Camilla, la mujer que pasó de ser la oveja negra a la estrella de la coronación

LONDRES.– Desde mediados de los años 70, cuando conoció al entonces príncipe de Gales, Camilla Parker-Bowles se acostumbró a vivir en la penumbra y –por momentos– en la cruel clandestinidad. Ahora, medio siglo después, sonó la hora de su revancha definitiva. A los 75 años, está a punto de sentarse junto al rey Carlos III en el trono de Inglaterra y podrá agregar la mágica letra “R” detrás de su firma.

Ese enorme privilegio, reservado a las reinas británicas, no fue el resultado de un capricho para vengar su orgullo herido, sino de un gesto –inesperado– de reconocimiento por parte de Isabel II: en vísperas de celebrar el 70° aniversario de su acceso al poder, consciente de que su fin se aproximaba, la soberana expresó su deseo de que Camilla fuera reina y no solo “reina consorte”.

Poca gente tuvo consciencia del alcance de ese gesto: en 1953, Isabel había rehusado esa distinción a su propio marido, Felipe, por temor a verse obligada a tener que compartir el poder.

El título de reina, en la práctica, coloca a Camilla al mismo nivel que su marido, Carlos III. La única diferencia es que no será soberana y no tendrá el poder político de ejercer la jefatura del Estado. Para adoptar esa decisión histórica fue necesario que transcurrieran 17 años desde su boda con Carlos, celebrada el 9 de abril de 2005 en Windsor, y un tiempo mucho más largo para que Isabel II arrojara su rencor al Támesis.

La reina demoró mucho tiempo en perdonar a Camilla, a quien acusaba de haber provocado la mayor crisis de su reino con la sucesión de escándalos conyugales de Carlos, que hicieron tambalear la estabilidad del Palacio de Buckingham.

Como gobernadora suprema de la Iglesia anglicana, tuvo que aceptar el casamiento de su heredero con una mujer también divorciada y legitimar el acceso de un divorcio al trono británico. Con el tiempo, la soberana terminó por reconocer que Camilla había aportado la felicidad a su hijo.

Al mismo tiempo, apreció la dignidad con la cual su nuera ignoró los ataques de la prensa después de la muerte de la princesa Diana, en 1997. Algunos diarios no vacilaron en utilizar crueles apodos como “la bruja”, “el vampiro”, “vieja perra” u otros más ofensivos.

Es verdad, además, que la monarca ignoró la voluntad de sus nietos, Guillermo y Harry, aparentemente opuestos a las segundas nupcias de su padre.

Discreción

Otra cualidad de Camilla –poco frecuente en la familia real–, es su discreción, su inclinación por los colores pastel, las vestimentas clásicas, se siente incómoda en Londres y prefiere el ambiente rural de la alta sociedad de Wiltshire, donde nació, creció y vivió hasta la adolescencia. En lugar de las frivolidades de Vogue, prefiere los consejos de Country Life, la revista predilecta de la gentry. En Highgrove, el refugio de fin de semana de Carlos, Camilla adora cultivar su jardín florido y criar algunos animales domésticos.

Pero, sobre todo, posee una cualidad suplementaria que suscita el respeto de la nobleza: detesta las intrigas de la corte y los juegos políticos. Nadie logró jamás arrancarle una confidencia ni una crítica pública.

A diferencia del resto de la familia real, Camilla tiene un elevado sentido de la economía. Sus amigos dicen, incluso, que es avara y se niega a realizar todo tipo de gastos superfluos. Ese comportamiento se advierte incluso en el vestuario que eligió para la ceremonia del sábado.

Para su ingreso a la abadía de Westminster, eligió un vestido de color carmesí, confeccionado especialmente para la coronación de Isabel II en 1953, que solo necesitó un par de retoques para adaptarlo a la talla de Camilla. Con ese gesto, la nueva reina quiere marcar su voluntad de seguir los pasos de su suegra.

Para la salida de la catedral, una vez coronada junto a su marido, lucirá una creación firmada y bordada por la Royal School of Needlework, apadrinado por la reina. Los bordados de esa auténtica obra de arte encierran una serie de mensajes sobre su personalidad y sus propósitos: insectos y flores que remiten a la pasión de Isabel II por la naturaleza, en particular el lirio de los valles y los arándanos, símbolos respectivamente de la esperanza, la pureza y el amor tierno.

Esas cualidades terminaron por ganarle el respeto o al menos la simpatía de los británicos, que demoraron mucho tiempo en perdonarle “haber destruido el matrimonio de Carlos con Diana”. Aunque todavía no alcanzó a obtener la unanimidad, el último sondeo del instituto YouGov reveló –sorpresivamente– que 38% de la opinión pública tiene una opinión positiva de la futura soberana.

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