Resistir, el gran proyecto de la clase media

La sociedad argentina está al borde del quiebre emocional. En consecuencia, sus conductas y reacciones se tornan cada vez más difíciles de prever. De tanto castigarla, lograron arrebatarle el imaginario de futuro. “Nos robaron los sueños y los proyectos”, dicen los ciudadanos con pesar. “La Argentina me duele”, afirman, para confirmar la idea de un corpus colectivo llagado e hipersensible. Los jóvenes sostienen: “Somos la generación que no va a tener nada”.

En ese contexto, la clase media se aferra a un último gran proyecto: resistir. Y es en esa defensa final de ciertos valores que definen la idiosincrasia de la argentinidad, donde quizá se cifre la última esperanza realista sobre un devenir mejor.

La clase media en la Argentina no es solo un lugar en la pirámide social, ciertamente muy sustancioso (45% de las familias), ni un nivel de ingresos, hoy brutalmente devaluados. Tampoco se circunscribe meramente a una tenencia de bienes específicos relevantes como podrían ser la casa propia o el auto. Ni siquiera es un set de costumbres y hábitos específicos, que, por supuesto, los tiene. O un acervo cultural, tan nítido como estable, que busca preservar defendiéndolo con ferocidad.

La clase media en la Argentina es todo esto y mucho más. Es una gran construcción simbólica, un lugar de llegada y de pertenencia. Una fuente de identidad, una aspiración, un sueño, una ilusión, una razón de ser. Una luz en la oscuridad de todos los túneles por los que ha cruzado esta sociedad golpeada y maltratada hasta el hartazgo. La clase media es, sobre todo, una historia.

Una historia en el sentido con que la ha descripto la exquisita prosa del maestro italiano Alesandro Baricco en La vía de la narración, texto recientemente editado por cuadernos Anagrama.

Dice este lúcido y muchas veces contrafáctico pensador, autor de novelas como Seda o ensayos como The Game: “Ocurre a veces que fragmentos concretos de la realidad emergen del ruido blanco del mundo y se ponen a vibrar con una intensidad particular, anómala. A veces es como un agradable aleteo. Otras veces es como una herida que no quiere cerrarse, una pregunta que espera una respuesta. Allí donde se verifica esa vibración, se genera un tipo de intensidad que, cuando perdura en el tiempo, tiende a organizarse y a convertirse en una figura dibujada en el vacío. Se podría decir que, para lograr una determinada permanencia, genera un campo magnético a su alrededor, dotado de su propia geometría. A estos campos magnéticos singulares les damos un nombre particular. Ese nombre es: historias”.

La clase media argentina es, sobre todo, una vibración de esas de las que nos habla Baricco. Tiene su campo magnético propio y por eso es capaz de emanar sentido y así iluminar las opacidades y las sombras de un entorno atiborrado de amenazas, incertidumbres, temores y ansiedades.

Cuando los argentinos viven una crisis de sentido como la que están atravesando hoy, la pregunta que brota de sus entrañas ya no es siquiera “por qué” sino el mucho más inquietante “para qué”. Este tipo de replanteo existencial ya ocurrió, en un contexto muy diferente, en la crisis de 2001/2002. Tanto en ese entonces como en la actualidad, la defensa de la identidad de clase media se transforma en la última línea de resistencia a la que se aferra la sociedad para no quebrarse definitivamente.

Por eso, a pesar de sentir que les robaron los proyectos, que no pueden articular un imaginario de futuro, que el mundo les queda cada vez más lejos, que no pueden ahorrar, que los obligaron a vivir día a día, y que el miedo a veces los paraliza, los ciudadanos mantienen como pueden algunos consumos arquetípicos de clase media que los hacen experimentar la resiliencia, esa capacidad de adaptación necesaria para enfrentar la adversidad y sobrevivir.

En un contexto opresivo y atemorizante, se sostienen el cine, el teatro, los recitales, los bares, los cafés, las cadenas de fast food, los restaurantes, las parrillas, las pizzerías, las peluquerías, las salidas familiares de fin de semana, (aunque en muchos casos deban ser austeras), los picnics en los parques de la ciudad o al costado de las autopistas y las reuniones de amigos “a la romana”, donde cada uno trae algo, lo que se pueda, sin prejuicios vergonzantes ni pretensiones extemporáneas. Si no hay Coca Cola o Pepsi, puede haber Manaos, Secco o Cunnington. Y si no, será jugo en polvo o agua de la canilla. Vino, cerveza o fernet, de marcas preferidas o alternativas. En estas instancias ya no hay espacio ni margen alguno para las sutilezas. Lo importante pasa por otro lado.

