ULÁN-UDÉ, Buriatia, Rusia.- La ruta que conduce al Lago Baikal, en el sur de Siberia, atraviesa bosques de imponentes pinos, praderas vírgenes, y pasa junto a cementerios barridos por el viento donde flores de plástico de brillantes colores marcan las tumbas de los rusos muertos en Ucrania: aquí, a casi 4500 kilómetros del paraíso imaginario de Moscú, la guerra es visible en todas partes y en todo momento.
En la orilla oriental del lago, donde las bandadas de gaviotas se zambullen en el agua, Yulia Rolikova maneja una posada que durante el verano también sirve como campamento para niños. Yulia tiene 35 años y está a casi 7000 kilómetros del frente de batalla, pero la guerra igual resuena en su cabeza y en la de toda su familia.
“Mi exmarido quería ir a luchar, decía que era su deber”, dice Yulia. “Yo le dije que no, que tiene una hija de 8 años y que es mucho más importante su deber como padre”.
“Allá en Ucrania hay personas muriendo por nada”, apunta Yulia.
El hombre finalmente entró en razones y se quedó, dice Yulia, con una mirada de “mi vida es como la de cualquier otro ruso”. Con eso se refiere a la vida de una madre sola en un país con una de las tasas de divorcio más altas del mundo, una nación sumida en una guerra inmanejable con un país vecino al que el presidente Vladimir Putin considera “ficticio” y con el que decenas de millones de rusos, como la propia Yulia, tienen lazos familiares, culturales e históricos.
Estuve un mes entero en Rusia, un país casi tan grande como la suma de Estados Unidos y Canadá, en busca de alguna pista que permita explicar el bandazo nacionalista que lo empujó a una guerra no provocada y también para percibir el ánimo actual de la población tras 17 meses de un conflicto que le vendieron como una operación relámpago y terminó siendo una pesadilla perpetua. Esta guerra que ha transformado el mundo tan radicalmente como los atentados del 11 de septiembre de 2001, ya se ha cobrado 200.000 vidas repartidas casi en iguales proporciones entre ambos bandos, según estimaciones de los diplomáticos norteamericanos en Moscú.
En mi viaje desde Siberia a Belgorod, en la frontera occidental de Rusia con Ucrania, me encontró con un país confundido sobre el rumbo y el significado del conflicto, y desgarrado entre los mitos de gloria alimentados por Putin y sus problemas y luchas cotidianas.
En el camino me topé con temores, con belicosidad feroz, y también con una paciente obstinación para aguantar una larga guerra hasta el final. Descubrí que lejos de haber desaparecido, el “homo sovieticus” ha sobrevivido como una especie modificada y con todas sus aptitudes para la supervivencia intactas. Así que gracias a la incesante campaña de propaganda de la televisión estatal, el viejo manual de Putin —dinero, construcción de mitos y amenaza de muerte— parece seguir vigente.
Pero también escuché voces ambivalentes, como la de Yulia, así como a un par de desembozados disidentes.
Esa inquietud, esa impaciencia frente a la aparente incoherencia de la guerra y la indiferencia de los privilegiados de Moscú y San Petersburgo, fue el telón de fondo de la efímera rebelión liderada en junio por Yevgeny Prigozhin, fundador del mercenario Grupo Wagner: no por nada dijo que su alzamiento era una “marcha por justicia”.
“La rebelión de Prigozhin fue una manifestación sintomática de diversos problemas sociales, pero su marcha hacia Moscú sin encontrar resistencia también reveló inquietud por la verdadera voluntad de enfrentarlo de las unidades del ejército ruso”, dice Alexander Baunov, investigador del Centro Carnegie para Rusia y Eurasia. “Claramente, Putin no quería dar la orden de abrir fuego sin estar seguro de que sus soldados la cumplirían”.
Además, convertir a Prigozhin en un mártir era demasiado peligroso por otras razones de corto plazo. El rol del grupo Grupo Wagner para evitar tener que recurrir a otra impopular leva masiva fue crucial, ya que se ocupó de reclutar de las cárceles rusas a miles de “convictos soldados” que fueron carne de cañón durante meses en el campo de batalla. Si bien Putin no fue el primero en pestañear, no hay dudas de que se habrá fruncido.
