La inflación no es culpa de la sequía ni de la guerra: el problema es el Gobierno

Desde que se puso en marcha el plan de los llamados “Precios Justos”, la inflación fue de 4,9% en noviembre, 5,1% en diciembre, 6,5% en enero, 6,6% en febrero y de 7,7% en marzo. ¡Ni en un solo mes bajó la inflación!

Si suponemos que el índice de precios de los meses que restan del año mantiene la misma tendencia, las proyecciones de 2023 ubicarían la inflación en alrededor del 201%. La Argentina sufre desde hace 20 años un problema de inflación sistemática, es decir, que es producto de la estructura del Estado y no de alguna coyuntura en particular.

Es común escuchar argumentos como los de la sequía, el precio de la energía, las idas y vueltas de la política internacional o, más recientemente, la pandemia y la guerra para explicar por qué suben los precios. La verdad es que no son más que excusas para eludir la responsabilidad de quienes administran la moneda.

Cada vez que encontramos escenarios de inflación crónica en el mundo también encontramos un enorme déficit fiscal, lo que significa que el Estado no está pudiendo cubrir sus gastos a través de la recaudación de impuestos. Y se aborda la falta de ingresos pidiendo prestado o imprimiendo dinero. Esta última opción genera la inflación.

En otras palabras, la inflación es una forma de financiar el gasto del Estado cuando no alcanzan los ingresos que llegan por la recaudación impositiva. Otra forma posible de pagar el gasto es aumentar los tributos existentes o crear nuevos. Entonces, hay tres formas de financiar al Estado: cobrando impuestos, tomando deuda o creando inflación.

En materia de impuestos, la Argentina ocupa el décimo lugar en el ránking de mayor presión tributaria del mundo, con un 29,4% sobre el producto, si se cuenta solo el sector formal de la economía. Sin embargo, según el más reciente informe de la Unión Industrial Argentina (UIA), el Estado argentino pasa a ser el de mayor presión tributaria del mundo si se toma en cuenta también el sector informal porque entonces se llega a un índice de 50,7%. Este indicador se calcula sobre una muestra de 30 países de la OCDE y América Latina.

Mientras tanto, por el lado de la deuda, la Argentina recibe la clasificación “Ca” según Moody’s, en el sistema que mide a los países según su capacidad de hacer frente a sus obligaciones crediticias. Para hacernos una idea de lo que “Ca” significa, esta clasificación la compartimos con países como Rusia, Ucrania o Cuba.

En cuanto a la inflación, tuvimos un índice de 94,8% el año pasado, lo cual nos colocó en la posición número cinco a nivel mundial. Solo nos superaron Sudán (102%), Líbano (142%), Zimbabue (244%) y Venezuela (305,7%).

Por si fuera poco, 2022 fue un año histórico de exportaciones para la Argentina. Según las cifras oficiales del Indec se exportaron bienes y servicios por un valor de US$88.445 millones, cifra con la que se superó el anterior récord, de 2011, que rondaba los US$84.000 millones.

Una pregunta posible es si estamos “a tope” de impuestos, de deuda, de inflación y de exportaciones, ¿a dónde se va todo ese dinero? La respuesta es: a financiar el gasto del Estado, a sostener un Estado de bienestar que se derrumba por su propio peso y un tipo de cambio ficticio frente al dólar. Por lo tanto, la inflación no es por falta de ingresos, sino por exceso de gasto.

Llegamos a tener un Estado tan caro que es impagable. Lo complejo de recortar gastos es que implica priorizar ciertas áreas del sector público, y siempre que se prioriza algo se está “despriorizando” lo demás, porque “si todo es prioridad, nada es prioridad”.

Para decidir qué hacer con el Estado tenemos que preguntarnos, primero, qué no hacer con él. Y caemos en un problema de decisión política. Cualquiera que sea la respuesta a esa pregunta, generará un choque de intereses con las personas que tienen ingresos que dependen directa e indirectamente de que el Estado mantenga el sector en el cual se haría el recorte.

Reducir el gasto puede implicar prescindir de miles o de cientos de miles de personas que trabajan en el sector público, que reciben planes sociales o que, desde el sector privado, reciben contratos, licitaciones, dólar “barato”, etcétera.

La respuesta no es sencilla y va a requerir de mucha sabiduría política de ambos lados de la grieta. Además de una ciudadanía que acompañe un programa de recorte estructural, aunque al principio pueda resultar doloroso.

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