Los economistas que consulta el Banco Central proyectan que la inflación anual será de 126% en 2023 y que en los próximos 12 meses la situación resultará aun peor: sería 142% acumulado. No solo los precios continuarían subiendo, sino que la economía comenzaría a caer. Se prevé una contracción del 3% para este año. Hay escenarios más pesimistas que visualizan un descenso cercano al 4 o 5%.

En el límite, como se sienten ahora, los argentinos se refugian en el espíritu gregario. Como los equipos de fútbol cuando cantan el himno, se abrazan unos con otros para contagiarse la energía que, son conscientes, resultará imprescindible. En ese acto real, y particularmente en el gesto figurativo, mucho más extenso y expandido, es donde se forja la resistencia. Experimentados, se disponen a enfrentar las vicisitudes por venir. Saben de qué se trata. Ya pasaron por ahí.

Un lugar de pertenencia

En numerosas ocasiones, el sector social “de los del medio”, que aglutina a los que no son ni ricos ni pobres, es definido desde el extremo izquierdo del arco ideológico como un conjunto amorfo de seres egoístas, narcisistas y endogámicos, que solo piensan en sí mismos desentendiéndose del destino colectivo. Según esta intencionada perspectiva, se trata de una inasible colectividad unida solo por intereses casi banales y mundanos, vacía de objetivos altruistas, que hace un cuantioso usufructo de los beneficios del Estado, retirándose de la escena cuando llega el momento de contribuir con los que menos tienen.

El sesgo en la mirada no es casual ni antojadizo, sino que tiene raíces históricas. No solo acusa y ataca por el presente sino también por un pasado que se remonta incluso a la génesis del citado grupo social.

Bajo el prisma distorsionado de cierta intelectualidad sobrecargada de teorías conspirativas, la clase media fue un invento de la élite conservadora de comienzos del siglo XX, para operar como buffer de las ansias revolucionarias del proletariado. El objetivo era aplacar el espíritu anti sistema y anárquico que bullía entre los operarios, con grajeas de bienestar propias de la naciente burguesía. Visto así, la clase media habría sido un invento de “arriba hacia abajo” diseñado para sostener el status quo.

Nada más inexacto. La clase media, aquí y en el mundo, fue y es un fenómeno “de abajo hacia arriba”, una emergencia, una fuerza creciente y ascendente, que modifica todo a su paso. Fueron los hijos, los nietos y los bisnietos de esos inmigrantes que llegaron “con una mano atrás y otra adelante” los que en base al trabajo y al esfuerzo lograron conquistar un inmenso territorio físico (la octava superficie del mundo) que estaba prácticamente vacío y virgen: en 1850 la población de nuestro país era de apenas 1,1 millones de habitantes; en 1930, 11,9 millones de habitantes.

En simultáneo, moldearon un territorio simbólico que les daría contención y pertenencia. Un “lugar” en los términos que lo definiera el antropólogo francés Marc Augé, es decir, un espacio donde la tradición se arraigaba con una cultura localizada en el tiempo y el espacio. A fin de reivindicar la importancia de los “lugares” para el ser humano, en contraposición, Augé plantearía en 1992 un concepto que lo haría famoso: los “no lugares”. Espacios de tránsito carentes de afectividad y familiaridad que se expandían de la mano de la globalización.

Otro gran pensador de la modernidad y la posmodernidad, Zygmunt Bauman, expresaría una idea conectada con aquella, a través del concepto de arraigo cultural y social. Esta perspectiva nos ayuda a comprender los tejidos invisibles, esos “hilos de oro”, que unen a la clase media y enloquecen a todos aquellos pensadores que no logran ni divisarlos ni descifrarlos. En su ensayo Comunidad, publicado en 2003, el sociólogo polaco decía: “Las palabras tienen significados, pero algunas palabras producen además una “sensación. La palabra “comunidad” es una de ellas. Produce una buena sensación. Tenemos el sentimiento de que la comunidad es siempre algo bueno. La comunidad es un lugar cálido, acogedor y confortable. Ahí afuera, en la calle, acechan todo tipo de peligros: tenemos que estar alerta. Aquí dentro, en comunidad, podemos relajarnos; nos sentimos seguros. En una comunidad todos nos entendemos bien, nunca somos extraños los unos para con los otros. Podemos discutir, pero son discusiones amables, se trata simplemente de que todos intentemos mejorar todavía más y hacer nuestra convivencia más agradable”.