Y sin embargo, tras 23 de años al frente de Rusia y en medio del recrudecimiento de los combates en el sur y el este de Ucrania, Putin sigue firme en el poder. El líder ruso aprendió hace mucho tiempo, de hecho, desde el principio de su gobierno, en 2000, que “las guerras son casi tan buenas como la represión, porque desacreditan a cualquiera que intente complicar las cosas”, como lo señala Masha Gessen.
Putin siempre usó la guerra para encolumnar a los rusos detrás del mito simplista del nacionalismo y para llevarlos a la conclusión también simplista de que su régimen cada vez más represivo es tan esencial que debe perpetuarse al infinito.
El nuevo zar de Moscú
En Moscú, a un mundo de distancia del Lago Baikal, las sanciones de Occidente parecen haber tenido poco efecto, salvo en locales como el de Dior, donde un cartel avisa que está cerrado “por razones técnicas”, o por los graciosos nombres con los que fueron rebautizadas las empresas occidentales que se fueron, como “Stars” para la cadena de cafeterías Starbucks.
El subte moscovita está impecable, los restaurantes que sirven la popular cocina fusión rusojaponesa están colmados, hay una absurda concentración de autos de lujos, e internet funciona a la perfección, al igual que en toda Rusia.
El gobierno de Putin apunta a la reconstitución de ese mundo ruso imaginario, o “Russkiy mir”, un mito revanchista construido en torno a la idea de una esfera cultural e imperial eterna, de la que Ucrania —a la que nunca perdonaron convertirse en un estado independiente— es una parte más.
En cuanto al futuro, Putin tiene muy poco que decir, y por eso las dudas de la gente.
Ni en Moscú ni en ningún otro lugar de Rusia hay demasiadas imágenes de Putin, salvo en la televisión. Gobierna desde las sombras, a diferencia de Josef Stalin, cuyo retrato estaba por todas partes. No existe un culto al líder, como el que favorecen los sistemas fascistas. Sin embargo, el misterio tiene su propio magnetismo, y el alcance del poder de Putin llega a los lugares más recónditos.
La Kremlinología de la Guerra Fría ha sido reemplazada por el intento igualmente arduo de perforar el secretismo absoluto del Kremlin para leer la mente de un nuevo zar, Putin, que ahora está en el otoño de su gobierno.
“Deber con la Patria”
A cinco husos horarios de distancia de Moscú, una destartalada central eléctrica de carbón de la era soviética escupe humo sobre los techos de hierro corrugado de modestas casas de madera en Ulán-Udé. Sobre la plaza central de esta ciudad de más de 400.000 habitantes, todavía se yergue un busto Lenin de 42 toneladas, el más grande del mundo.
Ahora, esta tranquila capital de la República de Buriatia de Rusia, un gran centro de producción de aviones y helicópteros que durante la Guerra Fría estaba cerrado a los extranjeros, quedó inmersa en otra guerra contra Occidente cuyas raíces se remontan a la desintegración de la Unión Soviética formada por Lenin.
Alexander Vasilyev, un economista de 59 años, está a punto de regresar al distante frente de batalla para cumplir su segundo turno de servicio activo.
“Tengo el deber de luchar por la Patria”, dice Alexander. “En 1945, nuestros abuelos marcharon hasta Berlín para garantizar que no tuviéramos un enemigo al lado. No vamos a permitir que Estados Unidos nos instale otro enemigo”.
Volver a pelear una vieja guerra
La celebración del centenario de la República de Buriatia se llevó a cabo el 30 de mayo en el teatro de la ópera de Ulan-Ude, bajo un cielorraso adornado con frescos de aviones soviéticos con estrellas rojas y una bandera soviética con la imagen de Lenin.
En su discurso de media hora, el gobernador Alexey Tsydenov, del partido de Putin, Rusia Unida, rindió homenaje a los 39.000 buriatos muertos en la Segunda Guerra Mundial, y luego honró a ocho soldados locales que pelearon en el actual conflicto, ya elevados al estatus de “Héroe de Rusia”.
