el día del cumpleaños de Manuela, jubilada de 72 años, y el entonces presidente decidió celebrarlo besándole un pie, en muestra de simpatía a quien lo acompañaba en circunstancias políticas adversas.
Están los besos que son parte del misticismo erótico. Están los besos soñados. Están los besos que se dan, pero que no llegan porque algún fantasma, según se atribuye a Kafka, los sustrae en el camino. Están los besos que matan. Están los besos de cortesía, los besos de la amistad y El beso de la mujer araña, pero esa es otra historia, y de Manuel Puig. Y entre tantos otros besos están aquellos que nos sorprendieron en su tiempo: el de 1979, en una reunión oficial, que intercambiaron, boca a boca, por costumbres rusas, el entonces máximo jerarca de la Unión Soviética, Leonid Brezhnev, y el presidente de la República Democrática Alemana, Erich Honecker.
Se trata de un tema siempre a flor de labios y que divide aguas entre las sociedades: algunas pecan por demasía, otras por renuencia y otras más, por ignorarlo en sus costumbres. Un relato espeluznante informa de lo sucedido en el siglo XIX al explorador y antropólogo inglés William Winwood Reade, quien, enamorado de la hija de un rey africano, hizo lo que hizo Rubiales: le robó un beso. Pero la princesa, en lugar de quedarse como “Jenni”, congelada en la tribuna, huyó despavorida. Al desconocer la naturaleza del beso como primer eslabón en el entramado de un romance, creyó que el inglés era en realidad un caníbal que había pretendido devorarla.
Dos de los clásicos de la modernidad sobre el asunto que Rubiales ha puesto al rojo vivo son la Pequeña enciclopedia del beso, de Jean-Luc Tournier, y el ensayo Le Baiser, sobre la fenomenología del beso, de Alain Montandon. Este catedrático de filosofía y literatura de la Universidad de Clermont Ferrand ha sido un visionario. Exploró el fondo de lo que hoy todos se preguntan a causa del máximo referente, aunque no sepamos hasta cuándo, del fútbol español: qué se esconde detrás de un beso.
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Cómo olvidar los besos de Burt Lancaster y Deborah Kerr en De aquí a la eternidad, tendidos sobre la orilla del mar, mientras los mecía el último respingo del oleaje. O el beso de la despedida entre Humphrey Bogart e Ingrid Bergman, en Casablanca, donde el triángulo amoroso termina como lo indicaban las leyes taxativas de la época, sin transigencias en desvíos imprevistos, aun en medio de una guerra (1942). O los que han hecho fantasear, con la letra de Consuelo Velázquez, a Frank, Sinatra, Elvis Presley, Edith Piaf y tantos otros, al cantar: “Bésame, bésame mucho/ como si fuera esta noche/ la última vez…”.
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El peor de todos, el beso de Judas. Santo y seña sobre el que se explaya el Evangelio de San Marcos: “Al que yo bese, ese es: arréstenlo y llévenselo bien sujeto”. Ha sido el paradigma de la traición, tan común en las prácticas políticas por lo que enseña la historia.
Aún no hemos visto el beso entre Milei y Fátima Florez, bocado de cardenal para los estrategas en marketing en momentos culminantes de una campaña electoral. El candidato nos tiene preparados para todo, pero a ella le queda una gran carta: sorprenderlo con el que sería el más celebrado sketch de su vida, personificando a Cristina Kirchner.