La clase media es para sus integrantes fácticos, y también para los imaginarios que, sin integrarla técnicamente, se sienten interpelados por sus valores, justamente eso: un “lugar” y una “comunidad”. Un espacio, tanto real como metafórico, concreto y abstracto a la vez, donde referenciarse y protegerse.

Factor de estabilización

Como colectivo social, la clase media es generosa a su modo. Al buscar denodadamente el bienestar personal y familiar, algo de lo que no se siente culpable en lo más mínimo, y que por ello ni niega ni oculta, con su actitud en apariencia individualista, favorece la construcción de un entorno estable que beneficia al conjunto.

¿Es conservadora entonces? Podría decirse que sí, en cierto punto. Por eso elude el conflicto. Y se focaliza en el esfuerzo y el mérito. Como pretende progresar y que lo hagan sus hijos, propicia un contexto que favorezca la movilidad social en lugar de atentar contra ella. La clase media anhela que el resto de las variables se queden quietas para poder moverse ella, por lo cual promueve la tranquilidad y la previsibilidad. La conflictividad permanente la asusta porque pone en riesgo lo estructural. Prefiere la estabilidad del sistema por un motivo muy simple: su mayor anhelo es primero ingresar a él, luego pertenecer y finalmente lograr sostenerse. Sueña siempre hacia arriba, teme siempre hacia abajo.

Siendo así, es lógico que reaccione cuando se siente amenazada en su territorio, invadida, abusada. No es ofensiva sino defensiva. No faltaríamos a la verdad si afirmáramos que su lema no dicho, pero bien sabido, es algo así como: “No me toquen lo mío”. Profundamente asentado en la idea de la propiedad privada. Cuando se cruza ese límite, reacciona con una ferocidad habitualmente subestimada. Es liberal en el sentido más puro y original del término, tal como lo define Francis Fukuyama en su último libro, El liberalismo y sus descontentos (2022): “Las sociedades liberales confieren derechos sobre los individuos, siendo el más fundamental el derecho a la autonomía. Junto con esta autonomía se ubica el derecho a la propiedad privada y a hacerse cargo de sus transacciones económicas”.

Los integrantes de la clase media saben y defienden que, mucho o poco, lo que tienen se lo han ganado con el sudor de su frente y por eso no admiten la intromisión del Estado en sus asuntos más íntimos, y mucho menos en sus finanzas. Por supuesto, no son tontos. Toman del Estado todo lo que puedan –planes de incentivo al consumo, créditos, moratorias, entre otros-, pero lo mantienen a distancia. Establecen un pacto recíproco de mutua conveniencia: si el Estado les provee seguridad en el sentido amplio del término y posibilidades de progreso (educación para sus hijos, posibilidades económicas, trabajo, seguridad física y patrimonial), los integrantes de la clase media le devuelven constricción al trabajo, impuestos y orden en la vida pública. En otras palabras, estabilidad, financiamiento y gobernabilidad.

Es una clase social que, en lo posible, elude la confrontación extrema, no por falta de coraje, como algunos le endilgan, sino por falta de interés. Por lo general, no la seduce romper el sistema, aunque sí mejorarlo. En todo caso, los cambios pueden ser progresivos y gestarse desde adentro, pero no de un modo tan brusco que ponga en riesgo su propia supervivencia. He aquí un dilema histórico de la Argentina con el que seguramente nos encontraremos nuevamente más temprano que tarde.

Ocurre que la clase media es aspiracional, demandante, crítica y volátil. Puede aprobar hoy lo que detesta mañana si percibe que en su carrera ascendente está yendo hacia abajo. Se ilusiona y se decepciona con la misma velocidad. Su ideología de base se vincula con la teoría del “buen vivir” que planteara el sociólogo francés Edgar Morin en su ensayo de 2012, Una política para la civilización. Allí este gran estudioso de la complejidad humana afirmaba que la buena vida debía ser capaz de articular “prosa y poesía”. En su concepción, la prosa se vincula con el trabajo y el esfuerzo, y la poesía, con la celebración y el entretenimiento. Es decir, acción y recreación. Ambas necesarias para el buen vivir. Eso que hoy los más jóvenes, con una agudeza que podría estar indicando el camino a seguir, llaman life balance o vida equilibrada.

