Soñar con un “país normal” es cada vez más difícil

Cuando asumió la Presidencia de la Nación en 2003, el entonces poco conocido Néstor Kirchner prometió trabajar por un “país normal”. Un objetivo más modesto, pero sensato, que el grandilocuente “Argentina Potencia” del conflictivo período 1973/1975, durante el cual la violencia armada basada en teorías y prácticas revolucionarias –amparada previamente por Juan Domingo Perón y rechazada explícitamente en su tercer mandato–, desembocó en la sangrienta dictadura militar de 1976. Años antes, en 1972, el politólogo Carlos Nino había publicado su célebre libro Un país al margen de la ley, en el cual sostenía desde el subtítulo (“La anomia como componente del subdesarrollo argentino”) que la extendida cultura de desacato a las normas –o su cumplimiento optativo– tiene altos costos para el desarrollo económico y la consolidación de la democracia en la Argentina.

Ese diagnóstico mantiene su vigencia a 40 años de la restauración democrática y tras las sucesivas crisis sufridas por el país hasta el colapso de 2001. De lo contrario, buena parte de la sociedad no habría naturalizado durante la era menemista el eslogan “roban, pero hacen”. Ni tampoco su posterior variante “mentime que me gusta”. En ambos casos, justifican la obtención –individual o corporativa– de “algo” a cambio (cargos públicos, manejo de cajas estatales, negocios espurios, regímenes de privilegio, zonas liberadas, etc.) pero a contramano del interés general.

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El kirchnerismo extremó esta cultura anómica hasta convertirla en un sello distintivo de sus gobiernos a costa de la degradación del rol del Estado y sus instituciones republicanas. El propio Kirchner, que había prometido “traje a rayas” para los evasores impositivos, benefició con diversos negocios –como el del juego– a los empresarios Cristóbal López y Fabián de Sousa, condenados en 2017 por defraudación al Estado al retener indebidamente $8000 millones del impuesto a los combustibles para financiar su emporio de medios K. Pero en 2021, a instancias de Cristina Kirchner, la AFIP desistió de ser querellante en la causa alegando persecución política. Y a comienzos de este mes, la AFIP y la UIF también pidieron el sobreseimiento de CFK en la causa “ruta del dinero K” que la vinculaba a Lázaro Báez, basándose en un controvertido dictamen del fiscal Marijuan.

Con el agregado de fuertes dosis de hipocresía y amnesia política selectiva, el kirchnerismo fue construyendo su relato populista sobre el pasado y el presente como si todos sus argumentos fueran verdades incontrastables y sus propios fracasos –como la altísima inflación de tres dígitos y la mayor pobreza– tuvieran culpables ajenos. Hasta sus más resonantes casos de corrupción y enriquecimiento ilícito son encubiertos con disfraces ideológicos (como el lawfare), por más que hayan quedado a la vista de todos y con testigos (arrepentidos) confesos.

También en su intento de tratar de mantener poder y que sus militantes sigan viviendo a costa del Estado, se autoarroga la representación del pueblo y de la Patria, con lo cual los fines justifican cualquier medio y todo el que se le oponga pasa a ser enemigo. Para colmo, demuestra abiertamente su adhesión y connivencia con los regímenes dictatoriales de Venezuela, Cuba y Nicaragua que coartan las libertades políticas y los derechos humanos.

En este contexto, el burdo intento de golpe institucional en Jujuy, con un “salvadorazo” poco y nada espontáneo que aún mantiene rutas nacionales cortadas y pueblos aislados, es una fuerte señal de alerta para quienes sueñan que la Argentina pueda ser un “país normal” y alejado de la violencia política.

Desde el punto de vista institucional, la reforma de la constitución jujeña –incluida en la plataforma electoral del gobernador Gerardo Morales y aprobada por mayoría– cumplió con todos los procedimientos previstos y los derechos cuestionados por el kirchnerismo están consagrados en la Constitución Nacional por lo cual se trata de un conflicto político, afirma el abogado Félix Lonigro.

El problema en todo caso es el doble discurso K, que justifica el ataque incendiario a la Legislatura provincial pero se victimiza por el uso de la fuerza pública para reprimir el delito de sedición que tiene rango constitucional. Así lo recordó el pronunciamiento firmado por casi 1000 empresarios y profesionales para repudiar los actos de violencia. En cambio, Cristina Kirchner pidió el año último una investigación por el cascotazo que destrozó la ventana de su despacho en el Senado, pero mantuvo silencio antes y después de la intifada de diciembre de 2017 con toneladas de piedras arrojadas contra el Congreso Nacional cuando se trató el cambio de la fórmula automática de ajuste jubilatorio y la bancada K de Diputados utilizó ese argumento para reclamar que se levantara la sesión.

Dentro de estas contradicciones, el gobierno del Frente de Todos hizo una defensa del federalismo cuando desautorizó a la Corte Suprema de Justicia por fallar en contra de las candidaturas en San Juan (Sergio Uñac) y Tucumán (Juan Manzur), pero ahora eludió el envío de la Gendarmería para liberar las rutas cortadas por piquetes. Paralelamente, una diputada K (Gisella Marziota) presentó un pedido de intervención federal de la provincia norteña. Años atrás, al asumir su primer mandato, la propia CFK había afirmado que “todo el mundo tiene el derecho a protestar, pero no cortando las calles, impidiendo que la gente vaya a trabajar y complicándole la vida al otro”, por lo cual pidió “legislar sobre una norma de respeto y convivencia urbana” para evitar muertes, que nunca se trató.

Tampoco merecieron condenas del oficialismo los paros de gremios docentes K y de izquierda que esta semana dejaron sin clases no sólo a miles de chicos jujeños, sino también de la Capital Federal y la provincia de Buenos Aires en repudio a la represión. Un contraste con la actitud de los mismos sindicatos que no dispusieron en los últimos dos años ninguna huelga pese a la inflación galopante y el deterioro de sus salarios, al igual que la CGT, que en estos días evaluó un paro nacional para solidarizarse con los trabajadores jujeños.

Con este panorama el problema de fondo es que, después de las elecciones presidenciales y cualquiera sea el ganador, la Argentina necesitará acuerdos políticos no sólo para poner en marcha un plan de estabilización y crecimiento económico, sino para cuestiones básicas de convivencia cívica que en países “normales” no se discuten. Entre ellas, respetar la Constitución y las leyes; el resultado electoral y la alternancia política; los derechos a trabajar y trasladarse por calles y rutas; la nunca cumplida ley que establece 190 días anuales de clase en las escuelas y penalizar la violencia política en todas sus formas; incluso las de Trump y Bolsonaro.

A partir de esa base podrán tratarse reformas pendientes desde hace décadas, como la coparticipación federal de impuestos en reemplazo de las transferencias discrecionales de fondos a las provincias convertidas en virtuales feudos; los regímenes jubilatorios de privilegio y una legislación laboral que promueva la renovación de leyes tan obsoletas como los dirigentes sindicales vitalicios, que llevan entre 20 y casi 50 años en sus cargos, que en algunos casos pasaron a ser hereditarios.

La grieta política ya impedía cualquier acuerdo de envergadura para revertir la decadencia de décadas en materia institucional, económica, social,educativa, judicial, de seguridad y combate al narcotráfico, no sólo en Rosario. Ahora, tras los graves episodios de Jujuy, el kirchnerismo promueve el “voto miedo” y anticipa que, en un país sin moneda, será parte del problema y no de la solución.

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