A pesar del título de esta columna, los caballos me han enseñado que no se sale al galope sino al tranco. En esos pasos iniciales es que recibí mi primer sujetada de alguien que me enseñó que el caballo no debe ser utilizado por el hombre en forma alguna.
No comparto las teorías “especistas” que consideran al hombre por sobre todas las especies y prefiero ver la complementación entre ellas, como un camino de evolución para todos.
Es argentino y desarrolló un sistema antiheladas que es furor en Estados Unidos y Canadá
¿Podemos acaso creernos tan superiores cuando somos una especie con tantas dificultades para comunicarnos? Un dogo argentino entiende perfectamente lo que quiere un bulldog francés sin necesidad de haber estudiado en la Alliance. En el mundo animal bastan un par de gestos, ladridos o relinchos para que, inmediatamente, se reconozca a un nuevo líder.
En este año electoral, los argentinos nos cansamos de monólogos. Primero atravesamos las PASO, luego las elecciones definitivas, incluso probablemente con segunda vuelta, para designar a alguien que apenas asuma, ya tendrá la mitad de su manada en contra.
Realmente, ¿podemos cualquiera de nosotros considerarnos superiores o más evolucionados que otros? Pensémoslo en un plano de igualdad, como miembros de una sociedad.
Existen en el mundo aproximadamente 60 millones de caballos, mitad de ellos deportivos y mitad de ellos de trabajo. Ocupan 120 millones de hectáreas productivas que, en caso de no dedicarlas a su cría, por una cuestión de viabilidad económica, se redestinarían a agricultura, dejándonos con algún caballo caminando por el parque como mascota. Si no existiera lugar donde ubicarlos, el camino sería desaparecer los caballos del mundo. Idea tan espeluznante cuya sola expresión me hace temblar la mano. Caeríamos en el absurdo de eliminar toda una especie para que alguno de sus miembros no sufra.
¿No sería más lógico mejorar la situación de esos individuos en particular?
Hace 200 años, miembros de la especie humana eran explotados merced a castigos físicos, con mala alimentación y carentes de sanidad alguna. Se los denominó esclavos. Trabajaban cumpliendo una función que les asignaba una sociedad para ayudarla a salir adelante. Hoy en día, afortunadamente, los cambios han permitido a sus descendientes seguir colaborando con la sociedad que ahora vela por su educación, sanidad, alimentación, etcétera. En pocas palabras, a cambio de cumplir con sus obligaciones se les permite ejercer también sus derechos. Tal vez ese sea el camino que deban transitar nuestros caballos.
Como deportista profesional que fui, no sé si me gustaba levantarme temprano para entrenar, pero lo consideraba mi obligación dentro de la sociedad. Podríamos decir que los caballos también tendrían sus obligaciones para formar parte de ella. Faltaría garantizarles ciertas condiciones.
Bajo el paraguas de Bienestar Animal se ha empezado a trabajar en ello. Algunos ejemplos son las políticas de protección de los caballos como sangre cero, controles antidoping, actualización de las leyes de tracción a sangre y del chipeo. ¿Alcanzan? Claramente no, pero está en nuestras manos el primer paso que es crear conciencia.
Me he cansado de escuchar gente que predica su amor por los caballos, pero ¿cuántos son los que concretamente hacen algo por ellos? Apenas algunos, diría. Me gusta pensar que si existiese un premio Oscar, un Martín Fierro o un Nobel a entregar dentro del mundo ecuestre, dos personas lo habrían ganando. El primero, Martín Hardoy. Gracias a él, en el último puestito del campo más perdido en el horizonte existe un domador que sabe fehacientemente que por las malas no se llega a ningún lado y que el garroteador forma parte de una triste historia. El segundo, sería Polito Ulloa, quien transformó un oficio en una profesión, a partir de toda una vida de respeto por el animal. Tanto Martín como Polito encontraron el modo de trabajar no solo con caballos sino por ellos.
Busquemos nuestra forma. Nos lo agradecerán. Se lo merecen.