En esa búsqueda, como todo fenómeno intermedio, este amplio corpus social convive sin problemas con los extremos siempre que no le resulten agresivos. Es más, aspira a la élite, aunque pueda mofarse de alguna de sus manifestaciones estéticas o de ciertos usos y costumbres, más como una sutil válvula de escape para drenar dosis lógicas de envidia que como una confrontación definitiva. Al mismo tiempo que la observa con algún desdén, la admira y sueña con acercarse a ella consumiendo, cuando puede, sus estilos de vida y sus marcas, o algo que se le parezca lo más posible. Antaño la espiaba por la mirilla de las revistas y la televisión; hoy lo hace más aun, solo que, a través de Instagram, Tik Tok o las series de Netflix.

Por otra parte, no solo no aborrece a las clases populares sino que las respeta, porque sabe que, más cerca o más lejos en el tiempo, ese es su origen. Traza con ellas puentes y vínculos que mantienen un código común a partir del trabajo, el esfuerzo y el mérito. La clase media no tiene un problema con los humildes o los pobres, ni siquiera con la asistencia social del Estado a los más frágiles, pero sí con aquellos a los que considera vagos. No tolera sentir que el no esfuerzo de los otros se paga con el sobreesfuerzo propio. Eso es otra cosa. Allí no hay punto de acuerdo posible porque operan dos lógicas de valores muy distintas y contradictorias. Es natural que entren en confrontación. La tensión se plasma de manera polar: trabajo, esfuerzo y mérito, por un lado, versus dádiva, especulación y viveza, por el otro.

¿Qué es un país mejor?

A propósito del riesgo de ralentización en el proceso de crecimiento que se venía dando en China, donde 800 millones de personas habían salido de la pobreza, el economista francés Jaques Attali, quien entre otras cosas fue asesor del presidente Francois Mitterand durante 10 años, proclamó en 2015 una sentencia que bien podría considerarse como un axioma social y político de estos tiempos convulsionados donde la mitad de la población global ya integra el selecto grupo de “los del medio”. Dijo: “Nada es más peligroso, para cualquier régimen, que arruinar a la clase media, columna vertebral de todo orden social”. Los integrantes de este complejo corpus social, que a medida que crece y gana diversidad en simultáneo incrementa su complejidad, pueden tolerar crisis económicas, recesiones, ajustes y momentos de austeridad. Pero siempre tienen un límite. El punto es que, como lo demuestra la historia reciente en diferentes países, y también en el nuestro, ese límite siempre es muy difícil de descifrar en los cálculos previos. La precisión que se requiere es la de un cirujano.

Contemplando la dinámica actual de nuestra economía, los oscuros escenarios que se proyectan hacia el futuro de corto plazo y, sobre todo, las correcciones económicas que indefectiblemente llegarán, decidimos ir en búsqueda de ese imaginario que hoy no logra visualizarse porque está obturado, y que si pudiera verse, quizá podría operar como incentivo para “cruzar”.

En nuestros estudios cualitativos basados en focus groups realizamos largas sesiones coordinadas por nuestro equipo de sociólogos, antropólogos, psicólogos y especialistas en tendencias sociales, para intentar dilucidar entre lo explícito y lo latente la figura que nos permitiera al menos esbozar de qué se trata hoy la idea de “un país mejor”.

Tanto para los ciudadanos de clase media –45% de las familias– como para los que se autoperciben integrando esta clase social –80% de las familias– (fuente: Observatorio de Psicología Social de la UBA, 1253 casos, total país, octubre 2022), cuando logran pensar más allá de la asfixiante coyuntura y salir del escepticismo dominante aparece cierta fisonomía, todavía muy borrosa, de esa configuración hipotética, potencial, incluso para algunos ideal y hasta utópica.

Es tanta la abulia y el pesimismo que el ejercicio proyectivo se realiza más como una tarea lúdica que como un diseño conceptual de un futuro posible. A pesar de ello, en la abstracción puede intuirse el deseo. Aun verbalizando que lo ven “muy difícil” o hasta “imposible”, en algún rincón de su alma los argentinos todavía guardan el sueño de ese país mejor.

