Un cambio en la cultura y la práctica política

Todo llegó anticipadamente y por casualidad. Aunque estuviera planificado. El largo proyecto político de Néstor y Cristina Kirchner tenía fecha de nacimiento prevista para 2007, pero la crisis de 2001 y los intentos fallidos de Eduardo Duhalde de encontrar un candidato presidencial competititivo desencadenaron el parto prematuro en 2003. De ese alumbramiento inesperado saldría el proyecto político hegemónico más duradero de la historia reciente de la Argentina.

Las dos décadas de centralidad absoluta en el poder y los 16 años de Gobierno del kirchnerismo lo convierten en un fenómeno excepcional por su permanencia y por la profundidad de los cambios que produjeron en la cultura y en la práctica políticas nacionales. Un fenómeno nacido desde el poder, casi sin ninguna señal de identidad ni poder propios, para llegar a tenerlo y abarcarlo todo. Hasta entrar en el actual ocaso, desde el que su lideresa intenta reinventarlo con la ilusión de darle una nueva vida.

“Yo solo voy a ser Presidente por un mandato. En este país cuatro años equivalen a 16″, les decía Néstor Kirchner a sus allegados. Lo que callaba es que no pensaba dejar el poder después de ese cuatrienio. Todo lo contrario. El proyecto 4×4, 16 años de gobierno kirchnerista, está por terminar de cumplirse ahora. No por casualidad. Era el plan. Aunque la fatalidad lo modificara parcialmente.

“Él” no lo pudo ver ni ejercer más de una vez la Presidencia, tampoco pudieron ser cuatro los mandatos consecutivos en los que los esposos y socios políticos se alternaran en el mando. Y el último mandato kirchnerista no terminó siendo ni por lejos como lo habían soñado. El artefacto creado por Cristina Kirchner para volver al poder perdido en 2015 es el fallido fruto de una nueva mala elección de la vicepresidenta. Las sucesiones no son fáciles de resolver para el kirchnerismo.

Entre una punta y otra de las dos décadas de centralidad dominante abundan los puntos de ruptura en medio de semejante continuidad, pero la parábola tiene una consistencia absoluta en la vocación dominante por la construcción y el ejercicio del poder total.

Para más singularidades, la durabilidad de la construcción kirchnerista se basa, en buena medida, en una paradoja aparente: su capacidad de verse y sobre todo de lograr que sus seguidores lo vean como un contrapoder. Aún teniendo el máximo poder. Un atributo que consolidó maximizando casi siempre las ventajas que el contexto le proveía, declarando guerras, promulgando leyes y otorgando nuevos derechos de fuerte impacto concreto y simbólico, sin reparar en daños colaterales o en la sustentabilidad en el mediano y largo plazo de muchas de sus políticas.

Tan eficaz fue esa construcción que permitió disimular antes los suyos las muchas evidencias de que se había convertido en un nuevo orden hegemónico. Un establishment, que no había venido a terminar con muchos de los privilegios, sino que, por el contrario, había cambiado de privilegiados, entre los cuales figura buena parte de sus principales referentes. El capitalismo de amigos, la corrupción, el enriquecimiento inexplicable e inexplicado son para ellos solo construcciones del enemigo. También el menemismo tiene una etapa superior. Junto con las políticas públicas adoptadas, la narrativa jugó un papel central.

“El país en llamas” que agarró Néstor Kirchner, según la historia oficial kirchnerista, es un buen ejemplo de la eficacia discursiva. Como lo demuestran los indicadores oficiales, el país ya había empezado a dejar atrás el 25 de mayo de 2003 los efectos del colapso de la convertibilidad, con las gestiones de los ministros de Economía duhaldistas Jorge Remes Lenicov y Roberto Lavagna.

Como afirma Remes Lenicov, en su reciente libro “115 días para desactivar la bomba: historia íntima de la última vez que se sinceró la economía”, Kirchner fue el presidente que recibió, en materia económica, “la mejor herencia de todos los presidentes de los 40 años de la democracia”. Lo demuestra con números.

Otro gran mojón de esa historia oficial es el famoso 22% que obtuvo Néstor Kirchner en la primer vuelta de la elección presidencial. Cuando el exgobernador de Santa Cruz entró en la Casa Rosada por primera vez como Presidente ya tenía un capital político que superaba con creces el 60%.

El peronismo se volvía a alinear con la legitimación de la llegada al poder de Kirchner, tras el interregno fáctico de Duhalde. En un país en que el ordenamiento nodal de la política lo da (o daba) el clivaje peronismo-antiperonismo poco importaba a la mayoría de los votantes peronistas las muchas diferencias que hubiera entre los candidatos. La suma de votos obtenido por los tres candidatos de ese origen daba 60,81% y el peronismo es un movimiento y un sentimiento. Lo sabían Néstor y Cristina Kirchner y lo aprovecharon en pos de la legitimidad de ejercicio y de hacerse del poder partidario.