La sala en pleno se puso de pie para aplaudir la colocación de medallas en las solapas de tres de estos héroes y de varios veteranos de la Gran Guerra Patria de 1941-45.
La escena era una una imagen perfecta de la inverosímil fusión de las dos guerras que Putin ha intentado instalar.
“Hoy, una nueva generación que vuelve a cumplir el rol de derrotar al nazismo”, declaró Tsydenov. “Nuestro ejército ganará. En todas las etapas de la historia hubo quienes nos desearon el mal, pero siempre superamos los obstáculos”.
“Una torre del silencio”
Para llegar a la oficina de Moscú de Dmitry Muratov, ganador del Premio Nobel y editor del clausurado periódico independiente Novaya Gazeta, hay que pasar frente a la oficina de Anna Politkovskaya, asesinada por el régimen de Putin en 2006 por sus informes sobre violaciones de los derechos humanos en Chechenia.
La máquina de escribir de Politkovskaya sigue sobre su escritorio, junto a sus anteojos, su cuaderno de notas, y un libro cuyo título resume la impunidad de la era Putin: “Historia de una investigación inconclusa”.
En la oficina de Muratov, de 61 años, hay una fotografía de Mijaíl Gorbachov, un líder hoy vilipendiando por muchos rusos que abandonó el comunismo a favor de la libertad de expresión, la libre empresa y las fronteras abiertas.
Para Muratov, los últimos 17 meses han sido como una interminable marcha fúnebre. No bien comenzó la guerra, el gobierno cerró el Novaya y la mayoría de los medios independientes. Ahora el diario publica una edición alternativa desde Riga, capital de Letonia, llamada Novaya Gazeta Europe. Muratov se quedó en Rusia, un país donde según sus palabras, “ahora la verdad es un delito”.
Los que cuentan la verdad están en la cárcel.
“Somos la sociedad acogotada”, dice Muratov. “Rusia se ha convertido en una torre de silencio”.
Le pregunté qué impulsó a Putin a su imprudente invasión de Ucrania.
“Putin fue desarrollando un absoluto desprecio por Occidente”, apunta Muratov. “A Moscú venían líderes y políticos de todo el mundo que a la mañana visitaban la tumba de Politkovskaya, al mediodía hablaban sobre derechos humanos con representantes de la sociedad civil, y a la tarde se reunían con Putin para firmar acuerdos de petróleo y gas”.
“Y cuando terminaban sus mandatos, Putin los compraba: el excanciller alemán Gerhard Schröder, el exprimer ministro francés François Fillon, todos estaban felices de aceptar el dinero de Putin. Así que Putin llegó a la conclusión de que todo ese discurso sobre los valores de Occidente era pura cháchara”.
Según Muratov, Putin también llegó a otra conclusión: las potencias occidentales habían explotado el período de debilidad de la Rusia postsoviética para erosionar la gloria del Ejército Rojo que en 1945 había marchado penosamente hasta la Berlín de Adolf Hitler. De hecho, Occidente había insultado a los 27 millones de soviéticos perdidos en la guerra, donde murió el hermano mayor de Putin y donde su padre resultó gravemente herido.
Occidente lo hizo al expandir la OTAN hacia al este, hasta las fronteras de Rusia, algo que Putin considera el incumplimiento de una promesa.
“Entonces Putin decidió ganar una Segunda Guerra Mundial que ya había terminado”, apunta Muratov. “Resolvió proteger el resultado de esa guerra, y por eso se nos dice que estamos luchando contra los nazis y los fascistas”.
Una nueva ideología estatal
Para Putin, esta guerra ha tomado otro cariz y otro alcance: ahora es la culminación de una guerra de civilizaciones contra Occidente que tal vez hoy se libre en Ucrania, pero donde los verdaderos enemigos se encuentran mucho más allá.
Ahora, Estados Unidos, Europa y la OTAN son señalados constantemente como fuentes “de un satanismo liso y llano”, según dijo recientemente Sergei Naryshkin, director del servicio de inteligencia exterior de Rusia.