Como si hubieran estudiado la pirámide de motivaciones y necesidades humanas de Maslow, estructuran esos deseos en una organización piramidal. Comienzan por lo más básico: la educación. Se entiende que está todo tan mal, que la degradación es tan profunda y transversal, que no hay manera de modificar las cosas si no se empieza por las bases. Se percibe en esta expresión un espíritu fundacional. Algo así como una tábula rasa, una página en blanco, un “barajar y dar de nuevo”.

Luego aparece naturalmente la cuestión de la economía cotidiana. Soslayar esta demanda básica implicaría no comprender en profundidad no solo cuestiones estructurales de la idiosincrasia de la clase media, y la citada búsqueda del “buen vivir”, sino también una coyuntura que arrastra una economía estancada hace más de una década, un consumo de alimentos y bebidas que hoy es 10% menos del que era en 2011 y un ingreso familiar mensual –promedio ponderado entre la clase media alta y la clase media baja– que hoy es de apenas 1078 dólares –medido al valor del dólar blue–. Es decir, casi la mitad de lo que supo ser en 2012 o en 2017.

En tercera instancia emergen cuestiones centrales de un sistema sostenible. Orden, firmeza, garantías, seguridad, justicia, garantías, leyes, reglas, premios y castigos. Y finalmente, en el nivel superior, se ubican los valores. Contra lo que podría suponerse las ambiciones en este sentido resultan mucho más pragmáticas que idealistas. Frente a la percepción de un caos generalizado y creciente, donde la norma es la distorsión y el sinsentido, lo que se espera es sensatez, humildad y empatía. En definitiva, sentido común, realismo, rumbo y humanismo.

Como una muestra en escala, se rescata la lógica de la selección campeona del mundo. La Scaloneta logró plasmar un arquetipo del éxito diferente y novedoso para los argentinos. El legado de ese triunfo deportivo trasciende por mucho al fútbol: se logró demostrarle a una sociedad acostumbrada a creer en los atajos y las picardías que también se puede ganar jugando de otra manera. Cumpliendo las reglas, con actitud, pero sin estridencias extemporáneas, articulando la firmeza y la precisión dentro de la cancha con la mesura y la prudencia fuera de ella. Priorizando el equipo por sobre las individualidades y el objetivo colectivo antes que los egos personales. Con un respeto mutuo entre el líder y sus dirigidos, sin perder nunca de vista el rol y las responsabilidades de cada uno. El contraste entre la experiencia de Rusia 2018 y la de Qatar 2022 resultó tan evidente, que aun los más incrédulos se rindieron a los pies del método, el proceso, la planificación, el orden, la convicción y la sobriedad, encarnadas tanto en las figuras de Scaloni y Aimar como en las de Messi y el resto del equipo, que se movió bajo su impronta y liderazgo.

Si alguna vez el imaginario de lo que podríamos haber sido fue Australia o Canadá, ahora para la sociedad el espejo a mirar está mucho más cerca. En un caso la cercanía es geográfica, Uruguay. En el otro, afectiva, España. No se trata en ninguno de los dos casos de realizar simplificaciones inconducentes. La gente ya aprendió que ningún modelo es extrapolable de manera lineal entre un país y otro. Simplemente lo que deslizan entre las contradicciones, confusiones y paradojas de un momento cargado de tensión donde cuesta pensar, es que allí hay una vibración que seduce, un campo magnético que echa luz en la oscuridad, una historia que permite soñar.

En el humor social hoy predominan el enojo, la bronca y una excepcional vocación rupturista. Son expresiones contundentes y explícitas. Sentimientos propios del hábitat emocional en el que estamos viviendo a nivel global desde 2022, luego de haber dejado atrás el hábitat viral 2020-2021, tal como lo definió en sus investigaciones y análisis Almatrends, nuestro laboratorio de tendencias. Es un entorno donde las pulsiones superan a las razones y donde se vive a flor de piel. Los seres humanos ahora quieren vivir y disfrutar. Dadas las circunstancias, en nuestro país, cuando la inflación se acerca al 9% mensual, esas pulsiones oscilan entre la abulia que provoca la conjunción de tristeza y angustia, con la furia que nace del agobio y la impotencia.

El futuro: una moneda en el aire

Sin embargo, en la filigrana de ese sueño de un país mejor, se trasluce un incipiente anhelo. Se trata de algo dicho en voz baja, oculto, implícito, silencioso pero potente: un deseo de tranquilidad, normalidad y una cierta dosis de razonable previsibilidad. Pilares fundamentales para recuperar el imaginario del “buen vivir” y así sanar tanto la autoestima individual como la colectiva.

