De una invitación para ser modelo de fiestas privadas a vivir secuestradas como víctimas de una red de prostitución

Por Patricia Peiró

Una joven bailaba en una discoteca de Madrid, España, este noviembre, cuando se le acercó una mujer vestida de marcas caras de pies a cabeza y con evidentes operaciones estéticas. Le comentó que era muy linda y le propuso una oferta de trabajo: ser “modelo en fiestas privadas”. Acudir a eventos exclusivos, pasar un rato con los asistentes e irse. Parecía fácil. Y ella aceptó. Era dinero rápido para una chica de 16 años. Quedaron días después en una casa en la que supuestamente debía ofrecer sus servicios, no muy lejos de esa discoteca. Solo que eran unos diferentes de los que ella pensaba. Cuando se percató de que aquello no era lo que le habían vendido, logró ocultarse y llamar a la Policía para denunciar que estaba secuestrada en una vivienda. Los agentes acudieron a la dirección que les indicó y la rescataron. Descubrieron que había sido captada por una red de explotación sexual. Y que no había sido la única.

Después de esa menor, llegaron a otras tres que relataron un periplo semejante. Habían recibido ofertas en discotecas o bien a través de redes sociales. Muchas de ellas habían sido citadas a una especie de entrevista de trabajo en la que analizaban sus cualidades como acompañantes de lujo. Para llevar a cabo estas evaluaciones eran citadas en un lugar acorde con el empleo que les prometían: la casa de los cabecillas del entramado. Era la vivienda de esa mujer que se había acercado a la chica de 16 años en una discoteca en noviembre y la de su marido. Un apartamento de alto nivel en un bloque de viviendas del distrito de Tetuán por el que se paga un alquiler mensual de 3500 euros por el que habían adelantado cuatro mensualidades. Lo pagaban explotando sexualmente a mujeres, según la investigación de la Policía en la que acaban de detener a la pareja y a otros seis integrantes de la trama. Los agentes detectaron hasta 18 mujeres esclavizadas por esta organización que llevaba operando en Madrid al menos un año.

“Las chicas iban voluntariamente a las casas pensando que iban a fiestas o eventos privados, llegaban con la valija para estar varios días y lo que se encontraban es que los 21 primeros días tenían prohibido abandonar la casa”, explica Tomás Santamaría, inspector jefe del grupo VI de la Brigada Provincial de Extranjería y Fronteras de Madrid e interlocutor de la Policía Nacional para la trata de seres humanos. Eran sus normas, 21 días. La adolescente que desató la investigación de esta organización acababa de llegar a la vivienda, por eso todavía no le había quitado el celular y esa es la razón por la que pudo pedir ayuda.

Desde el momento en el que las chicas ponían un pie en los domicilios, entraban a formar parte de un catálogo online en el que se las ofertaba como un producto. “Chica universitaria”, “piel sedosa”, “cariñosa”, “alcohol 24 horas”. La que gestionaba las citas era la mujer que captaba a las chicas en discotecas. “Ella recibía llamadas de clientes a un número y a continuación transmitía lo que pactaba con ellos a sus empleados con otro teléfono”, detalla Santamaría. Podía ser un “servicio mínimo” de 60 euros por el encuentro sexual o bien el pack completo con las que ellos consideraban las mejores chicas —especialmente dos de ellas—, más o menos tiempo, con la droga incluida, servicio a domicilio… “El que va ahora ha comprado una hora con la chica con golosinas (cocaína)”, se la oye decir en las intervenciones telefónicas. La oferta podía personalizarse tanto como el cliente quisiera. “Había algunos que llamaban hasta tres o cuatro veces por semana”, apunta el inspector jefe.

Al principio, las chicas, todas muy jóvenes, recibían el 50% de lo que pagaban los hombres, una cantidad que iba menguando con diferentes excusas. Muchas de ellas quedaban atrapadas en la red porque sus explotadores las amenazaban con una supuesta deuda que habían adquirido con ellos y también con denunciarlas, ya que algunas de ellas estaban en España en situación irregular. A una la sacaron de su entorno más directo, en la costa levantina, y la trasladaron a Madrid.

Este caso es un claro ejemplo de los nuevos derroteros de la explotación sexual en España. “Las redes han abandonado los espacios públicos, se capta por redes y son organizaciones que necesitan muchos menos integrantes para controlar a las chicas”, resume Santamaría. El traslado de esta esclavitud a los domicilios particulares dificulta tremendamente el trabajo de los investigadores, que tienen que reunir durante meses pruebas para conseguir un permiso de entrada y registro por parte de los jueces. “Esto no es como hace 20 años, con operaciones en las que deteníamos a 100 personas. Estaban los que vigilaban a las chicas en la calle, otros de seguridad que evitaban que los de otras organizaciones se metieran en su territorio, los que las trasladaban, los que llevaban las cuentas… Ahora, con una persona en cada piso lo tienen todo controlado”, explica el inspector jefe.

El interior de las viviendas lo supervisaba desde su vivienda de lujo el matrimonio en la cúspide de la organización, de nacionalidad venezolana. Gracias a sistemas de videovigilancia comprados por internet por apenas 30 euros, la pareja tenía una visión las 24 horas de qué sucedía en sus dominios. “Vigilaban cuándo entraban, cuándo salían, cuánto tiempo pasaban con cada hombre y si había alguno que repitiera más de la cuenta”, apunta. Los agentes tienen comprobado que cuanta más confianza adquieran con uno de ellos, más posibilidades hay de que la mujer explotada pida ayuda para salir de esa situación. No es extraño que sean los propios usuarios los que denuncian ante la Policía la explotación de una víctima.

El matrimonio apenas pasaba por las casas, salvo para recaudar dinero de vez en cuando o reponer el almacén de estupefacientes por los que pagaban los hombres que contactaban con la organización. La trama controlaba cinco pisos: un chalet en Arturo Soria, tres casas en Tetuán y un piso en Puente de Vallecas. Entre ellas se movían con su BMW X6, un vehículo valorado en 100.000 euros, cuando no estaban de vacaciones en destinos paradisíacos o cenando en restaurantes carísimos. Una vida de lujo sustentada por una red de explotación.

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