La audacia y el cálculo, dos elementos centrales en la toma de decisiones políticas, como bien los identifica Beatriz Sarlo, fueron atributos esenciales de Néstor Kirchner como Presidente y como líder político. Lo demostró cuando en apenas dos años terminó de hacerse del control del peronismo, deshaciéndose del padrinazgo de Duhalde y despojándolo de toda influencia.

Kirchner había llegado al gobierno en 2003, pero fue en 2005 cuando logra el poder control sin asociados para dar inicio al kirchrenismo y convertirlo en la etapa superior del peronismo. En solo cuatro años el exgobernador ejecutó lo que algunos adversarios santacruceños advertían que haría o intentaría hacer en el país, sin que casi nadie los tomara en serio.

La forma de conducir y mandar que Kirchner ya había ejercido en su provincia, corriendo o barriendo límites, controles y oposiciones, construyendo enemigos a medida, controlando todos los resortes del poder y beneficiando a amigos (o socios) entro en 20005 en el proceso de consolidación final. Ya se había apuntado un logro celebrado por todos al renovar a una Corte Suprema desprestigiada y para poner allí a una mayoría de juristas prestigiosos o reconocidos. Bajo ese paraguas avanzó después sobre el Poder Judicial, con la anuencia de muchos magistrados y el soporte de servicios de inteligencia. Una guerra sin fin

También había hallado buenos enemigos simbólicos en los militares acusados de crímenes aberrantes a los que fue a enfrentar en sus geriátricos, según la filosa imagen que entonces le dedicó el actual cristinista Leopoldo Moreau. Con la reapertura de los juicios a los acusados de crímenes de lesa humanidad construyó una nueva base de sustentación moral y efectiva con apoyo de los movimientos de derechos humanos y buena parte de la sociedad que no había digerido las leyes de perdón y los indultos.

También había encarado otras disputas que le permitirían construir su identidad y amalgamar poder: los medios empezaron a ser objeto de sus diatribas. Aunque esa batalla no se desataría en plenitud hasta 2008 con “la guerra del campo”: Fue cuando el kirchnerismo entendió que las concesiones otorgadas y los intentos de seducción ejercidos con el mayor multimedios del país no habían conseguido convertirlo en un socio o un empleado sumiso, como solía lograr. Mucho antes ya había descalificado a columnistas, editorialistas y periodistas de otros medios, especialmente de LA NACION. Fueron los orígenes de la guerra contra lo que llamó “los medios hegemónicos”.

“No es algo personal, yo los leo siempre y hasta estoy de acuerdo en algunas cosas, pero en otras estamos en veredas opuestas y ahí los combato. ¿Qué querés, que me pelee con Lilita Carrió y le dé votos?. Si me peleo con ustedes es todo ganancia, porque ustedes ni juntan votos”, fue la descarnada (casi cínica) explicación que alguna vez Kirchner le dio, sin dejar de reírse, a un cronista de la nación en la Casa Rosada. La audacia y el cálculo. La deslegitimación de quienes lo criticaban e investigaban acciones opacas de su gobierno estaba en marcha. El camino a una hegemonía. La batalla cultural. La construcción de un nuevo sentido común.

Seguía así, aunque sin haberlo leído, el manual del teórico Ernesto Laclau, que en su libro “La Razón populista”, explica: “El discurso populista construye antagonismos políticos para movilizar a la sociedad y crear un ‘nosotros’ frente a un ‘ellos’.” Réquiem para el liberalismo republicano, además de la lápida que ya le había puesto al neoliberalismo económico. Bienvenido el populismo.

La construcción de la transversalidad para las elecciones de 2007 en las que Cristina sucedería a Néstor Kirchner fue otra viga maestra del plan 4×4. Se subsumía bajo su mando al partido más antiguo del país y el que aún conservaba más despliegue territorial después del PJ.

La alianza con una UCR que transitaba el desierto tras la debacle delarruista y el ominoso 2,34% de los votos de la fórmula presidencial encabezada por Moreau , en 2003, era un salto de escala. El peronismo (o el pejotismo, según la nomenclatura cristiinista) pasaba así a ser así una facción del kirchnerismo. Menem y la alianza con los neoliberales de Álvaro Alsogaray no lo había logrado.

Para sostener esa construcción y avanzar en otros campos tendientes a consolidarla, contaba con la recuperación económica que seguía vigorosa. El triunfo de Cristina Kirchner acompañada por el radical Julio Cobos, en 2007, parecía conducir a un etapa de esplendor sin tropiezos. Pero pronto los vientos internacionales empezaron a rotar y la bonanza económica comenzó a resquebrajarse, mientras se destapaban los casos de corrupción. Aunque todavía quedarían muchos recursos para sostener el tinglado.