Y al tratarse de una guerra ideológica, es doblemente inmanejable. “Actualmente no hay motivos para un acuerdo de paz”, me dijo Dmitry Peskov, vocero del Kremlin. “La operación continúa.”
Y las invectivas antioccidentales han alcanzado proporciones fantasmagóricas.
Treinta años después de la aprobación de la Constitución rusa, cuyo Artículo 13 dice: “Ninguna ideología será proclamada como ideología de Estado”, la Rusia de Putin se precipita hacia una nueva ideología oficial de valores conservadores.
De hecho, el propio Ministro de Justicia, Konstantin Chuychenko, planteó una reforma constitucional para derogar el Artículo 13.
Esa ideología antioccidental hunde sus raíces en la Iglesia ortodoxa, la patria, la familia y la “prioridad de lo espiritual sobre lo material”, como establece el decreto firmado por Putin en noviembre donde consagra los valores espirituales y morales del país.
El enemigo, proclama, es Estados Unidos y “otros Estados extranjeros hostiles” empeñados en cultivar “el egoísmo, la permisividad, la inmoralidad, la negación de los ideales del patriotismo y la destrucción de la familia tradicional a través de la promoción de relaciones sexuales no tradicionales”.
Si durante la Guerra Fría Occidente era retratado como el pesadillesco hogar del capitalismo salvaje, ahora es el hogar de los cambios de sexo, el barullo de las drag queens, los debates de género y la toma de poder por parte del movimiento LGBTQ+.
Al insistir, contra toda evidencia, en que Ucrania es una nación gobernada por fascistas y nazis, y al sugerir que Occidente quiere que Ucrania sea otra sede de la decadencia moral de las transiciones de género, Putin ha convertido exitosamente una guerra de agresión en una guerra defensiva, esencial para salvar a Rusia de aquellos que intentan desgarrar su tejido territorial y moral.
Rusia gira en su giro
En mi camino de regreso a Ulán-Udé desde el Lago Baikal, los costos de esta guerra de Putin para intentar revertir la historia resultan insoslayablen.
En uno de los cementerios yace Andrei Mezhov, un infante de marina nacido en 2000 y muerto el 6 de marzo de 2022 en Ucrania. Andrei era oriundo de la cercana ciudad de Talovka, había estudiado en la Universidad Estatal de Baikal y sirvió en el ejército en Vladivostok.
Sobre un ramo de flores ondea una bandera de la Marina rusa con su lema: “Dondequiera que estemos, estará la victoria”.
Mi último día en Moscú fui hasta el puente Bolshoy Moskvoretsky, que cruza el río Moscova justo al este del Kremlin. Allí, un pequeño altar marca el lugar del flagrante asesinato político de Boris Nemtsov, destacada figura de la oposición baleado el 27 de febrero de 2015.
En ese altar siempre hay alguien velando para que haya un ramo de flores frescas. Ese día, la tarea recayó en Arkady Konikov. “Nemtsov era un político honesto, algo muy inusual en Rusia”, me dijo Konikov. “Era un hombre valiente, un gran hombre”.
Un año antes de su asesinato, hace casi una década, cuando en la región ucraniana del Donbass comenzaron los combates instigados por Rusia, Nemstov escribió en su página de Facebook: “Putin le declaró la guerra a Ucrania. Esta es una guerra fratricida. Rusia y Ucrania pagarán un alto precio por la locura asesina de este exespía mentalmente inestable. Morirán jóvenes de ambos bandos. Habrá madres y hermanas sin consuelo”.
En agosto pasado, poco antes de la muerte de Gorbachov, Muratov fue a visitar a su amigo al hospital de Moscú donde estaba internado. El líder soviético que había decidido liberar a los rusos y a cuyo funeral Putin no asistiría, estaba muy grave.
En la habitación de Gorbachov había un enorme televisor que reproducía una y otra vez las imágenes de los bombardeos y las explosiones en Ucrania. Cuando salió de la habitación, Muratov escuchó que Gorbachov decía: “¿Quién puede ponerse contento con esto?”.
Por Roger Cohen
Traducción de Jaime Arrambide