La escena es fuerte. En una secundaria de un barrio difícil de Baltimore, un alumno recibe al nuevo profesor con un insulto. La directora le aplica una pena severa: tres días de suspensión. El joven se retira con una sonrisa sutil: ha logrado su objetivo, volver a las calles, al mundo de las drogas, con el salvoconducto perfecto para que su madre no lo hostigue por faltar a clase.
Sí, hablamos de The Wire, la icónica serie que acaba de cumplir 20 años desde su primera emisión y que la mayoría de los rankings ubica entre las diez mejores de la historia; algunos, incluso, entre los tres primeros puestos, con Los Soprano o Breaking Bad. La escena mencionada toca un nervio particular de los economistas: cuestiones morales aparte, a la larga, lo del alumno se trata de alguien explotando las reglas del sistema. Y si uno dice “incentivos” tres veces, el fantasma de la ciencia de Smith, Ricardo y Marx se da por aludido.
The Wire es una serie de culto, que pasó desapercibida en su momento y que, cual Borges con el Nobel, fue ignorada por los premios aparatosos del mundillo estadounidense del espectáculo, como Better Call Saul, la orgullosa “perdedora” de los últimos Emmy, para furia y beneplácito de sus seguidores.
Magistral por donde se la mire (del casting a los guiones, de la fotografía a la música), The Wire registra la dinámica de los barrios marginales de Baltimore, infestados de drogas, pobreza y violencia, y sus relaciones con las instituciones: la policía, la burocracia, la política, la religión, el sistema educativo, los sindicatos y los medios de comunicación.
Los 15 años transcurridos desde la emisión de su última temporada desataron una suerte de histeria intelectual en relación a la serie: libros, conferencias, notas y presencia permanente en casi todos los ámbitos académicos. Harvard ofrece una asignatura llamada “Desigualdades urbanas y The Wire”, y materias similares son dictadas por prestigiosas casas de estudio, como Maryland o Berkeley. Sus actores principales han seguido una exitosa carrera, como Dominic West, que en The Wire hacía del inefable detective McNulty y ahora representa al príncipe Carlos en la mucho más popular The Crown, o como su inseparable compañero William “Bunk” Moreland, protagonizado por el talentoso Wendell Pierce, que en estos días recibirá un doctorado honoris causa por la hiperselectiva escuela Julliard, donde se formó.
¿Y por qué The Wire caló tan hondo entre economistas y otros científicos sociales? Porque provee una visión descarnada de la complejidad del entramado social. Antes de continuar, vale aclarar que no hay tal cosa como el spoiling con una serie tan monumental como The Wire, en el sentido en que el relato de un cuento de Cortázar no atenta contra la experiencia de su lectura, tal vez lo contrario.
Andrés López, economista, profesor de la UBA y fan temprano de la serie, comenta: “The Wire es un ensayo magistral sobre el papel determinante de las instituciones y lo difícil que es cambiarlas. En todas las temporadas hay personajes que tienen buenas intenciones y que terminan dándose la cabeza contra la pared”.
A modo de ilustración, López remite a la tercera temporada, que gira en torno a un proyecto referido en la serie como “Hamsterdam” (sic). A fines de encausar los efectos colaterales de la compra y venta de drogas, un bien intencionado policía (el entrañable “Bunny” Colvin), a espaldas de sus jefes decide crear un pseudomercado donde, en una zona de casas abandonadas, compradores y vendedores puedan realizar sus intercambios con la venia de la policía.
La idea trae beneficios concretos (una caída en el crimen en los barrios aledaños), pero termina muy mal por la flojísima “institucionalidad” de la propuesta, que se da de bruces con los mecanismos (deseables o no) que la sociedad tiene para sopesar, validar y ejecutar políticas públicas. Nada que nuestros agitados países no experimenten a diario, por la existencia de quienes proponen soluciones imposibles de implementar frente a difíciles problemas sociales.
Como fue el caso de Seinfeld, The Wire se puede utilizar para ilustrar o motivar todas las dimensiones de la economía práctica. Como señala Javier Garcia Cicco, profesor de la Udesa, la tercera temporada es una clase magistral de cómo opera el poder de mercado. La temporada refleja la tensión entre el estilo del viejo líder de los narcos, el violento y recién salido de la cárcel Avon Barksdale, y el de su sucesor, el no menos violento pero pragmático Stringer Bell.
Ausente el primero, Bell apela a la lógica y a la negociación con sus competidores y con la misma policía. Términos como “integración vertical” o “diferenciación de producto” forman parte de su vocabulario, al punto tal que los réditos que le dan estas estrategias lo llevan a estudiar economía en la universidad.
Las estadísticas ocupan un espacio importante en The Wire, pero por las peores razones. La mayoría de los fracasos de política social que la serie trata están guiados por cifras arbitrarias y manipulables.
En forma recurrente, la policía confunde (a propósito, o no) bajar el crimen con bajar las estadísticas del crimen. Atento a esta confusión, en la cuarta temporada, Marlo Stanfield, el temible líder narco, implementa una compleja estrategia para ocultar los cadáveres de sus víctimas, para beneplácito de la policía, que toma como un éxito ver cómo caen las cifras de los asesinatos por drogas.
El sistema educativo no se queda atrás en esta práctica. “Prez” es un detective devenido en profesor de matemática. Idealista, hace todo tipo de esfuerzo para motivar a sus díscolos alumnos, hasta que los directivos le informan que debe abocarse por completo a que los estudiantes pasen las pruebas estandarizadas tan comunes y polémicas del sistema norteamericano.
Desilusionado, Prez recurre a una experimentada maestra en busca de un consejo, que le dice: “Es muy fácil, no les enseñas matemática, les enseñas la prueba”. María Laura Alzúa, economista y fundadora del innovador Colegio Galileo, de La Plata, acota que, si bien The Wire refleja la situación del sistema norteamericano, muchos de los problemas que se muestran allí aparecen repetidamente en países de ingresos medios, como la Argentina.
En un recordado episodio, el detective McNulty revisa el departamento del recientemente abatido Stringer Bell y se sorprende por la decoración, más propia de la vivienda de un intelectual que de la de un narco. Saca un libro de la nutrida biblioteca y dice, desconcertado: “¿A quién carajo estuve persiguiendo?”, mientras la cámara enfoca su mano, que sostiene una copia de La Riqueza de las Naciones, de Adam Smith, en una espeluznante escena de economía explícita.
Jamás la televisión estuvo tan cerca de la cuestión social y de forma tan elocuente como con The Wire, que, para bien o para mal, no ha perdido un milímetro de relevancia.