Para darle continuidad tenían que profundizar el proceso iniciado en 2003, al amparo del cambio de época había logrado cimentar. La reversión final del ciclo privatizador menemista proveería el sustento simbólico para hacerlo y los recursos materiales para disfrutarlo. La estatización de las AFJP y la nacionalización de YPF permitieron darle épica y recursos para sortear las derrotas contra “el campo” y en la elección legislativa de 2009. Para entonces, los superávits gemelos iban a convertirse en déficits mellizos, pero esas eran preocupaciones fiscalistas de quienes atentaban contra la bonanza popular. La grieta ya estaba construida, De un lado o del otro.

Fue entonces que se consolidó y se amplió la maquinaria propagandística, mediática y cultural del kirchnerismo destinada a cristalizar el nuevo sentido común entre sus seguidores y a deslegitimar definitivamente las voces críticas. Las usinas de pensamiento integradas por intelectuales aliados, los programas de periodistas militantes destinados a descalificar a los críticos al Gobierno, los convenios con universidades públicas para la generación de contenidos, los créditos y subsidios a producciones culturales y artística cercanas al Gobierno o el financiamiento de formadores de opinión afines alcanzaron su cénit.

El proceso estaba en los orígenes. “Los gobiernos de todos los niveles y todos los colores presidentes utilizan la publicidad oficial para difundir propaganda en lugar de información relevante para el ciudadano (….). Pero ningún presidente, a lo largo de la historia, invirtió tanto como Néstor Kirchner en esta empresa”, sostiene María O’Donnell en su libro “Propaganda K. Una maquinaria de promoción con el dinero del Estado”.

Como lo subraya Cristina Kirchner, en su libro “Sinceramente”, el año del Bicentenario, en 2010, fue el momento de la apoteosis celebratoria y, en línea con ese espíritu, de la ampliación de derechos a sectores marginados o desplazados, como fue la sanción de la ley de matrimonio igualitario. Aunque había algunos límites que no se trasponían. Todavía Cristina Kirchner era una ferviente militante antiaborto.

En medio de ese jubileo, se produjo la impensable muerte de Néstor Kirchner, cuyo hondísimo impacto emocional en lo político y social, terminó por fraguar el vínculo emocional de con Cristina Kirchner con sus fieles, una relación que ningún líder político iguala, al menos en el último medio siglo. Un lazo intenso que, aunque agrietado, sobrevive a las decepciones, errores y fracasos de los dos últimos dos gobiernos kirchneristas (el actual y el de 2011-2015) y sostiene la centralidad de la actual vicepresidenta.

Muchas cosas fueron diferentes desde entonces. El pragmatismo extremo que practicaba Néstor Kirchner revestido apenas por la retórica confrontativa populista dio paso a un dogmatismo endogámico que solo terminó achicando el espacio. Al mismo tiempo los vientos internacionales rotaban y se ponían de frente. Ni la economía mundial, ni la política regional acompañaban las necesidades del ideario kirchnerista y, sobre todo cristinista. Un ideario sostenido sobre todo por los entonces y ya no tan jóvenes de La Cámpora, liderados por el hijo Máximo, que fueron llamados (sin éxito) a llenar el vacío que dejó el padre fundador, al que idealizaban.

En ese proceso se empezaron a desprender miembros del espacio original. Algunos de los amigos y socios originarios de Néstor Kirchner quedaron en lugares secundarios y otros fueron invisibilizados por los avances de causas de corrupción contra ellos, mientras los Lázaro Báez o los Cristóbal López seguían ampliando sus emporios. Pero más importante fueron las fugas, como las que encabezó Sergio Massa en 2013. Ellos y nosotros hasta el fin. El país sumergido en la grieta.

Desde allí todo fue en bajada, en lo político y en lo económico, hasta la derrota en 2015 que parecía el ocaso final. Solo el enorme fracaso económico del gobierno de Mauricio Macri le dio una sobrevida. Pero el fallido último gobierno de Cristina Kirchner, encabezado por Alberto Fernández, devuelve al kirchnerismo a la terapia intensiva. La monumental crisis económica y las disputas internas se suman a la inexistencia de usinas de intelectuales que formen opinión o de un aparato mediático que logre disimular la decadencia.

Hoy, 20 años después de su estreno, la suerte del kirchnerismo parece echada. Pero tiene con qué resistir todavía. Las políticas públicas que beneficiaron (sin importar costos) a sus seguidores y el vínculo emocional de la lideresa con sus fieles, apoyado en la eficaz narrativa, le permiten conservar soportes. Aún en el fracaso y el desencanto de muchos de los propios. Enfrente hay enemigos. O fracasados. El cambio en la cultura y la práctica políticas, cimentados durante dos décadas, calaron hondo en una parte importante de la Argentina.

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