En definitiva, condiciones básicas para poder oír el llamado del futuro, dejarnos entusiasmar por su convocatoria y, entonces sí, caminar hacia él. Quizá nos espere eso que alguna vez creímos que podíamos ser y que todavía resiste en nuestro ADN de clase media, cuyos valores operan como última reserva moral y se niegan tozudamente a dejarse doblegar.

De algún modo, ese anhelo velado coincide con lo que uno de los mayores estadistas latinoamericanos, el ex presidente uruguayo José María Sanguinetti, planteara en una columna de opinión que publicó en la nacion el 29 de octubre de 2022, bajo el título “La política no necesita más redentores, apenas gobernantes que gobiernen”. En aquel texto hablaba de la región, sus problemáticas y sus líderes. Al referirse a nuestro caso dijo: “La Argentina ¿carece de recursos humanos, ha perdido su enorme potencial? Todo lo contrario. Lo que necesita es diez años de tranquilidad, que los poderes funcionen, que el dólar no sea primera página todos los días, que los jueces no sean quienes resuelven los conflictos políticos. Sobra gente capaz, aun en la política, pero –aparentemente- la razón no paga”.

Con la sensibilidad que los caracteriza, hoy los artistas también están alzando la voz para señalar eso que, no por evidente y cercano, debe naturalizarse y metabolizarse en medio de la apatía. Primero fue Alejandro Lerner, con su carta abierta donde afirmó que la gran diferencia que sintió al recorrer España en un reciente viaje fue que allí “se puede vivir en un clima de tranquila normalidad y convivencia. No hay olor a miedo en las calles. Y esa es una sensación que se respira y se comparte. La gente trabaja y el progreso es un destino cierto”.

El pasado sábado lo hizo Guillermo Francella, cuando en una entrevista realizada por LA NACION, recordó a su abuelo inmigrante calabrés que venía de pasar hambre en Italia y llegó al país en busca de una vida mejor. Llegaba, según rememora el famoso actor, “a una panacea”, porque era “la tierra del trabajo”. Afirmó Francella en su largo y profundo intercambio para Conversaciones que, aun pudiendo hacerlo, no se le cruza por la cabeza irse del país, que sigue siendo optimista, que sabe que el desarraigo es muy doloroso, pero que no por ello puede negar que la situación “es difícil”. “Vivimos tan castigados, no poder tener la tranquilidad del ahorro. Esto de estar siempre luchando, tratando de encontrarle la vuelta, de saltar de crisis en crisis… Es la nuestra. Los que nacimos acá, los que vivimos acá lo sabemos. Ya sabemos cómo es: no se puede proyectar. Nuestra forma de vivir es dramática”, dijo el actor.

El diccionario de la RAE define drama en su segunda acepción como “una obra de teatro o de cine en que prevalecen acciones y situaciones tensas y pasiones conflictivas”. En la tercera ya se aparta del arte y señala que un drama es “un suceso infortunado de la vida real, capaz de conmover vivamente”. Podríamos decir que, como sociedad, nos caben perfectamente las dos. La teatral, cuyo género sería casi operístico, dada la intensidad, y la real, que muchas veces, supera a cualquier ficción posible. “Argentina, no lo entenderías”, es la nueva etiqueta con la que hoy nos ubican en tiempo y espacio buena parte de los observadores globales. No es precisamente un elogio, a pesar de cierto misterio que para algunos pueda despertar la curiosidad y hasta el morbo propio de lo tan extraño que ya no puede ser clasificado según los parámetros conocidos.

En la canción Con la frente marchita, una canción con espíritu tanguero que no casualmente le escribió a una de las tantas enamoradas que tuvo por estos lares, Joaquín Sabina sintetizó en una frase con formato de tweet esa verdad hecha a la medida de aquel eterno potencial no concretado al que procuró exhortar Sanguinetti. Con su pluma experta en metáforas capaces de llegar al corazón, el cantautor español deslizó como al pasar: “No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”.

Si somos constantes, perseverantes y tenemos una dosis de fortuna (siempre necesaria), tal vez, con paciencia, templanza y fuerza de voluntad podamos dejar atrás la melancolía que hoy nos aplasta y nos detiene, para encontrarnos finalmente con esa sociedad y ese país que debiéramos haber sido y que, quizá todavía, estemos a tiempo de empezar a ser.

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