PARÍS.– En Turquía, Vladimir Putin escogió su campeón: “Voy a decirlo sin vueltas: usted sabe cómo fijarse objetivos ambiciosos y cómo alcanzarlos con toda determinación”. El elogio dirigido al presidente Recep Tayyip Erdogan marcó la inauguración, el 27 de abril, de la central nuclear de Akkuyu, construida por Moscú en la costa mediterránea turca.
Con ese decidido apoyo, el presidente ruso venía en ayuda de su vecino -adscripto a los mismos sueños imperiales y prácticas autocráticas- para las elecciones que tuvieron lugar este domingo, las más reñidas que el mandatario turco haya tenido que enfrentar desde el comienzo de su “reinado” en 2002, y que aún así lo consagraron ganador.
Erdogan levantó el tono en los días previos a los comicios. En sus mítines y sus arengas televisivas, los países occidentales son acusados de todos los males. Su discurso denuncia las fuerzas imperialistas que querrían impedir la marcha triunfal de Turquía e imponer el terrorismo y el modo de vida de los LGBTQ+, y promete librar el país a las garras del Fondo Monetario Internacional (FMI).
No obstante, aun cuando Erdogan haya conseguido en 20 años amordazar completamente a los medios, le ha sido imposible escapar a las malas noticias que se acumulan: una inflación del 112%, la libra turca a su nivel histórico más bajo, más de 55.000 muertos en los terremotos del 6 de febrero, centenares de miles de refugiados librados a sí mismos en los caminos, sin olvidar los sondeos que, todos, lo dan perdedor por primera vez.
Como si esto no alcanzara, el 25 de abril, el “reis” pareció desmayarse en directo, en medio de una entrevista, reavivando los viejos rumores de un cáncer de colon.
Pero el viejo lobo, aun herido, no parece tener intenciones de dejarse barrer por los vientos de cambio representados por una coalición de centro-izquierda liderada por un sólido y consensual Kemal Kiliçdaroglu. Pocos creen que el “pibe” de Kasimpasa, el barrio más popular de Estambul, donde nació hace 69 años y se ganó una reputación de rebelde a fuerza de voluntad, vaya a aceptar de buen grado abandonar el poder.
En todo caso, lo concreto es que, estos comicios a dos vueltas no lograron poner punto final a 20 años de poder absoluto en ese gran país de 85 millones de habitantes. Una carrera excepcional que transformó el país y, sobre todo, su política exterior, pero que plantea una gran incógnita: ¿qué sucedió con ese heraldo de un islam político moderado, respetuoso en sus comienzos de la democracia y los derechos humanos, que terminó convirtiéndose en un déspota, cuyo ejercicio personal del poder desprecia todos esos valores?
Un padre violento y una carrera frustrada
Nacido en el seno de una familia humilde, extremadamente religiosa, Recep Tayyip fue víctima de un padre autoritario, violento e intratable. Capitán de navío en el Bósforo, Erdogan padre era originario de Rize, una ciudad del Mar Negro. “Una de las regiones más nacionalistas del país y tradicionalistas en el terreno religioso”, dice Jean Marcou, especialista de Turquía en Sciences Po Grenoble.
Por su culpa, Recep Tayyip vio frustrados sus deseos de convertirse en jugador de fútbol, para asistir contra su voluntad a una escuela islámica donde aprendió el arte de predicar. “En el club estambulí al que pertenecía, lo consideraban el ‘Beckenbauer de Kasimpasa’”, dice Marcou. En todo caso, a los 16 años, el centro-delantero del equipo ya medía 1,85 metros.
Sagaz e inteligente, allí no tardó demasiado en comprender la frustración de los sectores más marginados de la sociedad, generalmente los más religiosos, sometidos a una clase dominante laica y pro-occidental. Excelente orador, audaz, pero también extraordinario estratega, supo como ninguno de sus predecesores escalar posiciones dentro de la política, transformando cada obstáculo, cada revés, en una ocasión para avanzar y, sobre todo, eliminar sistemáticamente a sus adversarios.
Notable orador
Erdogan es uno de los políticos turcos más carismáticos desde Mustafa Kemal Atatürk -el padre de la Turquía moderna- y un tribuno fuera de serie. “Sus discursos son de una extraordinaria belleza. Sus colaboradores le preparan notas pero, rápidamente, las tira e improvisa en un excelente turco, utilizando referencias literarias”, explica el politólogo Bayram Balci, del Instituto Francés de Estudios de Asia Menor (IFEA).
Pero Erdogan es también un gran pragmático. En 1996, durante una entrevista dijo sin ruborizarse: “La democracia es como un tranvía: uno desciende cuando llegó a la terminal”. Para el politólogo Samim Akgonul, el aspecto más constante de Erdogan es su ausencia de constancia.
“Más allá de la ideología, supo adaptarse a todas las situaciones, a todos los contextos. Con frecuencia cambió sus principios sin dar la impresión de hacerlo”, afirma.
