1. Fechas claves. Estamos próximos a dos fechas que dan que hablar en nuestro país. La primera es la de la elección presidencial, que está a la vuelta de la esquina, algo que hace que sean cada vez más frecuentes las reuniones de los potenciales gobernantes con distintos actores de la economía real. La segunda fecha es la que el Iaraf (Instituto Argentino de Análisis Fiscal) bautizó como el día de la independencia tributaria, una manera gráfica de traducir los porcentajes de carga tributaria formal a los días que tiene un año calendario: ¿hasta qué día del año trabajamos para pagar los impuestos? ¿Por qué las dos fechas tienen relación? Porque a los candidatos se les pide algo difícil: que reduzcan el déficit, bajando impuestos y también los gastos (salvo aquellos gastos tributarios que benefician a ciertas actividades productivas por sobre otras). Lo que lleva a que, finalmente, no haya demasiada tela para cortar, pues todos consideramos que nuestra actividad es la más relevante e “intocable” para la economía.
2. Reforma. Es muy posible que la palabra reforma deje finalmente de ser tabú. La Argentina lo necesita. Urge, más que nada, un mejor sistema impositivo. Pero hay un problema aquí. La visibilidad de los impuestos juega una mala pasada. Porque los tributos que son noticia son siempre los que afectan directamente a las personas; por ejemplo, Ganancias, en el cual se cambia permanentemente el monto no imponible por la alta y constante inflación. Esa medida, obviamente es celebrada por cada individuo. Pero, en realidad, si el impuesto estuviese mejor diseñado y la inflación no fuera tan alta, la carga sería más progresiva, aunque también muy poco celebrada. Para poner un ejemplo, Estados Unidos recauda el 50% de sus impuestos a través de Ganancias, mientras que en la Argentina, entre personas y empresas, no se llega al 20% de la recaudación.
3. Para siempre. Ante las presiones para sostener el alto nivel de gasto por parte del Estado y cobrar cada vez menos impuestos progresivos, solo quedarán los regresivos. Veamos una reciente historia de la creación de impuestos que los usuarios no ven directamente como consumidores, pero que están allí encareciendo los bienes. Hasta 1986 la alícuota de IVA del 13%; ese año subió a 18% y en 1995 aterrizó en el actual 21%. En el medio, hacia 1991, se creó el impuesto a los Bienes Personales. Diez años después, el tributo a los débitos y créditos bancarios. Estas cargas fiscales serían solo temporales; sin embargo, hoy convivimos con ellos. En 2002 y 2007 se incrementaron las retenciones. En 2019 se extendieron esas cargas a todos los productos. A comienzos de 2020 se elevó Bienes Personales, que pasó a tener una de las alícuotas más altas del mundo. El aumento del gasto llevó, así, a un problema de relevancia: una carga tributaria que ha aumentado permanentemente y de una forma muy desprolija, vía impuestos temporales que terminaron siendo permanentes.
4. Anti-competitividad. Tres tributos que en el resto del mundo no existen o han tendido a desaparecer, en nuestro país recaudan más de 8 puntos del PBI: el impuesto a los débitos y créditos bancarios (que aumenta la informalidad , porque invita a tener efectivo en las manos), las retenciones (que desalientan las exportaciones) e Ingresos Brutos, el tributo provincial que se aplica en cascada y encarece todas las instancias de la producción. Esta última carga debía desaparecer en muchas actividades, según un consenso fiscal firmado por los gobernadores hace tan solo 5 años; sin embargo, hoy su peso es mayor que entonces.
5. La meta del equilibro y cómo llegar. El hecho de que haya cada vez mayor consenso en que debe haber equilibrio fiscal estructural, es algo muy positivo. Sin embargo, no da lo mismo cómo lograr la meta. Cualquier reforma tributaria tendrá que tener como eje central atender los gastos prioritarios del Estado, buscando que los impuesto a cobrar dejen de ser los regresivos y “anti-competitividad”.