Sus comienzos fueron como militante de la corriente islamista turca neoconservadora, la Milli Gorus dirigida por Necmettin Erbakan, admirador de los Hermanos Musulmanes. En 1994 obtuvo la alcaldía de Estambul, donde permaneció hasta 1998. En 2001 fundó con Abdullah Gül el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), conservador, defensor de un islam político modernizado, que ponía por delante la lucha contra la corrupción y su apego a la democracia y que, al año siguiente, obtuvo una aplastante victoria en las legislativas.
En 2003, ya primer ministro, enmendó la Constitución para que el jefe del Estado fuera elegido directamente por los ciudadanos. En 2005, abrió negociaciones de adhesión a la Unión Europea (UE), paralizadas después debido a su deriva autocrática. Un endurecimiento simbolizado por la rebelión popular de 2013, cuando millones de personas exigieron su renuncia tras la violenta represión de una manifestación pacífica contra un proyecto edilicio en la tradicional plaza Taksim de Estambul.
En 2014, tras 11 años como jefe de gobierno, Erdogan se convirtió en el primer presidente de la República de Turquía elegido por sufragio universal directo. Amo y señor de las fuerzas armadas, de la Justicia y de la actividad financiera y económica del país, nunca un dirigente de la Turquía moderna tuvo tanto poder entre sus manos.
“Fue precisamente en ese momento que Erdogan se convirtió en el autócrata actual”, afirma Dorothée Schmid, especialista del Instituto Francés de Relaciones Internacionales (IFRI).
En el camino, fueron quedando los despojos de todos aquellos que trataron de obstaculizar su imparable ascenso. Los últimos vestigios de esa resistencia desaparecieron en 2016 con el intento de golpe de Estado protagonizado por un sector de las poderosas Fuerzas Armadas turcas simpatizante del influyente líder religioso Fetullah Gülen, enemigo jurado de Erdogan y refugiado en Estados Unidos.
Represión
La intentona dejó un saldo de por menos 290 muertos (entre ellos 104 golpistas) y más de 1440 heridos entre civiles y policías. Pero de inmediato llegó la purga: más de 150.000 personas perdieron su trabajo o fueron suspendidas de sus funciones en los medios, las Fuerzas Armadas, la administración pública y el sector privado, y más de 50.000 fueron detenidas. Hasta fines de 2022, unas 7000 continuaban encarceladas, entre ellas un centenar de periodistas.
Fragilizado por una situación económica dramática y su persistente política de represión, Recep Tayyip Erdogan no dudó en oficializar una alianza con la ultraderecha nacionalista de Devlet Bahçeli, el Partido de Acción Nacionalista (MHP) para las elecciones presidenciales de 2018. Un giro ideológico ya en ciernes para su partido, el AKP, que se volvió aun más nacionalista.
Durante estos 20 años, Erdogan acompañó la emergencia de Turquía como potencia regional que pretende defender sus intereses con autonomía, aun al precio de comprometer sus viejas alianzas occidentales. Tal un moderno sultán, el presidente turco ambiciona reactivar para su país -nexo entre Asia y Europa, miembro de la OTAN y del G-20- la herencia del Imperio Otomano, que ejerció su tutela sobre gran parte del Mediterráneo, el norte de África, el Mar Rojo, el Mar Negro y la Mesopotamia. Pero el “reis” imprimió a ese derrotero su gusto por el riesgo y la confrontación.
Apoyándose en las pulsiones soberanistas de su electorado, utilizó los resortes del panturquismo y del islam político. También militarizó su política exterior, desplegando sus tropas en el norte de Irak y de Siria, pero también en Libia y en Azerbaiyán, contra Armenia.
Decepcionado por el desdén manifestado por los europeos, también tomó sus distancias con Estados Unidos, anudando relaciones atípicas con Vladimir Putin pues, a pesar de que sus países son adversarios multiseculares, ambos decidieron “soportarse” mutuamente para asentar mejor su influencia.
Su rivalidad en Siria y en el Cáucaso se asienta en vigorosas relaciones de fuerza, temperadas por una comprensión recíproca de los intereses en juego. Un ejercicio de equilibrismo puesto a dura prueba con la invasión rusa de Ucrania. Erdogan defiende la integridad territorial ucraniana, pero decidió no participar en las sanciones occidentales ni en el refuerzo del flanco este de la OTAN, aumentando así la impaciencia de la Casa Blanca, que comenzó a ejercer presiones financieras y económicas.
“Recep Tayyip Erdogan es un personaje de una excepcional capacidad estratégica que le permite hallar recursos inauditos en las peores situaciones”, advierte Jean Marcou. Pero, a su juicio, hay algo peor: “Es que nada lo detiene. Cuando se trata de conservar el poder, es capaz de todo. Y lo hace sin pestañear”.
Este artículo fue publicado originalmente el 14 de mayo de 2023 y actualizado el 28 de mayo